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miércoles, 8 de marzo de 2017

Cuentos con moraleja: Los esclavos y la libertad

Un hombre que era dueño de varios esclavos los mandó llamar y les dijo:
    –He decidido concederos la libertad.
Los esclavos encajaron mal la noticia y el hombre no entendió sus caras de disgusto. Uno de los esclavos habló en nombre de todos:
    –Es que así no puede ser. La libertad la tenemos que conseguir nosotros. Si tú nos obligas a ser libres, ya no somos libres de elegirla.
    –Bien, de acuerdo, lo entiendo. Decidme entonces si queréis que os dé la libertad o no. Pedídmela vosotros y os la concederé.
El enfado de los esclavos fue en aumento:
    –¡Pero no nos puedes dar órdenes!
    –¡Así nunca podremos ser libres!
    –¡Somos nosotros los que debemos decidir cuándo y de qué manera!
    Ni los esclavos ni su amo fueron capaces de solucionar aquel malentendido y el conflicto terminó en una guerra larguísima, una guerra en la que los contendientes llegaron a olvidar la razón por la seguían luchando.


Siempre que pienso en los problemas que nuestra sociedad tiene para llegar a la emancipación femenina o a la liberación total de la mujer, me acuerdo de esta historia, y hoy me ha parecido un buen día para contarla. Para un hombre, opinar sobre este tema es terreno resbaladizo y peligroso. Esa es la razón por la que no suelo atreverme. No quiero parecer como esos hombres que se declaran abiertamente feministas y de forma condescendiente y paternalista les conceden a las mujeres, al menos de boquilla, el derecho a ser iguales. La condescendencia y el paternalismo implican siempre un podio más elevado, y no me parece un buen punto de partida para llegar a la igualdad que uno de los bandos se sitúe en un plano superior.

Por eso estoy convencido de que deben ser las mujeres, de que debéis ser vosotras las que tenéis que poneros a la altura de los hombres, a nuestra altura, y ocupar el espacio que os corresponde sin necesidad de esperar a que os demos ningún tipo de autorización. Nosotros no podemos concederos lo que solo vosotras, por vosotras mismas, podéis conseguir.

Después de al menos cien años de lucha, es bastante desolador ver que en los países occidentales –de los otros mejor no hablamos– las mujeres aún no se han liberado de las obligaciones que la sociedad heteropatriarcal les ha impuesto. Vivimos en un mundo en el que un puñado de feministas gritan mucho en las barricadas mientras son legión las que, en mayor o menor medida, se siguen resignando a cargar con esas imposiciones. Quizá todo se acabe el día en el que todas, o al menos la mayoría, lo tengan claro. Ese día poco importará lo que pensemos los hombres.

Y aquí lo dejo, que seguro que a estas alturas, como el amo de los esclavos, ya he metido la pata en algún punto y hay por ahí alguna feminista que se está cabreando mientras lee estas líneas. Hoy, para variar, no es mi intención meterme en ningún lío, y menos con las feministas, que de alguna forma me imponen mucho respeto. Tenía este cuento en la cabeza y no he podido evitar contarlo.

domingo, 16 de agosto de 2015

Cuentos con moraleja: Los ciegos y el elefante

Hoy me viene a la memoria una historia oriental, probablemente de la India, que recoge Jean-Claude Carrière en El círculo de los mentirosos. Como tengo por costumbre en mis Cuentos con moraleja, no copio, sino que recreo mi propia versión con lo que recuerdo:

Un rey recorría su país y llegó a un pueblo que estaba habitado únicamente por ciegos. El rey viajaba a lomos de un elefante y pronto la noticia corrió de boca en boca. En aquel pueblo nunca habían oído hablar de ese animal y les entró la curiosidad por saber cómo era.
    Tres ciegos del consejo de sabios del pueblo se acercaron a saludar al rey, que los recibió amablemente, y, tras charlar un rato con él y ofrecerle su hospitalidad, le pidieron que les dejara acercarse al elefante. El rey no tuvo ningún problema en concederles lo que querían.
    Cuando los tres ciegos regresaron de ver al rey, hubo una asamblea a la que acudieron todos los vecinos del pueblo. Querían saber qué les había dicho el rey y, sobre todo, cómo era ese animal fabuloso en el que viajaba.
    El primer ciego, que le había tocado una pata al elefante, contó que era como una columna muy consistente.
    El segundo ciego dijo que se engañaba, que se trataba de un extraño tapiz ancho, delgado y rugoso que se movía. Este era el que había tocado la oreja del elefante.
    El tercero había palpado la trompa y se extrañó mucho de las descripciones de sus compañeros. El animal era como una extraña manguera que no dejaba de agitarse y que tenía una fuerza increíble.
    Los ciegos pensaron que sus tres consejeros les estaban tomando el pelo y se enfrentaron a ellos. Pero ninguno de los tres quiso dar su brazo a torcer, se caldearon los ánimos y acabaron intentando resolver la discusión a porrazos y bastonazos.
    Después de la trifulca, el consejo decidió que lo mejor sería que otra comisión de sabios fuera a reconocer a ese extraño animal para saber cuál de los tres consejeros decía la verdad. Pero cuando fueron a ver al monarca, este ya había partido.
    En aquel pueblo nunca nadie supo cómo era un elefante. Ni siquiera los tres ciegos que en una ocasión habían tenido el privilegio de acercarse a uno.

Sin duda, para saber cómo era el elefante, lo mejor que podrían haber hecho los ciegos era relacionar y poner en común las diferentes descripciones del animal. Quizá no habrían sido capaces de describirlo perfectamente, pero al menos hubieran tenido una idea más aproximada que la que ofrecían las descripciones individualizadas de cada una de sus partes.

La realidad no deja de ser como un enorme elefante del que solo conocemos porciones insignificantes. En una situación normal, para conocer nuestra realidad económica, social y política, solo habría que esforzarse un poco y escuchar las diferentes versiones que nos ofrecieran los distintos medios de comunicación. Es posible que no consiguiéramos una imagen de la realidad del todo acertada, pero sería mucho mejor que la que tenemos ahora. Vivimos en un país en el que los intereses políticos y empresariales controlan a la mayoría de los ciegos más poderosos, que repiten al unísono, con mayor o menor convencimiento, la misma versión del elefante. Y los que aún se atreven a llevarles la contraria son tan pocos que es fácil caer en la tentación de pensar que esconden oscuras intenciones.

sábado, 14 de marzo de 2015

Cuentos con moraleja: la fábula del viento y el sol

Hace mucho tiempo que no aparece en esta sección una fábula del viejo Esopo. Hoy me apetece recuperar una que seguro que casi todos conocéis:

Un día discutieron el viento y el sol porque no se ponían de acuerdo en quién de los dos era más poderoso. El viento, que era muy orgulloso y siempre andaba presumiendo de su fuerza, se atrevió a proponerle al sol una prueba para salir de dudas. La prueba consistiría en arrebatarle a un caminante que pasaba el abrigo que llevaba puesto.
    Como el hombre llevaba el abrigo desabrochado, casi lo pierde con las primeras embestidas del viento, que empezó a soplar con todas sus fuerzas. Pero el caminante lo agarró con las manos y a duras penas consiguió abrochar los botones. El viento no se rindió y siguió soplando con mayor empeño. No le sirvió de nada. El hombre se refugió detrás de una roca y esperó a que acabara aquella ventisca.
    Cuando el viento se dio por vencido, el sol empezó a lucir, primero con moderación, pero lo suficiente para que el hombre abandonara su refugio y desabrochara los botones de su abrigo. Luego el sol fue aumentando la intensidad de sus rayos hasta que consiguió que el caminante no solo se quitara el abrigo, sino también todas sus ropas. Acabó dándose un baño en un río que encontró en su camino.

Las chicas y mujeres musulmanas que cubren sus cabezas con el hiyab siempre me traen a la memoria esta fábula. Cada vez que las veo, no puedo evitar pensar por qué se condenan a llevar una prenda que esconde parte de su belleza. A algunas las obligan sus familias, pero otras lo hacen por decisión propia. Eso es lo que me preocupa y desconcierta.

Sé que la fuerza no serviría para quitarles el velo islámico, que seguro que sujetan con decisión cuando sopla el viento. No serviría ni con las que llevan el velo islámico ni mucho menos con las pobres que han decidido enterrarse en vida bajo un burka. Por eso siempre termino preguntándome qué tipo de sol nos haría falta para que fueran ellas mismas las que quisieran descubrirse y dejar que sus hermosos cabellos de azabache cayeran libres sobre sus hombros.

miércoles, 28 de enero de 2015

Cuentos con moraleja: el chiste del loco que se creía Napoleón

Hoy me apetece rescatar un clásico del humor por el que siempre he sentido especial devoción:

En un psiquiátrico, un loco se acercó a otro con aire misterioso y este, intrigado y expectante, se quedó observándolo a ver por dónde salía. Había cambiado desde la última vez que se habían encontrado en los pasillos del hospital. Nunca antes lo había visto con un gorro de papel en la cabeza ni con la mano pegada al pecho.
    –¿A que no sabes quién soy? –le preguntó el loco del gorro de papel al otro.
    –Pues no. Ni idea. Creo que nunca hemos hablado ni nos han presentado.
    –Yo soy Napoleón.
    –¿Estás seguro?
    –Claro que sí. Me lo ha dicho Dios.
    –Eh, cuidado –objetó el otro–,  no te inventes las cosas que yo no te he dicho nada.


Esta breve historia vendría a demostrar lo difícil que sería poner de acuerdo a dos creyentes que han concebido la existencia de Dios desde perspectivas diferentes, algo que no deja de suceder entre todas las religiones y la multitud de sectas que conforman el inmenso collage de la religiosidad. Y si eso os parece difícil, imaginaos el reto que supondría intentar convencer a unos y a otros de la posibilidad de que todos ellos estuvieran equivocados.

Por eso, los que no creemos en ningún dios tenemos que resignarnos y conformarnos con que los creyentes se tomen la religiosidad como algo íntimo y privado que no nos implique ni salpique al resto. Los conflictos con los religiosos suelen empezar cuando los creyentes intentan imponer sus ritos, costumbres y creencias a los demás. A mí particularmente me da igual que haya gente que desfile en procesión, que peregrine a la Meca o a Lourdes, que vaya a misa los domingos, que descanse los sábados, que crea que las vacas son sagradas, que no coma cerdo, que no aborte en ningún caso o que no haga dibujos de Mahoma. Lo que no puedo tolerar es que intenten imponernos todo eso a los que no pensamos como ellos. Porque llegados a ese punto, la cosa siempre acaba pasando a mayores. Hoy sucede especialmente con los islamistas radicales que imponen sus leyes en los territorios que controlan y con los alucinados –de acuerdo con que no son todos– a los que les da por pensar que su Dios les ha ordenado que castiguen a los herejes e infieles y se van a matar humoristas, dibujantes, escritores o directores de cine. Los crímenes de Charlie Hebdo tienen antecedentes muy recientes que están en la mente de todos, como el asesinato del cineasta Theo van Gogh o la fatwua que condenaba a muerte al escritor Salman Rushdie. Y sí, vale, entiendo que detrás de todo esto de la yihad hay cuestiones políticas, económicas y sociales que hacen que el problema no tenga solo una dimensión religiosa. De acuerdo. Pero usar la religión como justificación de la barbarie y convertirla así en la munición con la que se ejecuta a personas inocentes me parece tan reprobable e ilícito como el uso de armas químicas o de armas de destrucción masiva.

Si de momento no escuchas psicofonías dentro de tu cabeza ni piensas que Dios te ha envidado ningún libro de instrucciones para convertir tu vida en la gymkana que te llevará al Paraíso, eso que llevas ganado. Aunque no es bueno emocionarse, que la vida es larga y ninguno estamos a salvo de la llamada de la divinidad. Bien lo saben los que juegan la carta trucada del agnosticismo. Y es que la idea de Dios no nace de la falta de inteligencia ni de la predisposición genética de ciertas personas hacia lo trascendente, sino del miedo ontológico, de la angustia que nos produce no saber qué cojones significa todo esto, de la cobardía para aceptar que tenemos fecha de caducidad y que no seremos eternos. No solo miedo, algo de vanidad debe de haber también en todo eso.

Por cierto, si alguien piensa que he llamado locos a los creyentes, creo que se equivoca al interpretar la historia. Sería como si os contara la fábula de la zorra y las uvas y me acusarais de estar llamándoos zorras, o si pensarais que os estoy llamando cerdos por referir el cuento de los tres cerditos. De cualquier forma, si la creencia en Dios fuera algún tipo de locura, los creyentes no tienen por qué preocuparse. Se trataría de una patología muy extendida y perfectamente aceptada por la sociedad. Hasta tal punto que han conseguido que los que no pensamos como ellos parezcamos los raros.

#JeSuisCharlie

jueves, 11 de septiembre de 2014

Cuentos con moraleja: Lázaro, el ciego y las uvas

El Lazarillo de Tormes es una novela en cuya composición se utilizaron, más o menos modificados, muchos relatos ajenos que el autor hizo pasar por propios al convertirlos en aventuras y desventuras del pobre Lázaro de una manera que hoy nos parecería más cercana al plagio que a la intertextualidad. Por esa misma razón, creo que es lícito rescatar uno de sus pasajes para convertirlo en cuento, pero no como lo hacen los libros de texto cuando seleccionan un fragmento, sino reescribiéndolo de memoria para hacer mi propia versión:

Lázaro era un niño pobre al que su madre había puesto a servir a un ciego para que tuviera algún oficio y pudiera mantenerse por sí mismo. Tras salir de Salamanca, la ciudad donde el muchacho se había criado, no tardó en darse cuenta de que la astucia y la crueldad eran las características más sobresalientes de su amo. La crueldad se le veía en los muchos pescozones y palos que le daba, así como en lo poco que le daba de comer, que, para colmo de virtudes, el ciego también era avaro y mezquino. Su astucia quedaba de manifiesto por lo difícil que era engañarle a pesar de su ceguera.
            Poco tiempo después de salir de Salamanca llegaron a tierras toledanas. Era la época de la vendimia y, al pasar por Almorox, un hombre les ofreció un racimo de uvas a modo de limosna. De haber estado el racimo en buenas condiciones, seguro que el ciego lo habría guardado para que le durara varios días, pero era un racimo medio aplastado, con las uvas a punto de pasarse, y comprendió que no aguantaría ni un día más. Fue por eso por lo que, traicionando sus costumbres, decidió que era una buena idea zampárselo de golpe, a modo de festín, y compartirlo con Lázaro.
            –Lázaro –le dijo–, hoy es tu día de suerte y vas a poder hartarte de comer. Nos sentaremos en algún lugar y partiremos como buenos cristianos el racimo que este hombre nos ha dado. Para que el reparto sea equitativo, cogeremos las uvas por turno y de una en una. Y para estar seguro de que no me engañarás, tendrás que prometerme que no cogerás más de una uva cada vez que te toque.
            Lázaro estuvo de acuerdo y se lo prometió. Se sentaron bajo un árbol y empezaron a dar cuenta del racimo. Al principio respetaron el acuerdo, pero en el tercer turno, el ciego empezó a coger las uvas de dos en dos. Lázaro, sorprendido e indignado, se enfadó tanto que no solo quiso igualarle cogiendo las uvas de dos en dos, sino que le pareció de justicia que se merecía cogerlas de tres en tres. Y así lo hizo, aunque se atragantara de vez en cuando al tratar de engullirlas sin llamar la atención.
            Cuando se acabó el racimo, el ciego se quedó un rato con el escobajo en la mano y empezó a menear la cabeza:
           –Lázaro –dijo–, estoy seguro de que me has engañado. Podría jurar que has estado comiendo las uvas de tres en tres.
            –¿Por qué dice usted eso? – se defendió Lázaro fingiéndose ofendido.
            –¿Sabes por qué estoy tan seguro de que has estado comiendo las uvas de tres en tres? Porque las comía yo de dos en dos y te callabas.


Cuando veo estos días el aluvión de noticias sobre los escándalos de corrupción de Jordi Pujol, no pienso mucho en él. Pienso más en todos los que le rodearon durante los veintidós años que fue presidente de la Generalitat de Cataluña: todos sus cargos de confianza, los numerosos ministros del Gobierno de España que tuvieron tratos con él y, especialmente, los cuatro presidentes del Gobierno con los que coincidió. También pienso en la infinidad de empresarios que supuestamente le estuvieron pagando mordidas del 3% por las adjudicaciones de contratos de obras y servicios de la Generalitat. Y algo no me cuadra. Sobre todo sabiendo como sabemos lo difícil que es guardar un secreto entre españoles con que más de dos lo sepan. Si es verdad que Jordi Pujol estuvo embolsándose dinero público durante tanto tiempo hasta amasar una inmensa fortuna, lo que me pregunto es por qué todos esos a los que me he referido antes, que no eran ciegos ni sordos, callaban.

martes, 20 de mayo de 2014

Cuentos con moraleja: El padre, el hijo y el burro

Llevo una temporada pasando de puntillas por los temas políticos, no sé si por agotamiento, aburrimiento o desesperanza. Pero se acercan las elecciones europeas y de alguna forma necesito expresar el sentimiento de desconcierto e indecisión que me bloquea. Para conseguir este propósito voy a echar mano de uno de mis cuentos con moraleja, que tan esclarecedores me han parecido en otras ocasiones. Si estáis tan perdidos como yo, supongo que os servirá de algo.

El cuento que recreo, de memoria y a mi gusto, es harto conocido:

Un padre y un hijo iban con un burro de camino al mercado. Al salir de su pueblo, se cruzaron con dos agricultores y uno de ellos le dijo al otro: “Mira qué dos tontos. Llevan un burro y van los dos andando.”

El padre, que no lo había pensado hasta ese momento, reflexionó unos instantes y llegó a la conclusión de que el muchacho podía subirse en el burro para que al menos uno de los dos fuera más descansado.

Cuando llegaron al primer pueblo del camino, pasaron delante de unos viejos que tomaban el sol en la calle y el hombre los oyó murmurar: “Qué poca vergüenza tiene ese muchacho, que permite que su padre vaya andando mientras él va subido en el burro.”

El hombre pensó que tenían algo de razón y le propuso a su hijo que intercambiaran posiciones. Y así él subió a lomos del burro mientras el chaval cogía los ramales del pollino y encabezaba la marcha. Al rato se cruzaron con unas mujeres a las que oyó decir: “Míralo, menudo padre, que permite que su hijo vaya andando mientras él va subido en el burro”.

El padre decidió entonces que los dos debían montarse en el burro y así lo hicieron, pero un hombre que venía del mercado les espetó: “¿Pero es que no veis que lleváis al pobre animal con la lengua fuera? ¡Qué crueldad!”

El padre entonces se apeó del burro y mandó a su hijo que buscara una vara larga. Luego ataron las patas del burro y las engancharon a la vara, que cargaron sobre sus hombros. Al llegar al pueblo donde estaba el mercado, todos los lugareños empezaron a reírse de ellos al ver cómo cargaban con el burro. Justo en el momento que cruzaban un puente, el pobre animal se puso nervioso y empezó a dar coces. El padre y el hijo no pudieron controlarlo, lo soltaron y lo dejaron caer en las profundas aguas del río.


La moraleja de esta historia es que nunca se puede dar satisfacción a todo el mundo, o que por querer hacerlo terminarás echándolo todo a perder. Para mí también quiere decir que hay cuestiones que uno tiene que resolver por sí mismo, cuestiones que dependen del criterio personal y en las que no te servirán de nada las desconcertantes encuestas de opinión.

Me pasa ahora mismo con el voto del desencanto o la indignación, que no sé cómo ejercerlo. Mi primera opción sería no ir a votar, o votar nulo, que viene a ser más o menos lo mismo. Y no solo porque tengamos una democracia cancerígena y corrupta, sino también porque tenemos un sistema electoral amañado cuyo único fin es perpetuar en el poder a los dos partidos mayoritarios. Muchos me dicen que estoy equivocado porque, según ellos, no participando en las elecciones estaré, de alguna forma, legitimando a los que gobiernan y siendo cómplice de sus abusos.

Tampoco es una opción el voto en blanco, que aumenta el porcentaje de votos que hay que sacar para obtener un escaño. Si votara en blanco, seguro que vendría alguien a recordarme que de ese voto solo se benefician los dos partidos mayoritarios.

He pensado incluso en la posibilidad de votar al PSOE, aunque solo sea por el hecho de fastidiar al PP, que al fin y al cabo sería algo que, sin valer para nada, me produciría cierta satisfacción. Pero ya me imagino a todos los indignados reprochándome, probablemente con mucha razón, que así solo sigo alimentando al monstruoso PPSOE. Por cierto, en Europa, PP y PSOE suelen votar lo mismo en un elevadísimo porcentaje de ocasiones.

A ratos me inclino también por votar a algún grupo minoritario, que habría sido mi primera opción si de verdad alguno me resultara convincente. Pero como no es así, al pensar en esta opción, lo único que me imagino son los miles de votos que entrarán en las urnas como en un inmenso desagüe para perderse en las cloacas de nuestro sistema electoral. No faltará quien pueda decirme que he tirado mi voto para nada y que votar a los partidos minoritarios nunca será una opción. De hecho, ya están amenazando el PP y el PSOE con un gobierno de concentración en el caso de que una constelación de partidos minoritarios ocupara un porcentaje elevado de escaños en futuras elecciones autonómicas y nacionales.

Resumiendo, que los que no sabemos qué votar a estas alturas lo tenemos jodido para encontrar una solución genial antes del domingo. Eso sí, para que no nos pase lo mismo que a los protagonistas del cuento, lo mejor que podemos hacer es dejar de escuchar a unos y a otros y elegir aquello que, en conciencia, nos haga sentir menos mal, y más como una terapia que porque pensemos que vaya a solucionar algo.

Para terminar os dejo esta reflexión: no deja de ser curioso que, al establecer el símil entre la historia que os he contado y mis preocupaciones electorales, la democracia tenga que ser el burro.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Cuentos con moraleja: el chiste del cubano

Cómo me reía hace unos años contándoles este chiste a mis amiguetes procastristas:

Dos hombres que no se conocían coincidieron en los asientos contiguos de un avión y en mitad del vuelo se pusieron a charlar. En un momento dado, uno le preguntó al otro:
–¿Y usted de dónde es?
–De Cuba –respondió.
–Ah, de Cuba. ¿Y qué tal les va ahora por allí?
–No nos podemos quejar.
–Ah, pues me alegro de que os vaya mejor que antes.
–No, no me ha entendido. Lo que le digo es que en Cuba no nos podemos quejar.


Esta semana volví a toparme con el chiste en internet y el protagonista ya no era cubano, sino español. Y no me hizo tanta gracia.

Con las leyes que tenemos, ahora mismo están pidiendo cuatro años de cárcel para cinco profesores que en septiembre de 2011 se manifestaron de forma espontánea en Guadalajara. Y han sido muchos los ciudadanos que han recibido multas de 600 u 800 euros por participar en concentraciones improvisadas, una cantidad muy alta para un trabajador en apuros o un parado, que suelen ser los que acuden a este tipo de convocatorias.

La “ley mordaza” quiere imponer sanciones de hasta 30.000 euros por perturbación grave en oficios religiosos para poder multar a los que abuchean a la Cospedal cada vez que va al Corpus; o por concentrarse ante el Congreso aunque esté vacío; o por escalar un edificio público como acción protesta, que deben de ser muy peligrosos esos individuos de Greenpeace. Y las hay mayores, de hasta 600.000 euros por convocar una manifestación o por acudir a ella el día de reflexión previo a las elecciones; o incluso por celebrar un espectáculo público o una actividad recreativa que ha sido prohibida por las autoridades. Y esta es la versión light de la ley, que el proyecto inicial era más salvaje.

Vuelven los chistes de españoles, y en esos chistes siempre somos los más graciosos, pero también los más tontos.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Cuentos con moraleja: Las patatas del cementerio

Este es uno de esos cuentos que hace solo tres o cuatro años nos hubiera parecido totalmente desfasado, de esos tiempos pretéritos que uno pensaba que jamás volverían. Se lo escuché a mi padre muchas veces cuando era pequeño y ahora me parece oportuno recuperarlo. Supongo que es un chiste de la posguerra, aunque no sé si estará inspirado en algún relato anterior. Nunca lo he visto escrito. Lo recreo a mi antojo y basándome en el modelo que conserva mi memoria:

En los años del hambre, un pobre enterrador decidió sembrar unas patatas en la tierra libre que aún quedaba dentro de las tapias del cementerio. Cuando llegó el tiempo de sacar patatas, unos ladrones aprovecharon la oscuridad de la noche y el apartamiento del cementerio para entrar dentro impunemente y robárselas al pobre sepulturero.
    El hombre se llevó un gran disgusto, pero al año siguiente volvió intentarlo. Eran tiempos de mucha miseria y la nueva plantación clandestina del enterrador no pasó inadvertida a los amigos de lo ajeno. Por eso no fue raro que otra vez saltaran a escondidas las tapias del recinto y volvieran a esquilmarle la cosecha.
   Un año más tarde se dio otra oportunidad, aunque esta vez decidió tomar medidas. Cuando se acercaba la fecha de la recolección, el enterrador decidió quedarse por las noches en el cementerio para pillar in fraganti a los ladrones. Una de las noches escuchó ruidos y vio que varias sombras saltaban las tapias y se dirigían al patatal. Eran muchos y tuvo miedo de enfrentarse a ellos. Así que ideó una treta. Cogió una sábana blanca, se la echó por encima y se ocultó detrás de una de las lápidas. Cuando los ladrones empezaron a cavar, el enterrador salió de su escondite, comenzó a agitar la sábana y dijo con voz cavernosa y trémula:
    –Soooooy un ááááánima del oooootro muuuuuundo.
   –Eso seguro –dijo uno de los ladrones, que ni se inmutaron ni dejaron de cavar–, porque si fueras de este, estarías robando patatas como nosotros.


Me da a mí que el único disfraz de Halloween que ahora mismo puede asustar a los españoles es el disfraz del hambre. Y el que lo lleva puesto ya no le tiene miedo a nada.

sábado, 12 de octubre de 2013

Cuentos con moraleja: El mal criado

Esta es una historia medieval persa, aunque os la cuento en una versión propia y actualizada:

Un hombre de negocios invitó a cenar a unos amigos a su casa. Era un hombre rico, respetado y tenía fama de ser muy generoso. Dos años antes había vivido momentos críticos e incluso había estado a punto de perder toda su fortuna, pero había resistido y, tras unas inversiones acertadas, se había recuperado y había vuelto a causar la admiración de todos los que le conocían.
  Cuando los invitados llegaron a su casa y llamaron al timbre, pensaron que algún imprevisto había sucedido porque nadie salía a abrirles. Finalmente, tras volver a intentarlo un par de veces más, escucharon un grito: “¡Siempre tengo que abrir la puerta yo! ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer! ¡Joder!” Acto seguido la puerta se abrió y apareció un criado que les dejó entrar sin disimular el gesto de fastidio del que han ido a importunar sin previo aviso. Les indicó de mala manera hacia dónde tenían que dirigirse y se perdió por uno de los largos corredores de la mansión.
  Siguiendo las parcas indicaciones del criado, llegaron a un salón donde encontraron una mesa dispuesta para la cena, aunque les llamó la atención la forma caótica y negligente con la que las copas, los platos y los cubiertos habían sido colocados. Hubiera parecido más la mesa improvisada de un chiringuito playero si no fuera porque se advertía la calidad y el valor de cada una de las piezas de la vajilla.
  Unos minutos más tarde llegó el anfitrión. Lucía una sonrisa cordial y empezó a saludarlos a todos con grandes muestras de afecto. De pronto apareció el criado y, sin importarle que su amo estuviera conversando con una señora, le interrumpió para preguntarle a gritos si quería que empezara ya a servir la cena. El dueño de la casa lo miró con una sonrisa indulgente y le dijo:
  -Cuando quieras.
  El criado desapareció y el anfitrión invitó a los presentes a tomar asiento.
  Al rato volvió el criado con una enorme sopera que dejó en mitad de la mesa.
  -¿No nos vas a servir tú? –le preguntó amablemente y sin perder la compostura el hombre de negocios.
  El criado le lanzó una mirada asesina, volvió a coger la sopera y rezongando fue vaciando cazos de sopa con tampoco miramiento que salpicó a todos los invitados. Cuando terminó, miró con una sonrisa impertinente a su amo y le preguntó:
  -¿Contento?
  Luego se fue a toda prisa en dirección a la cocina y todos se quedaron en silencio sin saber qué decir. Fue el anfitrión el que acabó con aquel momento de tensión probando la sopa e invitándoles a todos a que le acompañaran. Les explicó que había contratado a una nueva cocinera que era excepcional y se deshizo en elogios de sus habilidades culinarias.
  El resto de la comida no fue mucho mejor. El dueño de la casa, tras comprobar que no tenían nada para beber, tuvo que levantarse a buscar el vino y escanciarlo él mismo en las copas. El criado derramó la salsa de un plato de ternera sobre el escote de una de las invitadas, pisó a otro invitado, se tropezó varias veces con las sillas de los comensales, rompió dos platos, tiró una bandeja llena de vasos sucios y terminó mandando a la mierda a su amo cuando este, educadamente, le recordó que sería una buena idea contar unos terrones de azúcar para poder tomarse el café que acababa de traer y que se había negado a servir.
  Después de esto, uno de los invitados no pudo contenerse y le preguntó cómo podía tolerar que su criado se comportara de aquella manera.
  -Pues hoy lo pilláis de buen humor –respondió-. Lo normal es que ni ponga la mesa.
  -¿Y por qué no lo despides? –le preguntó otro.
  -Porque es lo mejor que me ha pasado. Este criado me ha ayudado a ser mejor persona. Me ha enseñado a tener paciencia. Y gracias a esa paciencia he aprendido a soportar las adversidades de la vida.


Supongo que por la misma razón me gusta tener gatos. Los gatos son animales que consideramos domésticos solo porque podemos tenerlos viviendo bajo nuestro mismo techo. A partir de ahí todo se rige por las leyes de la anarquía y por el capricho, casi siempre desconcertante, de los felinos. Nada que ver con los dóciles y obedientes canes, que cagan a sus horas y se sientan cuando se lo ordenas. Estoy totalmente convencido de que gracias a los gatos soy mucho mejor profesor en mis clases de la ESO. Incluso me atrevería a recomendarlos como entrenamiento para aquellos que quieran ser buenos padres.

                                Este post está dedicado a Joselo y a Amy, mis gatos

lunes, 22 de julio de 2013

Cuentos con moraleja: La chica que no hablaba

Un clásico de los chistes de bares:

Un hombre llega a un bar, se pide una copa y advierte que en el otro extremo de la barra hay una chica muy atractiva. Sola. Le sorprende que una mujer tan despampanante no haya venido acompañada y piensa que está de suerte. Se acerca a ella y le dice:
       -Hola, ¿vienes mucho por aquí?
       La chica inclina un poco la cabeza y el hombre cree entender que sí o que de vez en cuando.
       -¿Quieres tomar algo?
       Ella no dice nada, pero con un leve gesto le da a entender que sí.
       -¿Qué quieres tomar?
       Ella se encoge de hombros.
       -Yo estoy tomando un gin tonic. ¿Te pido uno?
    Ella asiente y el hombre empieza a tener una seria sospecha. Pide al camarero dos copas y, tras pensarlo unos minutos, se decide a hacerle una pregunta. Al fin y al cabo, si la respuesta es afirmativa, no le va a importar porque la tía está buenísima.
       -Perdona, no te lo tomes a mal, pero ¿eres muda?
       Ella niega con la cabeza y él se siente desconcertado.
       -¿Te estoy molestando? –pregunta ya un poco enfadado.
       Ella vuelve a mover la cabeza a un lado y a otro para decir que no.
       -¿Y por qué no dices nada? –suelta ahora sí visiblemente cabreado-. Eh, ¡¿por qué no dices nada?!
       Es entonces cuando la chica abre la boca por fin y con voz grave, cavernosa y cazallera de camionero le responde:
       -¿Pa qué? ¿Pa cagarla?



Probablemente eso es lo mismo que piensa Mariano Rajoy cuando le dicen que tiene la obligación de ir al Congreso a dar cuenta de los presuntos chanchullos del PP y las implicaciones de su partido con la trama Gürtel y el caso Bárcenas. Porque eso que hacen en las ruedas de prensa la Cospedal o Carlos Floriano es muy fácil. Pero Rajoy sabe que en el Congreso no le va a valer con repetir que todo es mentira como si fuera un muñeco al que se le ha roto el mecanismo. En el Congreso sabe que la caga seguro y, aunque es consciente de que su situación actual –con la amenaza de una moción de censura cual espada de Damocles- es mala, no cree que vaya a ser mucho mejor si abre la boca.

lunes, 17 de junio de 2013

Cuentos con moraleja: La epidemia en alta mar

Hoy toca un chiste que le escuché muchas veces a mi padre cuando era pequeño:

En un barco que realizaba una larga travesía por el océano se declaró una epidemia de peste. Estaban muy lejos de cualquier costa y lo intentaron todo para frenar el contagio. Aislaron a todos los enfermos, alejaron a la tripulación y a los pasajeros de las zonas afectadas, y mandaron arrojar por la borda los cadáveres. Pero todo fue en vano. Las camas que dejaban libres los muertos que engullía el mar pronto eran ocupadas por nuevos enfermos.
            Llegó un momento en que la situación se volvió tan crítica que empezaron a perder toda esperanza. Solo era cuestión de tiempo que todos acabaran muertos. Estaban muy lejos de su destino y la epidemia se propagaba a toda velocidad.
            Una noche accedieron a la bodega del barco y empezaron a beber con desesperación. Se montó una juerga increíble a la que se unieron incluso los miembros de la tripulación. Se cogieron una borrachera de órdago, casi como si prefirieran morir de un coma etílico que postrados en una cama padeciendo los tormentos de la peste.
            Ya bien entrada la noche, dos de los pasajeros que regresaban a sus camarotes intentando acompasar el bamboleo de la borrachera con el del barco descubrieron a otro pasajero caído en mitad de la cubierta y totalmente exánime. Cuando se disponían a ayudarlo, tuvieron un presentimiento. No sabían si aquel hombre estaba así por culpa del alcohol o de la peste. Así que llamaron al médico.
            El médico, totalmente curda y visiblemente molesto porque habían ido a avisarle, se acercó al hombre y certificó su muerte.
            –La peste –dijo–. Arrojadlo al mar.
            Los hombres, aunque con cierto reparo, tuvieron que obedecer al hombre. Levantaron el bulto y se acercaron a la barandilla. Justo cuando se disponían a dejarlo caer a las frías aguas del océano, el hombre reaccionó. Totalmente alarmado se esforzó por vencer los síntomas de la borrachera y se dirigió a ellos articulando las palabras a duras penas:
            –Eeeeh, ¿pero qué hacéis?, ¿estáis locos?, ¿pero no veis que estoy vivo?
            Los dos hombres, con ojos estrábicos y sonrisa sardónica, le miraron como si fuera un imbécil que no sabe lo que dice y justo antes de arrojarlo al agua le dijeron:
            –¿Pero tú te piensas que vas a saber más que el médico?


La misma reacción que esos dos buenos hombres es la que tiene en este país la prensa de derechas. Da igual que vean que el número de parados bate todos los récords, que los comedores sociales están a reventar, que millones de personas no pueden hacer frente a sus hipotecas o que los jóvenes tienen que huir al extranjero para encontrar trabajo. Sale el ministro Cristóbal Montoro –que tiene un doctorado en Ciencias Económicas pero que a lo mejor está borracho o gagá– dice unas palabras más o menos huecas y ya tienen el titular que buscaban: Montoro garantiza que España «está saliendo de la crisis».

Ni que decir tiene que somos nosotros los que caemos por la borda en la oscuridad de la noche y de cabeza hacia las frías aguas del océano.

domingo, 5 de mayo de 2013

Cuentos con moraleja: La confesión del medio tonto


Estos días se me vino a la cabeza el cuento del medio tonto, que aparecía mucho en los libros de texto de mi infancia. Aunque estaba casi seguro de que se trataba de un cuento popular, lo he buscado en Internet para asegurarme y, de paso, para refrescar la memoria. El relato aparece en varias páginas en versión de un tal José Antonio Sánchez Pérez, que ya publicaba recopilaciones de cuentos tradicionales en los años 40 del siglo pasado. Aparte de su nombre en varias antologías de cuentos, no encuentro información sobre este autor, así que entiendo que su labor se limitaba a recoger y a dar forma escrita a los cuentos de tradición oral.

Esta es mi propia versión:

Un muchacho fue a confesarse y el cura le preguntó de qué pecados se acusaba:
  -Padre, me acuso de ser medio tonto.
 -Pero, hijo mío, eso no es un pecado, sino más bien una media desgracia, y no tienes por qué atormentarte por algo así. Uno solo se tiene que confesar de los malos pensamientos o las malas acciones.
  -Pues a eso iba, padre. El caso es que, como soy medio tonto, cuando llega el tiempo de la siega y estamos en las eras trillando, sin que nadie me vea cojo trigo del montón de mi vecino y lo echo en el de mi padre.
  -¿Y por qué no coges trigo del montón de tu padre y lo devuelves al de tu vecino?
  -Porque entonces ya no sería medio tonto, sino tonto del todo.

Recuerdo que con siete u ocho años este cuento nos hacía muchísima gracia por ese gran momento en el que el muchacho dice que se acusa de ser medio tonto.  Creo que ahí se acaba lo gracioso de la historia. Al ser un cuento poco educativo –aunque no lo tenían que considerar así los que insistían en meterlo en infinidad de libros de texto- y tener un protagonista que saca partido de su astucia podría emparentarse con la tradición de los cuentos orientales que los árabes tomaron de los persas y trajeron a occidente, pero está muy lejos de las genialidades del Calila e Dimna o Las mil y una noches. Más bien parece un remedo de esos cuentos adaptado a la moral hipócrita del catolicismo, que siempre ha estado del lado de los de a Dios rogando y con el mazo dando.

Este cuento debió de hacer reír a varias generaciones de escolares en los tiempos de la dictadura franquista y la Transición y no dudo que tuvo que dejar su impronta. Nuestros políticos, que se educaron en aquellos tiempos, tienen un comportamiento que recuerda mucho al del protagonista de la historia. Con suerte, podremos conseguir que reconozcan que cobran sobresueldos, que tienen dietas desmesuradas e injustificadas, que sus planes de pensiones y sus jubilaciones son desorbitados, que se benefician de su posición para conseguir puestos de trabajo extraordinarios cuando dejan la política, que practican el nepotismo, que deberían existir las listas abiertas, que hay que modificar la ley electoral, que habría que eliminar el Senado y las diputaciones, que la democracia debería ser más participativa y, en definitiva, que deberían renunciar a todas sus prebendas y regenerar el sistema democrático, pero es disparatado pensar que van a renunciar a sus privilegios de casta o a legislar en su contra sin que nadie les obligue. Porque, aunque muchas veces nos parecen gilipollas, debe de ser que son solo medio tontos, que no es lo mismo que ser tontos del todo.

Si queréis comprobar que este cuento no es ni educativo ni divertido, cambiad al muchacho por un político y el montón de trigo del vecino por los impuestos de los ciudadanos. Veréis como no os hace ni puta gracia.

sábado, 23 de marzo de 2013

Cuentos con moraleja: Historia sagrada


Hoy voy a dedicar esta sección a la mitología, que siempre nos aporta enseñanzas que resisten el paso de los siglos:

Cuentan que aquel dios nació de una virgen y que, aunque era hijo de Dios, valga la redundancia, vino al mundo en una cueva. No se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento, pero más o menos debió de ser en torno al 25 de diciembre porque se dice que coincidió con el solsticio de invierno. Fue un alumbramiento tan humilde que ninguna persona de alta alcurnia asistió a contemplar el milagro, ni mucho menos ningún rey. Acudieron, eso sí, unos pastores. Según algunas versiones, pudieron ser tres.

Cuando se hizo mayor se dedicó a extender el rito del bautismo, que para él y sus seguidores representaba la resurrección del alma. Los que creían en él unas veces le llamaban Salvador y otras, Hijo de Dios. Llevó a cabo numerosos milagros, algunos tan efectistas como aquel en el que estando en una boda convirtió el agua en vino. Por cosas así llegó a ser muy célebre. Se cuenta que una vez entró en una ciudad subido en una burra mientras las multitudes le aclamaban y le recibían levantando hojas de palma.

Murió una primavera para así redimir los pecados del mundo.

Su cadáver bajó a la morada de los muertos, pero al tercer día resucitó y ascendió a los Cielos. Sus seguidores o followers estaban convencidos de que regresaría al final de los tiempos para juzgar a los hombres.

Los que creían en él no le olvidaron y, durante varios siglos, tuvo adoradores que continuaron con los rituales de bautismo que él les había enseñado. Al principio sacrificaban un toro y se bautizaban con su sangre. Más tarde, quizá por lo caro o aparatoso que resultaba el sacrificio de un toro, cambiaron la sangre del toro por agua bendita. En las entradas de los templos subterráneos donde se reunían pusieron pilas llenas de esta agua para que los devotos pudieran mojarse con ella la frente antes de entrar.

Uno de los rituales que practicaban consistía en una suerte de banquete en el que comían pan y bebían vino. El pan representaba la carne del Salvador y el vino, su sangre. Cuentan que esto es lo que les había dicho antes de morir: “Quien no coma mi cuerpo y no beba de mi sangre para hacerse uno conmigo y yo con él, no conocerá la salvación.”

Sus adoradores estaban organizados en seis niveles. El más alto era el páter, que se cubría la cabeza con un gorro frigio y llevaba una vara y un anillo.

Esta es la historia de Mitra, dios adorado por los persas.

Mitra aparece mencionado por primera vez en los Vedas, los libros sagrados del mazdeísmo, la religión que precedió al hinduismo. Puede que fueran escritos entre dos y tres milenios antes de Cristo. En estos textos Mitra aparece como una divinidad que depende del dios supremo Aura Mazda.

A mediados del segundo milenio antes de Cristo, la religión mitraica pasó de la India a Persia. En esta zona, las creencias mazdeístas contarían con profetas tan célebres como Zoroastro.

El culto a Mitra empezó a extenderse en el Imperio romano a partir del siglo II a.C. Puede que por entonces una religión mistérica resultara mucho más convincente que el sicalíptico Olimpo grecorromano, que paulatinamente iría perdiendo seguidores o followers hasta desaparecer pocos siglos más tarde.

La moraleja de esta edificante y fascinante historia es que si tienes una buena idea, ve corriendo al Registro de la Propiedad Intelectual, que si no, otros pueden apropiársela y forrarse a tu costa. En la Antigüedad, la ausencia de leyes que defendieran la propiedad intelectual solo benefició a los piratas, que ya existían entonces sin necesidad de que se hubieran inventado el eMule, el Ares o Megaupload. Los historiadores deberían estudiar si los judíos de aquellos tiempos ya tenían algo parecido al Rincón del Vago.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Cuentos con moraleja: El cuento de los dos sastres


Vuelvo a entresacar una historia de esa estupenda recopilación de relatos que hizo Jean-Claude Carrière y tituló El círculo de los mentirosos. Aunque ya sabéis que acomodo la historia a mis palabras y la recreo a mi antojo y arbitrio:

     Dos sastres judíos trabajaban de sol a sol en un pequeño y humilde taller de un barrio suburbial de Londres. Llevaban allí desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, aunque habían pasado ya más de dos décadas, todavía recordaban los tiempos en los que habían llevado una vida más próspera y sus negocios contaban con la clientela más selecta de Berlín.
    Ahora, sin embargo, se pasaban el día midiendo, cortando y cosiendo sin descanso y apenas les llegaba para malcomer. Llevaban tantos años trabajando juntos en soledad que poco les quedaba por contarse, pero el aburrimiento llegaba a veces a ser tan insoportable que se esforzaban por hablar de cualquier cosa. Puede que por esa razón aquel día uno de los sastres decidiera comenzar la conversación con una pregunta para la que ya conocía la respuesta de antemano:
    -¿Vas a ir de vacaciones a algún sitio este año?
    El otro tardó unos segundos en contestar, pero finalmente dijo:
    -No, qué va. Ya me fui de vacaciones el año pasado.
   El sastre que había hecho la pregunta se quedó pensando. No recordaba que su compañero se hubiera ido de vacaciones a ninguna parte. Ni el año pasado ni nunca desde que vivían en Londres. Ni siquiera que hubiera librado ningún día.
    -¿El año pasado? –preguntó escéptico.
    -Sí, el año pasado. Estuve quince días en el extranjero.
    -¿Y dónde fuiste?
    -A la India. ¿No te acuerdas? El príncipe de la India me invitó a ir con él a cazar el tigre de Bengala y acepté. Me sorprende que no lo recuerdes.
    -La verdad es que no –repuso intrigado el sastre, que dejó de trabajar para poder seguir la conversación con mayor atención-. ¿Y cómo fue? A ver si contándomelo me viene a la memoria.
    -Pues fue increíble –se lanzó el otro, que también dejó de coser para poder concentrarse en el relato de sus aventuras-. Me invitó a su palacio de Darjeeling y me ofreció todos los manjares y placeres de los que goza la realeza en la India. Al día siguiente nos levantamos temprano para ir a cazar el tigre de Bengala. Nuestros ojeadores cabalgaban a lomos de espléndidos caballos, pero para el príncipe y para mí habían reservado dos majestuosos elefantes con los que nos adentramos en la montaña. Cuando estábamos en la zona más solitaria de la cordillera, apareció un tigre tan grande que incluso los ojeadores más veteranos se sorprendieron. Los caballos se dieron a la fuga y mi elefante se asustó tanto que se encabritó y fui a dar con mis huesos en el suelo. De nada me sirvió que el príncipe me hubiera dejado su mejor escopeta. Se me escapó de las manos y no me dio tiempo a recuperarla. Antes de poder incorporarme, la bestia se abalanzó sobre mí y me devoró.
    -¿Te devoró, dices? –preguntó el otro sastre totalmente estupefacto.
  -Completamente. Tanto es así que los sirvientes del príncipe no pudieron recuperar ni un pedacito de mi cuerpo.
    El sastre que escuchaba la historia perdió de repente la compostura y le gritó:
    -¡Pero qué estupideces me estás contando! ¿Te piensas que soy idiota o qué? Ni te fuiste de vacaciones, ni has ido al extranjero desde hace por lo menos veinte años, ni en tu vida has conocido a un príncipe. ¡Ni mucho menos te pudo devorar un tigre de Bengala! ¡O es que no ves que estás vivo!
    El sastre que acababa de contar la delirante historia de sus vacaciones en la India no se alteró por los gritos de su compañero. Retomó la costura, empezó a coser y dijo:
    -¿A esto le llamas tú vida?

En vez de una moraleja, lo que se me ocurre en esta ocasión es una versión alternativa y actualizada de la historia. Podemos imaginar a dos amigos que han ido juntos a la cola del paro y esperan su turno. Uno de ellos le está contando al otro todas las penurias que está pasando para llegar a fin de mes, los pocos días que le quedan para que se le acabe el subsidio de desempleo, el miedo que tiene a no encontrar trabajo antes de que lo desahucien, la incertidumbre que siente sobre el futuro de sus hijos, la posibilidad de que tengan que ir a pedir ayuda a un banco de alimentos, la impotencia por no poder hacer más de lo que está haciendo… De pronto el otro le corta y le suelta:
    -Bueno, bueno, no será para tanto. Todo es relativo. Entiendo que estás en una situación desesperada, pero mucho peor fue lo del otro día y yo no me estoy quejando.
    -¿Lo del otro día? –pregunta extrañado y un poco molesto por la interrupción el que se estaba lamentando.
    -Sí, lo del 21 de diciembre. Cuando se acabó el mundo.
    -No sé qué me estás contando.
    -Sí, joder, que no quisimos creernos la profecía de los mayas y así nos pasó. Que no tomamos ninguna medida y cuando el asteroide se precipitó sobre la Tierra, una gran convulsión mucho mayor que cualquier terremoto que hubiéramos podido imaginar acabó con todos nosotros. La Tierra se empezó a resquebrajar por todas partes y los volcanes entraron en erupción. El que no se despeñó por alguna de las grietas murió abrasado por las llamas o por los ríos de lava que arrasaban la corteza terrestre. Y los que no acabaron despeñados o abrasados fueron engullidos por los terribles tsunamis que asolaron todas las zonas costeras.
    -¿Pero qué dices, colega? ¿El fin del mundo? ¡Pero si no pasó nada! Fue cosa de risa. Para hacer bromas y chistes nada más.
   -¿Chistes? Sí, menudo chiste. ¿A ti te parece un chiste lo que te acabo de contar? Créeme. El fin del mundo llegó el 21 de diciembre de 2012 y no quedó ni un bicho viviente sobre la faz de la Tierra.
    -Tú lo flipas, colega. ¿Es que no ves que el mundo está igual que antes y que la vida sigue?
    -¿Y tú le llamas vida a esta mierda de existencia que nos espera?