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jueves, 15 de septiembre de 2016

El miedo

Aquella tarde, como cada día, llegué a la iglesia media hora antes de la misa. Me sorprendió que la puerta estuviera aún cerrada. El cura solía venir siempre a esa hora. Llegábamos un poco antes porque había que comprobar que todo estuviera a punto. El cura se encargaba del altar y yo cambiaba las lamparitas de cera que encendían los devotos a cambio de unas pesetas. Así, mientras yo deambulaba por la iglesia con la caja de las velas, él se afanaba en comprobar que las vinajeras tuvieran agua y vino, que el cáliz se encontrara en el sagrario provisto de las hostias necesarias y que el nuevo testamento estuviera a punto para la lectura del día. Luego entrábamos en la sacristía y se ataviaba con la vestimenta litúrgica, que estaba compuesta de varias prendas de las que nunca llegué a aprender el nombre, y que cambiaban de color –blanco, verde, morado, rojo…- en algunas fechas señaladas del calendario eclesiástico.

Las misas de entresemana no las celebrábamos en la iglesia principal, sino en la ermita del Santo Cristo de Santa Ana, el patrón de mi pueblo. Está en una plazoleta en la que poco podía hacer para entretenerme, así que me senté a esperar. Cuando empecé a preocuparme por la tardanza del cura, apareció su padre. A veces era él quien venía a abrir y no me extrañó demasiado. Probablemente algún contratiempo tenía entretenido al cura en alguna parte.

Entré en la iglesia detrás del padre del cura y, como con él no tenía confianza y era tímido con los desconocidos, me senté a esperar en uno de los bancos laterales que estaban junto al altar.

La tarde iba llegando a su fin y solo una luz apagada que entraba por las ventanas iluminaba de forma tenue el templo. Me llamó la atención que el hombre -que primero entró en la sacristía y luego subió al campanario para regresar de nuevo a la sacristía- no encendiera las luces. No sé si en aquel rato estuve observándolo o me puse a rezar algo para entretenerme, que en aquel momento, pocos meses después de haber hecho la comunión, mi devoción era profunda y sincera. Sí recuerdo el momento en que lo vi salir de la sacristía y dirigirse con paso decidido hacia la puerta principal. Las palabras no encontraron el camino o fue mi timidez la que me ahogó el grito que pudiera alertarle de mi presencia. Todo fue muy rápido. Alcanzó la puerta del vestíbulo y un instante más tardé escuché el portazo inequívoco que vino a certificar que la puerta de la calle se había cerrado. Y allí me quedé, convertido en estatua de sal, al fondo de una de las naves laterales, sentado en un banco entre las tinieblas.

Debía de ser otoño. Los días cada vez eran más cortos. La luz cenital que entraba a través de las vidrieras apenas iluminaba las formas y los objetos. Sin apenas atreverme a respirar por miedo a despertar a las sombras, valoré incrédulo la situación en la que me encontraba. La ermita del Cristo de Santa Ana está llena de tallas de santos, cristos y vírgenes que desfilan en procesión en cada Semana Santa con el castizo nombre de “procesión de los santos en rilera”. Y solo pude pensar en aquella historia terrorífica que me habían contado en infinidad de ocasiones. Los “santos en rilera” por las noches se bajaban de sus poyetes y peanas y recorrían el templo en una siniestra procesión que se prolongaba hasta el amanecer. Así lo atestiguaban las mujeres de la limpieza que los habían encontrado de aquella manera algunas mañanas que habían llegado demasiado pronto al tajo.

No sé cuánto tiempo pude aguantar quieto y silente en aquel banco. Empecé a escuchar pasos, golpes lejanos, como de objetos que caían al suelo, y además voces, voces susurrantes que articulaban palabras incomprensibles. Llegó un momento en el que el miedo dejó de atenazarme y se convirtió en resorte, en estímulo. Eché a correr y mis pasos resonaron en las baldosas con mil ecos que a mí se me antojaron los pasos de todas aquellas figuras que un momento antes me escrutaban desde sus nichos.

Alcancé la puerta de salida con la sensación de que manos vaporosas intentaban atraparme y voces sibilantes me hablaban al oído. Pero aún me quedaba por superar la prueba más espeluznante. Me sumergí a ciegas en el vestíbulo, un cubículo de paredes de madera donde reinaba la más absoluta oscuridad. Una angustia como nunca había sentido antes se apoderó de mí. Me abalancé hacia donde pensé que estaba la salida y empecé a tentalear la enorme puerta en busca de algún mecanismo que me permitiera abrirla. Rogué a Dios con todas mis fuerzas que solo hubiera que quitar un pestillo y que al padre del cura no se le hubiera ocurrido echar la llave.

Me creeréis si os digo que fui el ser más dichoso del mundo cuando encontré el tirador que accionaba el pestillo y se abrió la puerta. Y aunque nada ni nadie me perseguía, y ya no había manos vaporosas ni voces susurrantes, sentí un gran alivio al poner el pie en la plazoleta y cerrar la puerta tras de mí.

No os aburriré demorándome en el desenlace de la historia. Al cura no le había pasado nada. Ni siquiera se había retrasado. Es solo que yo me equivoqué al mirar la hora y había llegado una hora antes. Me di cuenta cuando iba camino de la casa del cura para preguntar por qué no había misa aquel día. Así que no le comenté nada del incidente -más que nada porque me daba un poco de vergüenza- y volví a la iglesia a la hora correcta para ayudar en misa como cada día.

Fui un agnóstico precoz. Me recuerdo con once o doce años muy nervioso el día que decidí contarle a mi mejor amigo de entonces, que era muy devoto, que todo aquello del viejo barbado con el triángulo, el hijo crucificado y la paloma me parecía un absoluto disparate. Creo que también fui yo el que unos años antes le había dicho que lo de los Reyes Magos era pura filfa, que uno ha sido siempre un poco aguafiestas.

Cuestionarme la divinidad me llevó a recelar de todo lo sobrenatural. Después de interesarme durante algunos años por los fenómenos paranormales, llegué a la conclusión de que no había espíritus ni fantasmas ni apariciones marianas ni ninguna chorrada que pudiera cuestionar las leyes de la física.

Me convertí en un ateo virulento y vitriólico. Y en gran medida fue por rencor. No entendía que los mayores me hubieran llenado la cabeza de todas aquellas fantasías idiotas que me habían impedido ver la realidad como de verdad era. De no haber creído en todo aquello, no habría tenido ningún miedo el día que me quedé encerrado en la iglesia. Nada hay más inofensivo que una sombra o una talla de madera.

Unos años después me dio por ir a pasear a los cementerios con algunos amigos y amigas. Supongo que por transgredir y dármelas de excéntrico. Porque los muertos y los espíritus no me daban ningún miedo. Solo temí en algunas ocasiones que algún gilipollas pudiera darnos un susto o hacernos algo malo por estar en un lugar apartado, o que algún perro rabioso se cruzara en nuestro camino. Solo los vivos y otros animales peligrosos me dan miedo desde entonces.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Omega

Todavía recuerdo el momento en el que supe de la existencia de Omega. Fue en Pacífico, muy cerca del Puente de Vallecas, el barrio de Madrid en el que vivía entonces. Me topé con el cartel que anunciaba el lanzamiento del disco en unas vallas donde habitualmente pegaban carteles de conciertos. Me acuerdo aún de la extrañeza que me produjo. En el cartel aparecía la portada del disco y era algo así como un cartel de circo. Sin imágenes. Todo letras con distintas tipografías y tamaños. En grande y con letras negras: MORENTE & LAGARTIJA NICK. A continuación, en rojo, con letras también grandes: OMEGA. Después un reguero de nombres de músicos flamencos de los que me sonaban tres o cuatro: Vicente Amigo, Cañizares, M.A. Cortés, Montoyita, El  Paquete, J.A. Salazar, Isidro Muñoz y Tomatito. Y al final esta leyenda: Cantando a FEDERICO GARCÍA LORCA Y LEONARD COHEN.

Me quedé totalmente desconcertado. Sobre todo por encontrar en aquel elenco de actores el nombre de Morente junto al de Lagartija Nick, uno de mis grupos favoritos en aquellos tiempos (lo sigue siendo). ¿Qué hacía Lagartija Nick con un cantaor flamenco? Lo de Lorca lo podía entender por aquello de que fueran, como él, de Granada, pero también me descolocaba la aparición del nombre de Leonard Cohen (conocía ya entonces “Take this waltz”, la versión que hizo del vals lorquiano, pero no caí en aquel momento). ¿Lagartija Nick? ¿Enrique Morente? No me entraba en la cabeza.

No fui corriendo a comprar el disco porque mi economía de entonces era muy precaria, mucho, con números tan rojos como el título del álbum, pero pronto supe –supongo que por alguna revista especializada– que en ese disco Morente y Lagartija Nick habían puesto música al Poeta en Nueva York de Lorca y a algunos temas de Leonard Cohen, que siempre ha estado fascinado por la obra del poeta granadino. Pocos meses después empecé a trabajar en la Fnac, mi economía mejoró un poco y en algún momento decidí comprar el disco. No recuerdo haberlo tenido grabado antes de tener el original.

No es mi intención dármelas de nada, pero la verdad es que a mí el disco no me pareció tan extraño como a muchos melómanos de entonces. Quizá porque fui consciente desde el primer momento de los ingredientes que se daban cita en aquella grabación. Para empezar, el Poeta en Nueva York, un libro surrealista, angustioso y oscuro que escribió Lorca en uno de los peores momentos de su vida. Por eso el primer tema, “Omega”, una especie de réquiem de más de diez minutos, me pareció increíble en una primera escucha, y sublime a la tercera o la cuarta. Igual me parecieron el resto de temas donde se fusionaban la intensidad ruidosa de los Lagartija Nick con la voz dolorida y dramática de Morente: “Manhattan”, “Niña ahogada en el pozo”, “Vuelta de paseo”, “Ciudad sin sueño”… Al revés que a los puristas flamencos, a mí las canciones que me parecieron más fuera de lugar fueron aquellas en las que no estaban los Lagartija Nick: “El pastor bobo”, “La aurora de Nueva York”, “Sacerdotes”… Con el tiempo aprendí a valorar el álbum como un conjunto heterogéneo en el que la sabia mano de Enrique Morente había sabido combinar el potencial creativo de todos aquellos músicos increíbles.

Creo que para mí no supuso un choque tan fuerte como para otros de mi generación porque –aunque yo entonces andaba muy fascinado por toda la música indie, el rock alternativo, el grunge y el noise– también escuchaba algo de flamenco, sobre todo Camarón, al que había llegado después de varios años enganchado al flamenco pop de Kiko Veneno, Pata Negra, Ray Heredia o Ketama. Es curioso que, sin embargo, el rock flamenco de Triana o Medina Azahara siempre me dejó indiferente. Conocer a Camarón y a los nuevos flamencos, como decía, me sirvió para acercarme al disco sin prejuicios. Lo vi claro desde el principio: Omega venía a ser una continuación de La leyenda del tiempo de Camarón. En ese disco, y con esa canción, Camarón ya se había atrevido a cantar un poema surrealista de Lorca con instrumentos propios del rock.

Después de veinte años, y no pocas polémicas, Omega se ha convertido en un clásico del rock y del flamenco –más de este último, les pese a los puristas que le pese– y en octubre aparecerá un documental sobre la gestación del disco, que ya se ha contado en libro: Omega, de Bruno Galindo (Ed. Lengua de Trapo).

La grabación del disco fue una odisea, un proceso largo en el que se descartaron muchas demos. Se sabe que existen varios temas que se grabaron y no entraron en el álbum, y algunas versiones diferentes de los temas que sí se incluyeron. Me parece sorprendente que aún no se haya hecho una edición especial con todo ese material inédito. Sería este un buen momento para que todos esos descartes vieran la luz.


domingo, 3 de abril de 2016

Entretenimientos patrióticos

Hace tiempo un buen amigo al que el fútbol le resbala tanto como a mí me dijo que era una pena que no nos gustara este deporte. Y me hizo ver que los forofos del fútbol eran afortunados porque tenían un montón de entretenimientos a su disposición, especialmente los fines de semana: partidos de fútbol, tertulias radiofónicas, programas de televisión, la mitad de los telediarios, periódicos deportivos, quinielas, apuestas… Hasta ese momento no me había parado a pensar en la cantidad de pasatiempos que orbitaban alrededor del fútbol. Además, el fútbol servía para integrarse socialmente, para participar del entusiasmo o del cabreo colectivo en campos de fútbol o bares, y para tener de qué hablar con un montón de gente con la que nunca sabes qué decir: compañeros de trabajo, vecinos, parroquianos de tu mismo bar… También para tener algo que decir en las redes sociales. Pensaba este amigo mío que debía de ser muy divertido ser fanático de un equipo para compadrear con los afines y picar a los rivales. Por eso a veces intentaba ser madridista. Y a su manera lo era, pero sin pasión, sin entusiasmo, sin convicción. Bien sabía él que no era un madridista de verdad. Porque veía a su padre, que se subía por las paredes viendo los partidos, que le daba gritos a la tele, que se deprimía si perdía una vez más la liga, y comprendía que su indiferencia ante la derrota poco tenía que ver con un sentimiento futbolero auténtico. Y desde luego no era por culpa de su padre, que desde niño se preocupó por que viviera la pasión merengue y no dejó de hacer todo lo que un padre preocupado de la educación de su hijo hace en esos casos: le compró una equipación de futbolista madridista, lo llevó a ver partidos al campo de fútbol, consiguió que asistiera a algún entrenamiento y en una ocasión llegó a hacerle una foto con el mítico Juanito. Pero ni por esas.

A veces a mí me pasa como a mi amigo y tengo la sensación de estar perdiéndome algo en este país tan lleno de entretenimientos que a mí me dejan indiferente, o que directamente me la pelan. Y no solo pienso en el fútbol, en el ciclismo, en las motos o en todos esos deportes que apasionan a los españoles. Estoy pensando, por ejemplo, en la gente que vive las procesiones de Semana Santa con una pasión que no se corresponde en absoluto con su falta de devoción. O en los que corren a Benidorm a pelearse por un metro cuadrado de arena en cuanto hay un puente o llegan las ansiadas vacaciones. O en esos que todos los inviernos pierden el culo por ir a una estación de esquí. O en los que viven con un entusiasmo tan patriótico como descerebrado la tortura taurina o las fiestas patronales en las que se maltratan animales. O en los que se dan de hostias por comprar las entradas para el próximo concierto de Pablo Alborán. O en los que hacen cola en la taquilla del cine para ver el estreno de la nueva entrega de Torrente o de los ocho apellidos vascos, catalanes o extremeños. O en los que se saben de memoria los nombres y apellidos de todos esos seres raros que protagonizan los programas de Telecinco. O en todos los que se pasan todo el año esperando esas fiestas a las que nunca he ido y a las que pienso que jamás iré: la Fallas, los Sanfermines, el Rocío... O en esa gente extraña que asiste al desfile de las fuerzas armadas en el Día de la Hispanidad, quizá para recordar que fue mediante el fuego y la violencia como se extendió la hispanidad por el mundo.

A veces me pregunto si mi amor por la siesta es razón suficiente para sentirme plenamente español. Porque la verdad es que me siento ajeno a casi todo lo que emociona a la mayoría de los españoles. Siempre aparezco en la barra pequeña del gráfico de las estadísticas. En las encuestas marco normalmente la opción de “Otros”. Casi nada de lo que me interesa sale en el telediario. No conozco a los artistas que aparecen en las listas de éxitos de Spotify ni a ninguno de los que recibieron un Grammy el año pasado. Y soy más de salir los jueves que los días festivos, y de viajar a las ciudades cuando los que viven en ellas las desalojan para ir a las playas.

Pero al contrario que a mi amigo, a mí no me importa. Me gusta vivir en un país que siempre miro con los ojos del recién llegado, en ocasiones incluso con la ingenua mirada del extraterrestre. Confieso que experimento cierto placer viviendo a contrapelo, caminando siempre en la dirección que se supone incorrecta, como Richard Ashcroft en el vídeo de “Better sweet simphony”, aunque yo siempre esquivo a los que vienen de frente y les dejo pasar, puede que para que no sean ellos los que me arrollen a mí. Y entretenimientos no me faltan. De hecho, mi principal entretenimiento yo diría que es España.


domingo, 8 de noviembre de 2015

El infierno de las actividades extraescolares

A comienzos de los noventa, en mis años universitarios, me ganaba la vida como podía. Durante el curso, una de mis fuentes de ingresos eran las clases particulares. Solía dar clases de sintaxis o latín, pero, como se trataba de sobrevivir a toda costa, si me salía cualquier otra cosa para la que me viera capaz, la aceptaba. Sin duda, el caso más curioso que tuve fue una madre pija que me contrató para que le transmitiera a su hija el amor por la lectura.

Vivían en un piso enorme por la zona de Diego de León. No recuerdo los detalles, pero sí que todo estaba impoluto –supongo que tenían servicio–, que era un piso moderno y sofisticado, con líneas rectas y muebles de diseño, y que la madre, una mujer aún joven y tremendamente atractiva, parecía diseñada para ir a juego con su casa. No así su hija, que desentonaba igual que una cagada de paloma en un vestido de novia. Aunque iba a verla por las tardes, en muchas ocasiones la encontraba aún con el uniforme del instituto de monjas. Creo que cursaba entonces segundo de BUP. No era guapa como la madre. Tenía cara de novicia amargada, la piel blanquecina, la mirada triste y el pelo siempre recogido en una cola de caballo.

A la chica sí le gustaba leer. Lo comprendí después de pasar con ella dos o tres tardes. No leía por falta de tiempo. O de fuerzas. Cuando un día me contó su rutina diaria, su vida me pareció un verdadero suplicio. Aparte del instituto, estudiaba guitarra clásica, una actividad que le absorbía muchas horas. Jugaba en un equipo de balonmano bastante serio que entrenaba varias veces a la semana. Formaba parte de un grupo de boy scout o algo así, puede que fuera una asociación cultural y recreativa de su colegio de monjas. Iba a clases particulares de inglés y, para colmo, tenía que soportar una vez a la semana a un tipo que le preguntaba si se había leído el libro que habían acordado la semana anterior. Un puto infierno.

Arrostré el riesgo de perder aquel pingüe beneficio y, después de una de mis clases, cuando fui a recoger el par de billetes crujientes que cobraba por mis servicios, se lo expliqué a la madre. Su hija no tenía ningún problema con la lectura. El problema era su apretada agenda, en la que la lectura no cabía ni metiéndola a empujones. No me despidió. Tampoco me entendió. Me dijo que de acuerdo y que se alegraba de que a su hija le gustara leer.

Durante los meses que seguí yendo a aquella casa, hasta el final del curso, no volví a mandarle a la chica que se leyera ningún libro. Le llevaba cuentos y los leíamos juntos en la hora que teníamos programada. Recuerdo sus ojos tristes y cansados y su expresión ausente escuchándome con estoica resignación mientras seguro que pensaba en las tareas de clase que aún tenía sin hacer o en la hora de guitarra clásica que tendría un poco más tarde. Pensé en dimitir y no lo hice porque me venían muy bien aquellos dos crujientes billetes que me llevaba cada semana por no hacer prácticamente nada.

Mi infancia y mi juventud fueron las antípodas de las de aquella pobre chica. Nunca fui a ninguna actividad extraescolar. Por precariedad, por pura miseria, esa es la verdad. En mi casa vivíamos con lo justo y aquellos gastos extraordinarios ni se planteaban.

Cuando yo iba a la escuela, creo que en mi pueblo los jóvenes podían hacer actividades extraescolares como piano, guitarra, baile o artes marciales. Yo nunca tuve envidia de los que iban a esas actividades. Puede que un poco más mayor me hubiera gustado aprender algo de música, pero entonces estaba totalmente feliz por no tener ninguna de aquellas obligaciones. No todos, pero algunos de los que iban a esas cosas lo hacían a regañadientes. Y mientras ellos entretenían la tarde con aquellas actividades programadas, yo hacía lo que me daba la gana. Normalmente leía libros y mortadelos, o jugaba con mis amigos en la calle, a veces al fútbol, otras, las mejores, a inventar juegos ingeniosos y fascinantes. En ocasiones vagaba por el pueblo con algún amigo o salíamos a las afueras a deambular por el campo. Si estaba solo, aparte de leer, veía la televisión, escuchaba música, escribía alguna historia o simplemente me quedaba mirando el techo mientras dejaba que mi pensamiento bogara a la deriva.

No saben mis padres cuánto les agradezco que, aunque fuera accidentalmente, me regalaran toda aquella libertad.

Los jóvenes de hoy, en general, me inspiran la misma tristeza que aquella pobre chica rica de Diego de León. Los imagino llegando a casa derrotados después de toda la mañana en el instituto, con el tiempo justo para comer y hacer a toda prisa las tareas, saliendo de casa atropelladamente para no llegar tarde a la academia de inglés, o al gimnasio, o a las clases particulares de música, o al entrenamiento con el equipo de fútbol, y sin apenas tiempo para jugar, para leer, para pensar, para soñar. Y luego pienso en sus padres y madres, esos seres amargados y abnegados que se pasan las tardes haciendo de chóferes de sus hijos e hijas para llevarlos a todas esas actividades que ellos imaginan que les hacen mejores padres y madres. Sorprendentemente, son estos padres que sobrecargan a sus hijos de actividades extraescolares los mismos que protestan porque llevan demasiadas tareas del cole. En muchos casos porque son ellos mismos los que, en su afán por ser los mejores padres del mundo, terminan haciendo las tareas de sus hijos.

No tengo hijos para poder demostrarlo, pero os prometo que si los tuviera, no los llevaría a ninguna actividad extraescolar a no ser que me lo suplicaran de rodillas. Y si cediera y accediera a llevarlos, tened por seguro que los desanimaría todo lo que estuviera en mi mano.

viernes, 28 de marzo de 2014

El suicidio de mi tesis doctoral

Hace unos quince años anduve elaborando un proyecto para mi tesis doctoral. Y supongo que las semanas que estuve dándole vueltas en mi cabeza y las dos tardes que pasé redactándolo lo tuve que hacer emocionado y dispuesto, condiciones muy necesarias para aventurarse en algo así. Se lo presenté a Fanny Rubio y estuvo de acuerdo en ser la directora de mi tesis. Recuerdo que se entusiasmó con el tema que propuse –aunque ahora que lo pienso puede que no fuera para tanto; era entusiasta por naturaleza–, aunque luego, antes de darme el sí, se puso seria y me preguntó si sabía dónde me estaba metiendo, si comprendía que una tesis requería mucho esfuerzo y dedicación, si estaba dispuesto a darme en cuerpo y alma a aquel proyecto. Le dije que por supuesto y a continuación, inconsciente y feliz, me fui corriendo a apuntarme a los cursos de doctorado.

No sabría decir a cuántas clases asistí. Tres o cuatro probablemente. Solo recuerdo dos. Dos y un trágico epílogo. Una de las clases que recuerdo fue con Marina Mayoral. Creo que la asignatura que nos iba a impartir era sobre el cuento en el siglo XX o algo así. En la primera clase nos dijo que en aquella asignatura nos dedicaríamos a analizar las técnicas narratológicas y los recursos expresivos propios del cuento actual, algo que no me hubiera parecido mal si no hubiera añadido que el objeto de nuestros análisis serían los cuentos que ella misma había escrito. Exclusivamente. Y esto lo dijo, sin ningún pudor, poniéndonos delante un libro de relatos que lucía en la parte superior el nombre de la autora, que no era otra que ella misma. No tardó en ponerse a leer un fragmento para comentarnos a continuación lo genial que había estado la autora, ella misma, a la hora de utilizar tal o cual recurso o de elegir con gran acierto esta o aquella estructura narrativa, etcétera. No podía dar crédito. No sabía si aquello era arrogancia o desesperación. Puede que simplemente estuviera frustrada por no tener muchos lectores y buscara a la desesperada una forma de animar las ventas.

La otra clase que recuerdo fue la última a la que asistí. Fanny Rubio, la misma que iba a dirigir mi tesis, se encargaba de darnos un curso sobre historia del periodismo español, una asignatura que me parecía muy interesante porque era un tema que apenas había tratado en la carrera. Además me gustaban mucho las clases de Fanny Rubio y era una reconocida experta en aquella materia. El problema que tenía Fanny Rubio es que a veces era un poco anárquica, errática y digresiva. No era algo que me molestara. Siempre me han gustado los paréntesis y las notas a pie de página, y los pensamientos que te llevan de un sitio a otro hasta que pierdes la ruta y no sabes ni adónde te diriges. Con Fanny Rubio era normal estar hablando de Fernando de Rojas y terminar comentando un estribillo de Joaquín Sabina. En aquella ocasión la exposición, que supongo que versaba sobre los inicios del periodismo español, desembocó por arte de birlibirloque en Antonio Gala, que por entonces había publicado varias novelas y estaba muy de moda. No sé por qué Fanny quiso saber qué pensábamos de sus novelas. Yo, que me había interesado por el fenómeno, acababa de leer La pasión turca. En aquellos tiempos todavía me esforzaba por terminar los libros que me disgustaban y este se me hizo especialmente tortuoso. Tan malo me parecía que lo rebauticé con el nombre de La tortura china. No tenía nada contra Gala. Me gustaba, por ejemplo, leer sus artículos, pero como novelista pensaba que no valía un pimiento, sobre todo porque todos sus personajes hablaban de una forma sofisticada y artificiosa, que no era ni más ni menos que la forma sofisticada y artificiosa con la que hablaba él. No sé por qué no metí mucha baza en aquel debate, que yo soy bocazas por naturaleza y me cuesta mucho morderme la lengua. El caso es que me aguanté, les dejé hablar y mis compañeros, que no serían más de siete u ocho, llegaron a la sorprendente conclusión de que era un novelista estupendo. Fue entonces cuando sucedió la tragedia. Escuchamos ruidos, carreras, no sé si algún grito y salimos del despacho en el que nos daban la clase a ver qué pasaba. Pronto lo supimos: un muchacho se acababa de tirar desde una de las plantas más altas del edificio.

Me asomé por una ventana y vi su cuerpo exánime estrellado sobre el techo voladizo del acceso principal. Estábamos en el edificio B de Filosofía y Letras de la Complutense, al que, cariñosamente, llamábamos la caja de cerillas, un edificio alto del que era difícil sobrevivir a poco que uno se esforzara en elegir la altura adecuada. Ver a un suicida me hizo pensar en mi propio suicidio. Lo primero que se me ocurrió fue un brochazo de humor negro. Pensé: “Chaval, no sé por qué has decidido acabar con tu vida. Al fin y al cabo tú no has tenido que escuchar lo que acaban de decir estos sobre Antonio Gala.” Entonces me puse a pensar en la engreída de la Marina Mayoral, en lo mal que lo había pasado leyendo La tortura china y en los compañeros cretinos que me habían tocado en suerte en los cursos de doctorado. Lo que vino después no supe o no quise evitarlo. Ni yo mismo lo sé. Dejé que mi tesis doctoral se arrojara por aquella ventana y no hice nada para impedirlo. La vi caer junto al cadáver de aquel pobre muchacho y me fui de allí sin despedirme de nadie.

Durante mucho tiempo me conté a mí mismo esta historia para convencerme de que una serie de circunstancias y signos agoreros inequívocos me habían disuadido de mi empeño de ser doctor. Ahora comprendo que no hice el doctorado ni nunca empecé mi tesis porque realmente no quería hacerlo. Estuve unos años más engañándome a mí mismo, diciéndome que en cualquier momento retomaría el proyecto. Luego pensé que aquel tema que había pensado para mi tesis ya no me entusiasmaba como antes. Finalmente me dije que solo haría el doctorado cuando encontrara un tema genial que me apasionara lo suficiente para hacer ese sacrificio. Ahora sé que ese tema no existe, que no hay nada que me atraiga de esa manera, que los que se especializan en algo me recuerdan a aquel trágico asno de Nietzsche, que arrastraba un peso que no podía llevar ni arrojar. Me gustan demasiadas cosas y sería incapaz de centrar mi atención solo en una. Y estoy convencido de que si alguna vez encontrara el tiempo suficiente para hacer un doctorado, terminaría malgastándolo escribiendo alguna novela o lo dedicaría a leer por fin, desde el primero al último, todos los Episodios nacionales de Galdós.

Supongo que a esto es a lo que se llama madurar.

sábado, 8 de marzo de 2014

Quedada

Esto de las movilizaciones ha llegado a normalizarse tanto que ya se queda para las manifestaciones como para unas fiestas patronales. El otro día intentaba buscar una fecha para quedar en Madrid con unos amigos que hace tiempo que no veo y salió la fecha del 22 de marzo. Nos venía genial y además coincidía con las Marchas de la Dignidad. De vicio. Son muchas las manifestaciones y huelgas que he compartido con estos amigos y la vida nos brindaba una oportunidad más para volver a disfrutar de ese derecho democrático que nos permite expresarnos libremente en las horas que nos digan y por las calles que dispongan los organizadores de festejos del Ayuntamiento. Si hace bueno, seguro que lo pasaremos fenomenal. Siempre me ha encantado pasear por Madrid y así, en estas manifestaciones multitudinarias, da gusto. Con las calles cortadas, como en los desfiles y en las procesiones, y sin que nadie se extrañe de que vayas cantando y gritando ripios en contra de los corruptos que nos gobiernan. Llevaremos silbatos para hacer más ruido y seguro que habrá tambores. Estas manifestaciones ya no son nada sin sus buenas charangas y batucadas. Al final del paseo, una vez saciado nuestro apetito reivindicativo, nos iremos de allí enseguida, que estas marchas son muy pacíficas pero al final siempre se lía. Porque hay alguien que quiere más o porque hay alguien que ya ha tenido suficiente, eso depende. Cuando es alguien que quiere más, suele ser algún cafre que, no contento con llevar un buen rato llamando hijos de puta a los policías, empieza a arrojarles piedras u otros improvisados proyectiles. Cuando es alguien que quiere menos, ese alguien suele ser de la policía, que también son personas, y tienen familia, y aficiones, y ganas como todo hijo de vecino de tener un sábado libre, y puede que a veces también terminen hartos de que les griten hijos de puta, que es mentira que lo sean. Cansadas están las putas de decir que ellas no los han parido. En fin, a lo que iba, que por lo que sea algunas veces los polis ya no pueden más y dan la orden a los agentes de paisano infiltrados en la manifa para que la líen y así tener una excusa para cargar, que si es la policía la que empieza a dar palos siempre hay algún tiquismiquis por ahí que pone alguna pega. Pero a esas alturas de la fiesta nosotros ya nos habremos ido y estaremos por ahí tapeando en alguna tabernita madrileña o zampándonos algún menú asequible. Por suerte, los que hemos quedado ese día mal que bien tenemos trabajo y podemos salir sin contar la calderilla un par de días al mes, y hasta permitirnos el lujo de hacer dieta de forma voluntaria si se nos antoja. En la sobremesa, echaremos un vistazo a la prensa digital para saber si ha habido palos o para echarnos unas risas con las cifras de asistentes que darán los diferentes medios. Seguro que con la de La Razón nos descojonaremos. Por la tarde, para redondear el día, a lo mejor vamos a ver alguna exposición, o a dar una vuelta por las tiendas del centro de Madrid para ver todas esas cosas que no podemos comprarnos. Va a ser un día genial, y no será raro que en la próxima convocatoria multitudinaria, ya sea marcha de la dignidad o marea del color que sea, volvamos a quedar. Yo que vosotros me apuntaba, que seguro que va a molar.

sábado, 8 de febrero de 2014

La suerte de ser intelectual

La palabra intelectual tiene ciertas connotaciones elitistas que no comparto. El diccionario, en principio, tampoco. Así se define en el DRAE: “Dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. Mi idea del intelectual no es elitista ni mucho menos pedante. Para mí un intelectual es aquel que invierte o pierde una parte importante de su tiempo en el estudio, la lectura, la escritura, el arte o el conocimiento, en mi caso, decididamente humanístico. Nadie ha descrito esta idea tan bien como José Luis Cuerda en Amanece, que no es poco, cuando Varela, un joven labrador, le dice a su amigo Morencos, que es labrador a la par que intelectual, lo siguiente: “Yo es que he pensado que a mí también me gustaría ser intelectual, como no tengo nada que perder. Mira tú, labras como todo el mundo, con la misma fuerza y sin torcerte, sigues siendo una persona sencilla, llevas dos o tres inviernos que ni un mal constipado, y si, además, se puede hacer lo que haces con la mujer del médico… Leer novelas sin estropearlas, decir glande, víscera, paradigmático… Pues no sé, chico, no sé, pero yo no le veo más que ventajas a esto de ser intelectual.”

A lo mejor alguien piensa que lo de los labradores intelectuales es una humorada de Cuerda, pero, como él mismo ha contado en varias ocasiones, muchas de las escenas que nos parecen disparatadas en algunas de sus películas están tomadas directamente del natural. Mi padre, sin ir más lejos, era un labrador intelectual como Morencos. Volvía del trabajo y, si no estaba en el bar rellenando crucigramas, andaba por mi casa con un libro entre las manos. Y en las temporadas que le daba por descuidar la labranza, se pasaba las noches insomnes leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, a la manera del famoso hidalgo manchego. Por suerte, lo de ser labrador no consiguió contagiármelo, pero sí su pasión por la lectura.

Y es ahora, en estos terribles tiempos de crisis, cuando más estoy dándome cuenta de la suerte que tengo de haberme hecho intelectual. En los malos tiempos puedes comprar pocos libros, es cierto, pero el intelectual no es el que compra libros, sino el que los lee, y las bibliotecas e Internet están abarrotados de libros, tantos que ni en varias vidas podrías dar cuenta de ellos. Y con el cine y la música, que suelen ser nuestras aficiones complementarias, pasa otro tanto de lo mismo. Por eso los tiempos de crisis no son tan duros para nosotros. Qué pena me dan todos esos que eligieron como hobbies los coches caros, las motos de gran cilindrada, los viajes sibaritas o los deportes costosos. Mientras ellos no saben qué hacer si no tienen un euro en el bolsillo, nosotros, los intelectuales, estamos tan felices en nuestro rincón, viendo una serie americana en streaming, escuchando un disco nuevo en Spotify o devorando un libro de bolsillo ictérico y descuadernado.

sábado, 18 de enero de 2014

El final de la crisis

Menos mal que al final todo esto de la crisis ha quedado en un susto. Cuatro o cinco años de apretarse el cinturón que se han pasado volando. Es cierto que muchos han perdido sus puestos de trabajo, sus casas, un montón de derechos sociales, gran parte de su nómina o sus ahorros, pero qué es todo eso a cambio de una España renovada que vuelve a ofrecer un sinfín de oportunidades a los inversores extranjeros. Todo lo malo que hemos tenido que soportar ha merecido finalmente la pena y probablemente, a la larga, nos enseñará una lección, no sé cuál, pero eso es lo de menos que alguna habrá.

Y lo bonito que ha sido el final de la crisis. Qué bonito, madre mía, y nos lo queríamos perder. Ni en nuestros mejores sueños nos podíamos haber imaginado algo así. Es cierto que al Gobierno casi se le va de las manos, que fue una torpeza imperdonable encomendarle al ministro De Guindos la misión de anunciar el final de la crisis. Delegar tamaña responsabilidad en un ministro que parece un personaje de Ibáñez con halitosis y olor a sobaquera no era, desde luego, lo mejor que se le podía haber ocurrido al esforzado gabinete de prensa de Rajoy, que cuenta entre sus muchos logros con innovaciones en el campo de las estrategias de comunicación tan epatantes como las ruedas de prensa a través de una pantalla de plasma. Afortunadamente el encuentro con Obama ha venido como agua de mayo para arreglar el desaguisado de De Guindos.

No sé si habrá sido por suerte o fruto de una decisión acertada –que cuando se toman tantas decisiones siempre hay alguna, aunque sea por una simple cuestión estadística, que sale bien–, pero es innegable el golpe de efecto que ha supuesto que Mariano Rajoy haya viajado a Estados Unidos a darle la buena nueva a Obama para que este pudiera felicitarle y bendecir su programa de reformas desde el despacho oval y con el marco incomparable de la Casa Blanca. Qué bonito todo: las fotos, los saludos, las inevitables sonrisas de dos personas que quieren hablar y no comparten la misma lengua. A destacar ese momento histórico en el que Obama y su homologuillo español intercambiaron regalos como muestra de amistad. Nuestro orgulloso presidente le hizo entrega de tres facsímiles de documentos históricos, a saber, una carta de Núñez de Balboa a los Reyes Católicos, una biografía de Colón y un mapa de la época del descubrimiento, y el líder omnímodo mundial, por su parte, le correspondió obsequiándole con una caja enterita y sin abrir de M&M’S, que ya sabéis que son geniales porque se derriten en tu boca y no en tu mano. Que habrá quien piense que hay un poco de desproporción, y puede que en cierta manera la haya, pero no olvidemos que Obama es el Premio Nobel de la Paz que decide los países del mundo que tienen que ser invadidos y Rajoy, el que manda las tropas sin rechistar.

Más allá de la belleza y significación de esta fastuosa reunión bilateral, lo importante es que el final de la crisis ya es oficial. Se ha acabado, es así, mal que les pese a algunos fanáticos de la izquierda radical y a los nostálgicos de la kale borroka, que ya no saben qué inventar para seguir liándola por un quítame allá esas pajas. No otra cosa debe de ser el revuelo que se ha armado por unos aparcamientos y un bulevar en un barrio de tres al cuarto de Burgos, una ciudad que, vista la catedral, comido el cordero asado y comprado el queso de marras, a casi todos nos importa un pimiento.

España va bien y punto. Y al que le pique que se rasque. Ahí están las cifras para restregárselas por los morros a los pesimistas y escépticos. No he mirado hoy la prima de riesgo, pero estaba bajando tanto estos días que seguro que ya nos sale a devolver. Y en la Bolsa el Ibex 35, sea lo que sea eso, sube como la espuma y no hay quien lo pare. A muchos grandes empresarios e inversores también les va fenomenal, lo que demuestra que el que quiere puede, y que a lo mejor tendríamos que aprender de su ejemplo y no estar todo el día que si las cifras del paro, que si los recortes en sanidad, que si los desahucios, que si la masificación en las aulas, que si la subida de la luz, que si la fuga de cerebros, que si la emigración de nuestros jóvenes y demás zarandajas. Qué fácil es quejarse por todo y no hacer nada para ayudar al país, que mucho protestar pero ninguno de esos que se pasan la vida de manifestación en manifestación abre una multinacional o invierte algunos millones de euros en bonos del Tesoro para ayudar a la economía nacional. De desagradecidos y antipatriotas está el mundo lleno.

España va tan bien que, tras esta pasmosa regeneración económica, solo nos falta una regeneración moral de igual calado. La nueva reforma educativa y el consiguiente impulso del estudio de la religión católica, la prohibición del aborto, la inyección económica que resucitará la fiesta de los toros y el escarmiento que habrá que darles una vez más a los vascos y a los catalanes devolverán a nuestra patria al lugar que le corresponde.

Aún no me he decidido a dejar mi semilla en este mundo, pero siento en estos momentos el impulso de hacerlo para, algún día, poder contar a mis hijos lo bonito que fue este momento. La salida de la crisis de principios de siglo quedará en mi memoria como otro de esos grandes acontecimientos que tuve la suerte de vivir, a la altura de otras gestas tan emotivas y épicas como la victoria de la selección española en el mundial de Sudáfrica, la conquista del islote de Perejil o la participación de Rodolfo Chikilicuatre en Eurovisión.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Tiempos de becas flacas

Para mi primer año de carrera, curso 1991-1992, recibí una beca razonable. Sobre todo porque iba acompañada de un extra de 200.000 pesetas en concepto de “ayuda compensatoria” o algo así. Era un complemento que recibían las familias con rentas muy bajas. En el curso siguiente, me volvieron a conceder la beca, pero, de forma totalmente inopinada, me denegaron la ayuda compensatoria. Lo mismo le sucedió a mi hermana mayor. Nuestra situación económica no había cambiado y tampoco las condiciones en la solicitud de becas, así que no nos quedó más remedio que reclamar. Sabíamos además que a otros estudiantes con declaraciones de la renta más abultadas que la nuestra se la habían mantenido.

Unos meses más tarde mi hermana y yo recibimos sendas contestaciones que decían lo mismo: nos denegaban la ayuda compensatoria por el “artículo WX2345” o algo así. Me invento el nombre porque no conservo el documento, pero recuerdo que era un código que nos dejó como estábamos. Mi hermana se pasó por las oficinas que a tal efecto tenían para atender a los estudiantes y nadie de los que trabajaban allí supo explicarle que significaba aquella respuesta ni mucho menos qué artículo era aquel. O al menos eso fue lo que le dijeron. Por eso unos días más tarde tuve que ir yo, y lo hice dispuesto a enfrentarme a quien hiciera falta para saber qué hostia estaba pasando con nuestras becas.

El primer funcionario que me atendió repitió la misma cantinela que le habían endosado a mi hermana, pero yo no me rendí y dije que no me iría de allí hasta que alguien me explicara qué significaba aquella críptica respuesta que ni ellos mismos entendían. Después de una larga espera, se dignó a atenderme, probablemente para que me fuera de una puta vez, la responsable de todo aquello. No recuerdo su cargo, pero sí la sensación de que me atendía la que más mandaba en aquellas oficinas. Así me lo pareció por el despacho al que me invitó a entrar y por los ademanes de suficiencia que exhibía. Seguro que la memoria me traiciona, pero la recuerdo como una pija repintada y repeinada, alta, de unos cuarenta y pico años, que me miraba con desdén y prepotencia desde detrás de un enorme escritorio y con las posaderas cómodamente asentadas en una silla ergonómica.

Al principio de nuestra entrevista intentó despacharme con evasivas y vaguedades, quizá esperando que su cara adusta y su despacho de funcionaria de alto rango me amedrentaran. Pero yo tenía que encontrar una salida a aquella absurda situación kafkiana y le exigí que me explicara qué significaba lo del “artículo WX2345” o como demonios se llamara. No me iba a ir de allí, le dije con actitud pasiva-agresiva, hasta que me dieran una respuesta convincente. La cabreé. Y estuvo bien porque fue entonces cuando me dijo la verdad. No sé en el resto de España, pero en Madrid, me confesó, le habían quitado la ayuda compensatoria a todos los hijos de trabajadores autónomos. A todos. Según me explicó, tenían que recortar por alguna parte y habían llegado a la conclusión de que los autónomos eran unos sinvergüenzas que mentían en sus declaraciones de la renta.

Me indigné, claro, y le dije que aquella decisión era un disparate, una injusticia y, sin lugar a dudas, algo ilegal, y que mi padre no tenía la culpa de ser agricultor. Ella me espetó, tras observar detenidamente los papeles que había entregado y mirarme como se mira a una mierda de palomo que te ha manchado el traje, que era imposible que una familia de cinco miembros viviera con la miseria que declaraba mi padre y que, por lo tanto, mentía. Lo primero era cierto, pero lamentablemente lo que había en la declaración de la renta era la pura verdad. Ahí no aparecía, como es obvio, lo que mi hermana y yo, en b y en a, ganábamos por ahí. Pero no había nada ilegal. Nosotros ganábamos tan poco que no estábamos obligados a hacer la declaración de la renta.

Como yo sabía que mi padre no mentía, me llevaron los demonios. Creo que perdí un poco la compostura y que le solté, con toda la impertinencia de la que fui capaz, que ella no sabía lo que nosotros teníamos que hacer para sobrevivir, si dábamos clases particulares, si pedíamos por las calles, si teníamos que prostituirnos. La muy puta me dijo entonces que en ese caso le estaba dando la razón y que en nuestra declaración se ocultaban ingresos. Yo no estaba seguro de si era cierto porque entonces no sabía mucho de temas de Hacienda, pero lo que sí sabía era que aquella era la declaración de mi padre, que era la única que había en mi casa, y que cumplía todos los requisitos para la ayuda compensatoria. Y es más, si hubiéramos sumado todos nuestros ingresos, también los habríamos cumplido.

Cuando comprendió que no me iba a ir sin más, me lanzó un órdago. Si me atrevía, me propuso con tono amenazante, mandaría a mi casa una inspección de Hacienda para comprobar si era verdad que disponíamos de tan pocos ingresos. Si encontraban el mínimo error, dijo, nos quitarían el derecho a recibir cualquier tipo de beca durante el resto de nuestras vidas.

Acepté el órdago y salí de allí victorioso, aunque un poco preocupado. Mi padre no escondía millones debajo de ninguna baldosa, pero siempre podía haber cualquier error absurdo, cualquier omisión insignificante que les diera la razón. La suerte estaba echada.

Lo que pasó después no me lo esperaba. No fueron. La hija de puta no mandó a mi casa ninguna inspección y tuve que volver meses más tarde para preguntar qué pasaba. El funcionario de turno me dijo que no había ninguna actuación pendiente con nuestras becas y que si queríamos un último recurso teníamos que ir a un juicio contencioso-administrativo.

No me atreví ni quise meterme en líos de abogados. Y nunca recuperé la ayuda compensatoria, ni siquiera cuando un año más tarde murió mi padre.

Lo que hice fue trabajar más e intentar salir adelante como pude, con y sin contrato, en a y en b, en la hostelería, en la construcción, en el campo, dando clases particulares… De milagro no tuve que pedir por las calles u ofrecer mi culo al mundo de la sodomía de pago

Ignoro qué podrán hacer hoy los estudiantes que estén en una situación parecida y se queden sin beca, o que no puedan hacer frente a unas tasas que se han multiplicado por dos, o que no encuentren ni trabajos de mierda con los que sobrevivir, y si los encuentran, que estén tan mal pagados que no les permitan llegar a fin de mes ni a dieta perpetua de macarrones con tomate. Pero lo que tienen que saber es que los políticos no les van a ayudar, o les van ayudar lo justo para engañar al electorado, lo justo para no gastar mucho dinero. En mis años universitarios se supone que las becas eran mejores y la mía ni siquiera alcanzaba para pagar el alquiler de la habitación que compartía.

Ahora gobierna el PP, pero no creo que el PSOE lo hiciera mucho mejor. Yo estudié en los últimos años del felipismo, que también tuvieron lo suyo, y las medidas que tomaron entonces, aunque no tan drásticas como las actuales, tenían un tufo muy parecido. Durante el curso 1993-1994 tuvimos que hacer varias huelgas y numerosas manifestaciones por la subida de las tasas universitarias. No era una subida tan terrible como la de hoy, pero nos soliviantó mucho que el gobierno socialista dijera que era una decisión que pretendía evitar la masificación en la universidad, así, tal cual. Puede que entonces empezaran a ver como una amenaza que tantos hijos de obreros, agricultores y pequeños empresarios abarrotáramos las aulas universitarias.

En aquellos años aprendí que el PSOE estaba muy lejos de ser un partido socialista y que probablemente no podría serlo ningún partido que llegara al poder. El dinero siempre es de derechas. Y más, si cabe, cuando escasea.

miércoles, 17 de julio de 2013

La canción de Juan Perro

Cuando tenía catorce o quince años me apasionaba la música pop. Como no tenía dinero para comprar discos, tenía que conformarme con lo que unos y otros me grababan en cintas TDK, y TDK cuando mi economía estaba boyante, que a veces me tenía que apañar con las marcas cutres que vendían en el mercadillo. La piratería no es algo nuevo y la alimenta siempre la necesidad.

A mi hermana mayor le cogía lo que tenía, sobre todo cantautores y grupos poperos como Mecano o los Pecos. Un día un amigo suyo le grabó una cinta de un grupo que se llamaba Radio Futura y me la pasó. Me dijo que eran los que cantaban lo de la escuela de calor y creo que me sonaba de algo. En aquella casete el compilador, que era un tipo meticuloso, había grabado los mejores temas del grupo respetando el orden cronológico de edición de los álbumes: “Música moderna”, “La ley del desierto / La ley del mar” y “De un país en llamas”. Y entre medias de los dos primeros discos no se había olvidado de meter “La estatua del jardín botánico”, que se había publicado como single.

En la primera escucha me quedé un poco descolocado porque el conjunto era desconcertante. Como poco parecía el trabajo de dos grupos distintos. Al principio había algunas canciones muy poperas y divertidas (“Enamorado de la moda juvenil”, “Divina”…) y luego, desde el momento en el que empezaba a sonar la batería de “La estatua del jardín botánico”, los temas se iban volviendo más oscuros. Después de “La escuela de calor” me daba la sensación de que el grupo se había echado a perder, o al menos de que se había vuelto un poco raro.

Durante un par de meses me puse la casete a todas horas, aunque la quitaba cuando se terminaba “Escuela de calor”. Llegó un momento en que estaba tan harto de escuchar todo el rato las mismas canciones que la dejé correr. Y empecé a fijarme con mayor atención en los temas que venían a continuación: “La ley”, “Oscuro affaire”, “Semilla negra”, “No tocarte”, “El tonto Simón”, “Han caído los dos”… Me pregunté entonces cómo no me había dado cuenta en las primeras escuchas de lo buenas que eran aquellas canciones, mucho mejores sin duda que las del primer trabajo del grupo, que tanto me habían deslumbrado en un principio. En la evolución de Radio Futura me llamaban mucho la atención los ritmos, los arreglos sorprendentes de algunos temas –especialmente en el álbum “De un país en llamas”–, la voz de Santiago Auserón y, claro, las letras, esas letras, muchas veces extrañas y misteriosas, que podías escuchar una y otra vez sin terminar de entender bien y sin dejar de descubrir nuevos significados en cada nueva escucha.

Ahora sé que fue entonces cuando mis gustos musicales empezaron a madurar y a crecer.

Recuerdo que con quince años mis amigos se dividían musicalmente en tres grupos: los que escuchaban tecno pastelero y los insufribles refritos del Max Mix, los que lo flipaban con el “Tubular bells” de Mike Oldfield y los jevis, que nunca lograron convencerme a pesar de lo sugerentes que resultaban sus barrocas y monstruosas portadas, y especialmente las tías buenas que pululaban por todos sus vídeos. Yo, que picoteaba de todo un poco y no me quedaba en ningún sitio, por ubicarme en alguna parte empecé a decir que mi grupo favorito era Radio Futura. Por eso, cuando se publicó “La canción de Juan Perro” –hace ahora 25 años–, yo ya era un fan convencido y militante, que le grababa cintas a todo el que decía que no conocía al grupo o a los que lo acababan de descubrir y no tenían sus primeros discos.

Tardé todavía un tiempo en comprarme los originales. De hecho, las primeras canciones de “La canción de Juan Perro” las conseguí grabando programas de radio. La primera fue, curiosamente, la enigmática “Lluvia del porvenir”, que ni siquiera fue single. Luego creo que vino “37 grados”. Unos meses más tarde empecé a trabajar y fui encargando poco a poco todos los originales a Discoplay. Su revista era el único contacto con el mundo discográfico que se podía tener en un pueblo como el mío. Con las casetes originales aprendí los nombres de los miembros del grupo: Santiago Auserón, al que ya había visto alguna vez en “La bola de cristal”, Luis Auserón, que tocaba el bajo –creo que fue entonces cuando aprendí lo que era un bajo sin sospechar que años más tarde aprendería a tocarlo–, y Enrique Sierra, que era el punk, el excéntrico, el raro, y por lo tanto uno de los que más molaban.

Hacerme fan de Radio Futura fue una suerte. Siguiendo su estela encontré multitud de caminos que me ayudaron a descubrir nuevos territorios musicales, como el punk, el rhythm and blues, el reggae, la rumba, la música latina, el soul, el funk… Muchos de los grupos que me marcaron en aquella época los conocí directa o indirectamente gracias a ellos: The Clash, The Doors, Bob Marley, Marc Bolan, David Bowie…

Para celebrar el 25 aniversario de “La canción de Juan Perro” se ha reeditado el álbum con gran cantidad de material extra, y es una suerte, sobre todo por las grabaciones inéditas que han visto la luz. A mí me produce un poco de nostalgia, no solo por acordarme de mi ingenua adolescencia, sino también porque me doy cuenta de que hubo un tiempo en el que la industria discográfica española apostó por grupos difíciles y valientes, que llegaron a un público amplio ofreciendo propuestas arriesgadas. Hoy se hace prácticamente imposible que algo así vuelva a suceder. Por una parte, tras el derrumbe de la industria discográfica, solo se han mantenido en pie las propuestas más simples y convencionales que aspiran a agradar al público menos exigente. Por otra, tenemos un gobierno totalmente incapaz de valorar la cultura y que –en gran medida por rencor y despecho hacia los artistas que son críticos con su partido– ha torpedeado la industria cultural con impuestos demoledores al mismo tiempo que ha aumentado las subvenciones a los toros para que los jóvenes no se sigan alejando de los ruedos.

Pasa con la música lo mismo que con los programas de televisión. Se dice que se publica música facilona y frívola porque es lo que la gente quiere, pero la realidad es que la gente consume esa música porque es la que única que ofrecen los grandes medios de comunicación. Radio Futura demostró que el rock en español podía ser una apuesta de futuro y que no había que menospreciar al público ofreciéndole únicamente pienso cultural del más barato.


jueves, 15 de noviembre de 2012

Piso compartido


Durante muchos años compartí piso en Madrid. Fueron unos años de mucho trajín, especialmente en mi época de estudiante. Por una u otra razón siempre andaba cambiando de piso o de compañeros, algunos de ellos tan disparatados como entrañables.

Sin mitificar ni mixtificar el pasado, fueron tiempos muy divertidos. Pero no siempre y a todas horas. Después del cachondeo y las risas había que convivir y respetar el descanso o el trabajo de los otros, y había que pagar las facturas y el alquiler, y, especialmente, había que limpiar. Y cuando alguno no cumplía con sus obligaciones, la cosa dejaba de tener gracia.

Por eso en nuestro pequeño y a veces absurdo micromundo tuvo que entrar la ley y el orden en forma de correctivos y multas. Las más habituales eran las de limpieza. A veces tan laxas que hubo que cambiar la legislación en sucesivas reformas. Siempre para endurecerla, que había quien prefería pagar la multa a limpiar.

Con esos pequeños ajustes conseguíamos que las multas fueran efectivas y sirvieran para que cumpliéramos religiosamente con la limpieza semanal, que nunca hubo afán recaudatorio en nuestras penalizaciones. Eso por regla general. Algún compañero caradura tuve que se las ingenió para burlar las sanciones y no cumplir con su tarea. Por ejemplo, sustituyendo la limpieza semanal por una simulación en la que lo más normal era que la mierda terminara debajo de los sofás y de las alfombras.

Por culpa de uno de estos caraduras en una ocasión tuvimos que convocar el Consejo de Estado del piso, que ya se sabe que una puta jode a un pueblo entero. En aquel cónclave acordamos soluciones drásticas y castigos ejemplares para los reincidentes o para aquellos que hicieran al resto alguna putada de las gordas. A ver, no era lo mismo que alguien no limpiara y que en los bajos del sofá hubiera un universo paralelo con seres monstruosos e inquietantes que ir a llamar por teléfono y descubrir que nos lo habían cortado, y más si era porque el compañero que tenía que ir a pagar la factura se había gastado el dinero del teléfono en una fiesta loca de fin de semana. Putadas como esas merecían un castigo de dimensión inquisitorial.

El eslogan de la campaña que por entonces tenía la DGT en la televisión nos sirvió de inspiración: “Las imprudencias se pagan. Cada vez más”. Desde ese día quien hacía una “imprudencia” en perjuicio de la comunidad se arriesgaba a que se reuniera un consejo de guerra para juzgarle y condenarle de forma sumarísima. Otro día contaré las imaginativas condenas que tuvieron que padecer los que osaron sobrepasar las líneas rojas que acordamos entre todos.

Yo era de los que no solía saltarme las normas, con la excepción de algún que otro retraso sin mucha importancia en la limpieza semanal. Ya entonces era un tipo responsable, aunque no muy exigente. Tampoco creáis que andaba pasando el algodón como el mayordomo del anuncio y persiguiendo a mis compañeros de piso como si fueran mis siervos. Ni quería vivir en un palacio impoluto ni en una asquerosa pocilga. Resumiendo, que era poco exigente, pero de los que se mosqueaban si alguien no cumplía los mínimos.

Que te toque en suerte el rol de responsable en una comunidad es una putada, pero los que somos así normalmente no podemos evitarlo. Hasta que un día te hartas y lo mandas todo a hacer puñetas. Porque los que somos responsables no somos gilipollas y da mucho por culo ver cómo hay otros que no cumplen con las normas y viven tan ricamente, felices y despreocupados. Es entonces cuando te das cuenta de que eres un pringado y piensas, joder, por qué tengo que estar yo preocupándome por todo y comiéndome la cabeza. A la mierda todo, a la mierda y que le den. Me cago en el día en el que se repartieron los papeles y me tocó el de policía, que no tengo yo por qué estar diciéndole a nadie lo que tiene que hacer.

Esto sucedió varias veces, pero recuerdo especialmente una. Uno por uno, todos los compañeros de piso, fuimos dejando de hacer nuestra parte de la limpieza semanal. Pues si este no limpia, yo paso. Pues que os den, yo tampoco limpio. Pues muy bien, a tomar por el puto culo.

Los suelos estaban tapizados de mierda y pelusillas. Una pátina de polvo cubría todos los objetos, con la excepción de los ceniceros, que apenas se veían debajo de las montañas de colillas. Sobre las baldosas del cuarto de baño una sustancia viscosa hacía que las zapatillas se pegaran en el suelo a cada paso. El inodoro, de un color indeterminado, desprendía un olor nauseabundo. Los churretones del espejo apenas te mostraban el trocito justo de cara para poder afeitarte. En las habitaciones, la ropa, los libros y los desechos de cualquier tipo estaban desperdigados por todas partes. Y tanta mierda se llegó a acumular en el suelo de la cocina que me planteé seriamente ararlo y sembrar unas patatas. Los cacharros colmaban el fregadero y solo recibían un chorro de agua de urgencia cuando había que usarlos y no quedaban otros por ensuciar. Las bolsas de basura, rodeadas de escuadrones de afortunadas moscas que al fin habían encontrado la tierra prometida, se amontonaban en un rincón sin que nadie quisiera ser el rajado que echara a perder nuestro prometedor e imparable complejo de Diógenes.

Aguantamos lo que pudimos en aquella insalubre situación. Y aunque durante unos días ver cómo se acumulaba la mierda nos hizo cierta gracia llegó un momento en el que no pudimos más. Así fue como, antes de que tuviéramos que llamar a alguna ONG para pedir que nos vacunaran contra la malaria y el tifus, volvimos a reunir el consejo de Estado.

Como nadie quería limpiar aquel estropicio porque todo el mundo culpaba a los demás de lo que había sucedido, decidimos jugarnos a las cartas la limpieza. Hicimos un campeonato de mus y afortunadamente hubo justicia y perdió el que había empezado con todo aquello. Pero no importa la solución coyuntural de aquel desastre, sino que después volvimos a retomar el orden y las multas, y comprendimos que estaba bien ser responsables en la parte que nos tocaba de nuestra pequeña sociedad, y que teníamos que esforzarnos para que aquello no volviera a suceder.

Se me viene a la cabeza todo esto porque veo cómo nuestra sociedad se va a la mierda y, a pesar del éxito de las manifestaciones de ayer, me doy cuenta de que muy poca gente se esfuerza para evitarlo.


Hasta hace poco participaba en todas las huelgas que se convocaban, pero ya me he cansado. Para mucha gente la de ayer ha sido su segunda huelga en los últimos años. En el sector de la educación de Castilla-La Mancha la de ayer era una huelga más que se sumaba a todas las que llevamos. Y reconozcámoslo, el seguimiento de las huelgas en mi comunidad autónoma es muy bajo, incluso en educación, un sector de los más castigados por los recortes. Nada tiene que ver lo que pasa en Toledo, que es donde vivo, con lo que pasa en Madrid o Barcelona, que son esos lugares donde pasan cosas que luego echan por la tele. Esa ha sido la razón de mi renuncia. Cada vez que hacía huelga y veía el poco seguimiento que tenía y que mis sacrificios eran inútiles por la inconsecuencia de mis compañeros, me frustraba, me cabreaba y me juraba a mí mismo que era la última vez. Y esta vez ha sido en serio. Que les den a todos. Si esto es lo que quieren, estupendo. Estoy harto de ser el responsable, sobre todo cuando hay muchos otros que tienen mucho más que perder que yo. Y si a ellos no les importa nada vivir en esta sociedad de mierda, a mí, sinceramente, tampoco.

A lo mejor solo es cuestión de dejar que la mierda se siga acumulando hasta que llegue un momento en que no podamos respirar. Entonces tendremos que hacer algo. Todos juntos. O al menos la gran mayoría.

Sé que esto suena a excusa por no haber hecho la huelga de ayer. Nada más lejos de mi propósito. No me siento obligado a justificarme ante los demás. He pensado en no escribir sobre esto en mi blog y he llegado a la conclusión de que no hacerlo sería como si me avergonzara de mi decisión. Y si otras veces he contado aquí mi participación en huelgas, creo que es justo hacerlo también en este caso.

La única pretensión de este post es explicar el hastío que me produce ver que somos siempre los mismos tontos los que vamos a las barricadas mientras los otros echan por tierra todos nuestros esfuerzos. Sé que ahora parece que soy yo el que está en el bando de los esquiroles, y es verdad, y de alguna forma me jode –no creáis que ayer me sentí a gusto trabajando-, pero en el otro bando, el de los idealistas, hace tiempo que me siento ridículo. ¿Que me estoy haciendo mayor? Eso sí es posible. No lo niego.

He publicado estos pensamientos a toro pasado porque no quería convencer a nadie de mi postura. Puede que no sea la mejor. Solo sé que es la mejor para mi estado de ánimo actual. Tampoco quería que Alicia, mi mujer, que no está nada de acuerdo con mi decisión de no hacer huelga, o mis amigos progres e idealistas, que son los más, me echaran la bronca por desmotivar a los huelguistas, que tienen todo mi respeto y mi admiración.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Leaving La Mancha: Mi padre y la muerte


Pronto será el vigésimo aniversario de la muerte de mi padre. Ha sido tiempo suficiente para que en mi cabeza haya dejado de ser una persona y se haya convertido poco a poco en personaje. Le odié y le quise a partes iguales, y a veces le tuve miedo, pero hoy sé que algunas de las cosas buenas que me quedan me las dejó él. Sobre todo dos: su sentido del humor y el desprecio que sentía por la muerte. Ambas cosas están relacionadas. No sé dónde leí una vez que el humorismo nace de reírnos de la muerte. También, añadiría yo, de reírse de uno mismo. Eso también me lo enseñó él.

Mi padre fumaba cada día cuatro o cinco paquetes de Celtas Cortos sin boquilla. Descarto la posibilidad de que intentara batir un récord porque no tengo constancia de que nunca se lo comunicara a los de los Guiness. Así que no me parece disparatado suponer que se estuvo suicidando lentamente. Su padre, mi abuelo, había muerto con 53 años por culpa del tabaco y sabía bien cuáles eran las consecuencias. A veces empezaba a toser y no podía parar. Eran unas toses convulsas, cavernosas, llenas de flema, de baba y de muerte, y cuando conseguía apaciguarlas, decía sonriendo: “Y yo la suerte que tengo, que sé de lo que me voy a morir”.

Puede que fumar –o no renunciar a hacerlo- fuera la única forma que le quedaba para expresar su rebeldía después de una vida triste que nunca le había dado nada. Ya entonces había muchas voces que clamaban en contra del tabaco y a mi padre nunca le gustó que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Si no se hubiera muerto hace veinte años, lo hubiera hecho el día que prohibieron fumar en los bares, que era donde pasaba la mayor parte del tiempo. Alguna vez algún muchacho me dijo que mi padre era un borracho porque se pasaba el día en el bar. Supongo que es algo que se lo habría escuchado a sus padres. Ya sabéis, la mierda de los pueblos. Mi padre era prácticamente abstemio y en el bar solo bebía café con leche.

A mí padre le gustaba mucho hablar de la muerte. Cuando estaba de buenas era muy divertido. Contaba chistes, algunos de fantasmas y cementerios, y a veces hablaba, entre burlas y veras, de su propia muerte. Lo recuerdo explicándonos cómo le gustaría que fuera su entierro. Él hubiera querido que arrojaran su cadáver a los perros o a los lobos para que lo devoraran. Éramos pequeños y disfrutaba impresionándonos. Aquello además le daba pie para decirnos que él no pensaba que su cadáver tuviera ninguna importancia porque ya no sería él. Y un montón de carne sin vida para lo único que podía servir es para alimentar a otros animales y que el ciclo de la vida continuara su curso. Ahora sé que la idea se la robó a Diógenes, el filósofo cínico. Ya os conté alguna vez que le apasionaban los cínicos y, sobre todo, los estoicos: Epicteto, Marco Aurelio y Boecio fueron siempre sus lecturas de cabecera. Son lecturas muy recomendables para no tener miedo a la muerte.

También le hubiera gustado que lo enterráramos en alguna de sus tierras, en el campo, sobre la tierra, sin paredes de cemento ni cajas de roble. Para que se lo comieran a gusto los gusanos. Yo, que era pequeño y había visto eso en las películas, le decía que si él quería, lo haríamos. Entonces me explicaba que estaba prohibido, que solo se permitía enterrar cadáveres en los cementerios. Lo decía con disgusto porque, como me pasa a mí, no terminaba de entender muchas de las estúpidas normas que imponen las leyes de los hombres.

Así que, como las dos formas de deshacernos de su cadáver eran irrealizables, o al menos ilegales, terminaba aceptando que iría, como todos, a la carretera de Villacañas, que es donde está el cementerio de mi pueblo, y añadía que si queríamos hacer un entierro a su gusto solo teníamos que hacer una cosa: evitar que fuera católico, nada de misas ni de curas ni de rezos. Y si teníamos dinero, podíamos contratar a la banda de música para que acompañara al cortejo. Pero no quería ni réquiems ni marchas fúnebres. Prefería pasodobles y de los más alegres. Esto último lo decía por hacer la broma, que bien sabía él que la condición que ponía difícilmente se iba a dar: tener dinero.

Murió como había vivido: solo y rodeado de gente. Fue a Toledo a unas revisiones médicas y sufrió una especie de colapso que lo derribó en mitad de la calle. Creo que pasaba mucha gente, incluso una médica que pudo atenderle en el momento, aunque no sirvió de nada. Ingresó cadáver en el hospital, que estaba a tiro de piedra. Tenía cincuenta y dos años.

La forense que le hizo la autopsia nos dijo que había muerto por culpa del tabaco. Todos sus órganos estaban tan envejecidos como si fueran de un hombre de setenta u ochenta años. Yo creo que él sabía que se moría. No sabía que iba a ser aquella mañana de primavera en la que cayó fulminado en mitad de una calle de Toledo, pero sí de forma inminente. Eso explicaría que vendiera una tierra pocas semanas antes de su muerte en contra de nuestro consejo y sin ninguna razón aparente.

Los últimos años de la vida de mi padre habían sido un infierno. Los problemas mentales se le habían agravado y su vida se había convertido en un calvario. Nunca encontraron la medicación adecuada para estabilizarlo y dejarlo como era. Cuando murió, pensé que su entierro venía a hacer oficial la muerte que había sufrido un año antes, cuando lo ingresamos en el psiquiátrico y nos devolvieron a un hombre que parecía mi padre y, sin embargo, no lo era. Se notaba sobre todo porque el hombre que salió de allí no tenía ningún sentido del humor.

Cuando murió mi padre, yo tenía veintiún años y no me costó mucho esfuerzo convencer a mi madre y a mis hermanas para que hiciéramos el entierro como él hubiera querido, con banda de música y todo, porque por primera vez, y gracias a su previsión, había algo de dinero en mi casa.

Fue un entierro muy sonado, no sé si más por la banda de música que tocaba pasodobles o por no haber pasado por la iglesia. Muchos nos pusieron a parir por haberle hecho un entierro laico. Creo que no se recordaba otro igual. Ya sabéis, la mierda de los pueblos.

Puede ser que por todo esto a mí también me guste bromear con la posibilidad de una muerte prematura. Lo hago de vez en cuando y mi mujer se cabrea mucho. A mí, sin embargo, me alivia no tener muchas expectativas y paradójicamente me invita a disfrutar de la vida.

Me gustaría morir como murió mi padre. No con su misma edad, sino en sus mismas circunstancias. Creo que murió cuando su vida había dejado de tener sentido. Coincidió la decrepitud de su organismo con la pérdida de su cabeza y la falta de metas en su trayectoria vital. Lo mejor que le podía pasar era morirse y tuvo suerte.

Hoy algunos de mis paisanos, como cada año, nos estarán criticando porque la lápida de mi padre será de las pocas que no estará limpia. Tampoco verán bien que no haya ninguna flor sobre ella. Ya sabéis, la mierda de los pueblos. No se dan cuenta de que ahí no está mi padre y de que ni siquiera es esa la tumba que él quería.