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jueves, 9 de febrero de 2017

Trainspotting

En 1996, cuando se estrenó Trainspotting, los yonquis de la vida real no eran nuestros personajes favoritos. En aquellos años se estaban convirtiendo en una especie en vías de extinción, aunque aún te los tropezabas de vez en cuando por las calles de Madrid. Si estaban de buenas, podías tranquilizarlos fácilmente con alguna excusa o dándoles veinte durillos. Si el mono era galopante y te amenazaban con una jeringa sidosa, los encuentros no solían ser tan agradables. Pero el caballo empezaba a estar pasado de moda y se imponían otras drogas, como las anfetas, los equis, los tripis y la cocaína, que era ya entonces la reina de la fiesta.

Por ese desajuste entre la realidad y la ficción, resulta muy curioso que Trainspotting, que cuenta las aventuras y desventuras de un puñado de yonquis con aficiones despreciables, se convirtiera en un fenómeno generacional. Porque atrapó no solo al público que consumía drogas y transitaba por el lado más salvaje de la vida, sino a un amplio abanico de espectadores entre los que estaban muchos que no se habían fumado un porro en su vida.

Para mí la clave del éxito de Trainspotting se encuentra en las primeras frases de la película, en voz en off y al ritmo del “Lust for life” de Iggy Pop: "Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos. Elige bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida... ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?” Esta es la idea sobre la que se construye toda la película. En la vida solo hay dos opciones: aceptar las reglas del juego de los mayores (buscar trabajo, conseguir dinero, ligar, tener una familia…) o negarte a pasar por el aro. La heroína, en ese caso, viene a ser, metafóricamente, la manera de decir no a todo eso. De una forma tajante, demencial y suicida. De una forma poética.

La novela de Irvine Welsh es excepcional, pero creo que no pasa de ser el retrato de una parte de la juventud de Edimburgo en los años ochenta. Supongo que los escoceses, o acaso los británicos, que vivieron aquellos años también se verán muy identificados en el libro. Pero Danny Boyle con su película hizo que la historia trascendiera y fuera más allá de una época y un lugar. Y sin traicionar en ningún momento el espíritu del libro, su realismo crudo y su humor grueso, en ocasiones brutal y escatológico. O el interés por la música, que en la película se plasmó en una banda sonora memorable. También se respetaron muchos temas secundarios que pueden aún hoy captar el interés de los jóvenes: las amistades peligrosas, la importancia de la lealtad, las dificultades para conseguir relaciones sexuales…

Muchos de los que éramos jóvenes hace veinte años estamos esperando con gran expectación la segunda parte de la película, y no solo por nostalgia. Los protagonistas de la película vuelven con veinte años más, los mismos que han pasado para nosotros, y queremos saber qué fue de ellos. Queremos saber lo que eligieron Renton, Sick Boy y Spud, y en qué clase de basura se ha convertido Begbie. Porque necesitamos ver si han envejecido peor que nosotros. Porque de alguna forma queremos compararnos con ellos. Porque puede que muchos de nosotros aún no estemos seguros de haber elegido la opción correcta.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Little Miss Sunshine

Little Miss Sunshine es la historia de una familia de fracasados que llevan a Olive, la hija pequeña, a un concurso de belleza para niñas. Y no lo hacen por vanidad, como tantos otros padres, sino porque a la niña le hace mucha ilusión y creen que tienen que apoyarla. La película se convierte en una odisea con formato de road movie en la que los personajes recorrerán más de mil kilómetros para llegar, tras muchas tensiones, peripecias e imprevistos, a Redondo Beach, la sede del concurso. Allí descubrirán que el concurso es, además de hortera y delirante, totalmente inaccesible para Olive, una niña graciosa, bajita, gordita y cuatro ojos. Antes de que salga al escenario, comprenderán que no tendrá nada que hacer frente a unas niñas que parecen recién salidas de la casa de la Barbie: altas, guapas, estilizadas y con un montón de habilidades insólitas. Para mí este es el mayor acierto de la película, el que consigue que los espectadores se identifiquen con la situación al mostrarnos el éxito como una competición fuera de nuestro alcance y, al mismo tiempo, hacernos comprender que ese tipo de competiciones son algo vacío, afectado, ridículo, que poco o nada tienen que ver con la vida.

Olive solo es una niña ingenua e inconsciente que sueña con participar en un concurso de belleza y sería cruel acabar de golpe con sus ilusiones. Es mucho mejor que salga al escenario, que reviente el concurso y que escandalice a todo el mundo con su baile sicalíptico y procaz. Por eso todos estamos con su familia cuando suben al escenario para bailar con ella y apoyarla.

La única vez que sentí orgullo patrio viendo un concurso fue cuando mandamos a Rodolfo Chikilicuatre a fastidiar el Festival de Eurovisión. Yo fui uno de los que votó por SMS para que nos representara y fuera allí a darles una patada en el culo a los que organizan ese espantoso concurso. Fue de las pocas veces en mi vida que vi Eurovisión y esperé con impaciencia la aparición del representante español. Cuando comenzó su actuación, sentí que yo también estaba allí, en el escenario, con Chikilicuatre, perreando sin parar, tocando la guitarrita de juguete y bailando el brikindans, el crusaíto, el maikelyakson y el robocop.

domingo, 8 de junio de 2014

Escenas memorables: Los caballeros de la mesa cuadrada

Hace unos días enseñaba a mis alumnos de 2º de ESO a leer la prensa digital. No solo veíamos las diferentes secciones que ofrecen los periódicos, sino también las distintas perspectivas que adoptan ante la realidad económica, política y social dependiendo de la ideología y los intereses que hay detrás de cada uno de ellos. Los animaba a que contrastaran diferentes medios para que conocieran distintos enfoques de la realidad y pudieran extraer sus propias conclusiones.

Como los titulares del día se centraban en la abdicación del rey y en sus inminentes consecuencias, también les ayudaba a resolver las innumerables dudas que tenían sobre monarquías, repúblicas, sucesiones y Borbones, (¿para qué sirve un rey?, ¿cómo es una república?, ¿por qué tiene que reinar el hijo del rey y no las hijas?, ¿será algún día reina Leonor?, ¿y por qué el príncipe no se casó con una princesa?, ¿cuánto cuesta mantener a todos esos?, ¿es cierto que el rey mató a su hermano?). En un momento dado, uno de mis alumnos, un muchacho estudioso, razonable y normalmente respetuoso, interrumpió la clase totalmente soliviantado y soltó algo así: “Pues ese dirá lo que quiera (se refería al príncipe Felipe), que es rey o lo que a él le dé la gana, pero no es mi rey. No lo es ni lo será. ¿Por qué alguien tiene que ser el rey? Yo no acepto que nadie sea el rey. Nadie es más que yo y no me da la gana. Nadie tiene por qué ser más que nadie.” Supongo que sonreí, sobre todo porque me recordó una escena genial de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python.

En la escena a la que me refiero, el rey Arturo se acerca a preguntarle a un pobre hombre por el dueño de un castillo cercano y una serie de malentendidos les llevan a terminar discutiendo. “Me opongo a que automáticamente me trate como a un inferior”, le espeta entonces el campesino. “Porque yo soy rey”, dice Arturo, que va dando saltitos simulando que cabalga mientras su escudero va tras él golpeando unos cocos que imitan el sonido de unos cascos de caballo. El pobre hombre se echa a reír, pero enseguida reacciona y le empieza a echar en cara lo que habrá tenido que hacer para llegar a ser rey: “… explotando a los trabajadores, aferrándose a un dogmatismo imperialista que perpetúa las diferencias económicas y sociales de nuestra sociedad. Si alguna vez queremos progresar…” En ese momento les interrumpe una desharrapada que anda buscando basura y que se sorprende cuando Arturo se presenta como “rey de los bretones”. La mujer se muestra extrañada porque no tenía ni idea de que ellos fueran bretones, ni mucho menos de que tuvieran rey. “Creí que éramos una colectividad autónoma”, dice. “Pues te equivocas”, le explica su compañero, “vivimos en una dictadura, una autocracia que se autoperpetúa y en la que las clases trabajadoras…” El hombre continuará soltando sus soflamas pseudoanarquistas hasta que Arturo, que quiere saber quién es el dueño del castillo, pierde los nervios y le ordena que se calle. La mujer le suelta que quién se piensa que es. “Soy vuestro rey”, afirma Arturo con convencimiento. “Pues yo no le voté”, repone la mujer. “A los reyes no se les vota”, explica Arturo. “Entonces ¿cómo llegó a ser rey?”, le pregunta la mujer, que no se rinde. Arturo, solemne, les cuenta la historia de la Dama del Lago y la espada Excalibur. El pobre se indigna aun más: “Oiga”, le dice, “que a una mujer le dé por repartir espadas mojadas no es base para un sistema de gobierno. El supremo poder ejecutivo deriva de la voluntad de las masas, no de una absurda ceremonia acuática”. Arturo le vuelve a decir que se calle, pero él continúa: “No pretenderá ostentar el supremo poder ejecutivo porque una furcia natatoria le tiró una espada”. Arturo, desesperado, va hacia él y lo zarandea para que se calle de una vez. Conseguirá todo lo contrario: “¡Ya está! La violencia inherente al sistema”, añadirá el pobre hombre, que gritará pidiendo ayuda porque según él lo están reprimiendo. Esto terminará por desesperar a Arturo que finalmente se largará de allí sin haber averiguado quién es el dueño del castillo.

Aunque en clase intenté mostrarme razonable y quise tranquilizar al alumno diciéndole que, de alguna forma, nuestra monarquía era parlamentaria y permitía un sistema de gobierno democrático (como docente hago esfuerzos denodados por mostrarme todo lo imparcial que puedo para que mis alumnos piensen por sí mismos), mis sentimientos no eran muy distintos de los suyos. Ahora pienso que igual que me acordé de la película de los Monty Python podría haberme acordado del cuento de “El traje nuevo del emperador”. Como a este alumno mío, me indigna vivir en un Estado que perpetúa un sistema de gobierno que atenta contra los rudimentos más básicos del pensamiento democrático. Me indigna mantener en la jefatura de Estado a una dinastía que repuso un dictador porque provocó una guerra y la ganó. Me indigna que las élites del poder (banqueros, grandes empresarios y políticos) respalden la monarquía parlamentaria porque a ellos ya les va bien con lo que tenemos y sería arriesgado para sus intereses alterar el “statu quo”.

Por eso y porque no nos van a dar la oportunidad democrática de decidir qué sistema de gobierno queremos los españoles, yo digo que no reconozco la legitimidad, ni moral ni histórica, de la corona española, y mucho menos la titularidad de los Borbones, y que es un Estado represor -con sus policías, sus guardias civiles y sus soldados, sus políticos apesebrados, su administración kafkiana y una agencia tributaria que me quita el dinero contra mi voluntad para mantener un sistema que yo no he votado- el que me impone por la fuerza esta monarquía parlamentaria por la que nadie me ha preguntado.

miércoles, 1 de enero de 2014

Escenas memorables: El club de la lucha

Hace unos días empezaron a venirme a la cabeza escenas de El club de la lucha. De la película y del libro. Y me pareció una buena idea volver a leer el libro y ver de nuevo la película. Tenía la sensación de que El club de la lucha quería decirme algo. No me equivocaba.

La realidad de nuestro presente no es muy diferente de la que aparece en la ficción de Palahniuk. Si cabe, un poco peor. Porque ahora ni siquiera es fácil encontrar trabajo de camarero, taxista, mensajero o mecánico. Vivimos en un momento tan dramático que son varias las generaciones que se sienten estafadas por la realidad. La televisión, internet y los sistemas democráticos nos prometieron un mundo maravilloso donde el capitalismo nos ofrecería todo lo que siempre habíamos soñado. Y lo único que hemos conseguido es un mundo de mierda en el que aprendes a conformarte con un contrato basura, unas vacaciones en Benidorm, un sofá de Ikea y un iPhone de segunda mano.

La generación que tiene más de 50 años ya puede agarrarse con uñas y dientes a sus puestos de trabajo, que si los pierden, probablemente no tendrán ninguno más. En la de los de los treinta avanzados o los primeros cuarenta, que es en la que estoy yo, puede que muchos tengamos trabajo, pero también tenemos unas hipotecas desorbitadas que quisimos llevarnos como recuerdo de los últimos años de la burbuja inmobiliaria. Los que tienen menos de treinta y cinco no tienen mucho pasado, ni mucho futuro y su presente es casi inexistente, pero les queda mucho tiempo para ir acostumbrándose a las nuevas condiciones laborales en régimen de pseudoesclavitud que están preparando nuestros gobiernos con la recetas que les pasan desde Alemania. A muchos jóvenes de hoy me los imagino soñando con ser los próximos inquilinos de la casa de Gran Hermano para así poder colmar todas las aspiraciones de éxito que han ido incubando a lo largo de su vida.

Antes de volver a leer El club de la lucha, le di un repaso a la película, y fue al llegar a los últimos minutos de metraje cuando supe lo que estaba buscando. Por eso, estimados lectores, si estáis leyendo este post y aún no habéis visto la película ni leído el libro, os aviso de que va a haber un spoiler imperdonable.

En la escena final de la película –que no se corresponde con el final del libro–, Tyler Durden, el alter ego perverso y retorcido del protagonista, está a punto de volar los edificios donde tienen su sede las oficinas de las compañías de crédito de Estados Unidos. En la película de David Fincher, Tyler Durden le explica lo siguiente al protagonista, su yo convencional y pusilánime: “Por esas ventanas vamos a ver desplomarse la historia de las finanzas. Un paso más cerca del equilibrio económico”. El protagonista, a punto de ser derrotado por Tyler, está repantingado en una silla de oficina, apaleado, sin pantalones y con la cara llena de golpes. Mira fijamente a Tyler sin saber cómo detenerlo. A su espalda, las paredes de cristal nos dejan ver los rascacielos del área financiera. Tyler tiene una pistola y unos minutos antes se la ha metido en la boca y le ha amenazado con volarle la cabeza. Totalmente desesperado, el protagonista le ruega a Tyler que cancele la operación. Tyler ha preparado todo aquello porque piensa que es lo que él quiere, pero no es así, no es eso lo que quiere y se lo dice. Entonces Tyler se cabrea y le espeta: “¿Qué quieres? ¿Tu mierda de trabajo? ¿Estar en un pisito viendo sitcoms?”

Al final, el protagonista, a la desesperada, conseguirá frenar a Tyler pegándose un tiro en la boca, aunque será demasiado tarde. El caos ya ha puesto en marcha su maquinaria  y, en el momento en el que el protagonista, que sigue milagrosamente vivo después del disparo, le dice a Marla Singer –la desequilibrada con la que Tyler mantiene una extraña relación básicamente sexual– que no se preocupe, que está bien, que confíe en él, que todo va a salir bien, vemos a través de los grandes ventanales cómo explotan y se vienen abajo los edificios de las empresas de crédito de Estados Unidos mientras suena de fondo el Where is my mind? de los Pixies.

Al 2014 solo puedo desearle que tenga un final parecido al de la película. Espero que sea un año en el que muchos de los que se sienten estafados por la realidad no puedan controlar su parte perversa y que el sistema financiero mundial acabe hecho cascotes, literal o metafóricamente, que eso es lo de menos. Y a vosotros, que lo veáis y lo disfrutéis.

martes, 13 de agosto de 2013

The Dude

Uno de los antihéroes más carismáticos que nos dejó la gran pantalla en los 90 fue, sin duda, el protagonista de “El gran Lebowski” (encarnado de forma brillante por el actor Jeff Bridges), the Dude, que en español fue traducido, con su dosis de acierto y desacierto, como el Nota. Con su dosis de acierto porque el apelativo Nota gustó y se ha mantenido en el imaginario colectivo de los españoles. Y con su dosis de desacierto porque si algo no es Jeff Lebowski es un nota. Para mí la palabra nota se aplica más bien a una persona que desentona, que llama la atención de forma desagradable o brusca, alguien como, por ejemplo, su amigo Walter (el genial actor John Goodman), un veterano de Vietnam que es capaz de sacar una pistola para dirimir una discusión en la bolera o que revienta un coche con una palanca para dar una lección a un adolescente medio alelado.

The Dude en inglés no significa nota ni mucho menos. Dude quiere decir tipo, individuo, es decir, un cualquiera. Y se puede utilizar como sinónimo del vocativo informal guy, que sirve para dirigirte a todo el mundo, como nuestros tío y tía. Por eso no creo que los hermanos Coen estuvieran pensando en un nota cuando crearon el personaje. Más bien se trataba de crear el antihéroe total, un don nadie, un perdedor que pasaría totalmente inadvertido en Los Ángeles si no saliera a la calle en bata algunas veces.

Jeff Lebowski es un fracasado que vive al día, que no tiene futuro y que carece de un pasado glorioso. Los Coen nos cuentan poco de él porque probablemente no hay nada que contar. El mismo Dude nos da algunas pistas sobre su pasado, historias que uno no sabe si creerse o no, como que en una ocasión firmó un panfleto de protesta o que trabajó como roadie en una gira de Metallica. También comenta que estuvo en la universidad, aunque reconoce que sus recuerdos son borrosos porque se pasó todo el tiempo fumando porros, montando broncas y jugando a los bolos.

Supongo que el personaje nos cae simpático por su sencillez, su humildad, su falta de profundidad o de dobleces, su carencia absoluta de ambiciones. Es un tipo tranquilo, que se declara pacifista, que no tiene ningún empleo, que juega a los bolos, fuma porros y de vez en cuando se toma algún ácido. Viste como vive, sin pretensiones, huyendo de la formalidad y solo preocupándose por estar cómodo. En la soleada Los Ángeles se puede permitir el lujo de pasar la mayor parte del tiempo con ropa de playa: camisetas de algogón, una variada colección de bermudas y, por supuesto, chanclas. The Dude, en mitad de la ciudad de las ambiciones desatadas, es un tipo que vive como si hubiera comprendido que nada en este mundo merece tanto la pena como para esforzarse por conseguirlo. Porque otra cosa que nos cuentan de él es que es un tipo extremadamente vago, probablemente el más vago de Los Ángeles y, por tanto, uno de los más vagos del mundo.

Pero si nos conquista desde el principio no es solo por su pachorra a la hora de encarar la vida, sino porque, aunque sea un pringado y un loser, no está dispuesto a dejarse pisotear por los poderosos. Pase que por culpa de los ricos y sus líos absurdos le metan la cabeza en el váter y le rompan una baldosa con la bola de jugar a los bolos, pero lo que no puede tolerar es que un matón de mierda chino se mee en su alfombra, una alfombra que le daba armonía a su salón.

Lo que nos gusta de the Dude es que no tiene miedo de enfrentarse a los ricos y que tampoco tiene ningún problema en aprovecharse de ellos si se le presenta la ocasión y la empresa no requiere un esfuerzo desmesurado. Por eso no desprecia una copa si se topa con un lujoso mueble bar en una de las mansiones de esos tipos que tanto le resbalan, ni tiene reparos en hacerles algún trabajo sencillo si la recompensa que le prometen asciende a unos cuantos miles de dólares. Y tampoco le hace ascos a tirarse a una niña pija (Julianne Moore nada menos) si se presenta en su casa y se le ofrece en bandeja. Porque se puede ser humilde, vago e inútil, pero nunca imbécil.

Y es por todo eso por lo que the Dude nos cae tan de puta madre y, después de ver la película, a todos nos gustaría que fuera nuestro colega para irnos con él a echar unos bolos.

domingo, 21 de octubre de 2012

Universos morales


El otro día, volviendo a ver “Balas sobre Broadway”, me puse a pensar en el relativismo moral. Fue por culpa de esa escena genial en la que el protagonista, un dramaturgo que dirige por fin una obra con un buen presupuesto, le cuenta a un amigo que tiene remordimientos por estar engañando a su novia con una actriz y este le dice: “Oye, la conciencia es un rollo burgués. Un artista crea su propio universo moral”. Y después de un pensamiento tan profundo añade un consejo impepinable: “Hay que hacer lo que hay que hacer”. Esta ética tan sólida no solo servirá para tranquilizar la conciencia del protagonista, sino también para que su amigo se aproveche de la situación y se acueste con su novia.

Este de los universos morales es un tema que siempre me ha apasionado. Es bien sabido que muchos ateos en el fondo somos unos moralistas. Tiene mucho sentido. Las religiones son cómodas. Te dan todo el trabajo hecho: unos cuantos mandamientos y ya tienes el mal y el bien perfectamente clasificado en dos cajones. Un chollo. Los ateos y los agnósticos, sin embargo, nos pasamos la vida reflexionando sobre la ética de nuestros comportamientos. De alguna forma intentamos justificar lo injustificable, esto es, que es mejor portarse bien que mal. Es un trabajo arduo porque, en plan cínico, lo mismo daría ser bueno que malo.

Y luego están los listos, que vienen a ser la mayoría de los que hoy se llaman creyentes, que respetan la religión solo para aquello que les conviene, que bien es sabido que muchos católicos que sacan sobresaliente en procesiones no llegan ni de lejos al aprobado en ayudar al prójimo y en otros dogmas que exigen mucho más sacrificio que pasar por la peluquería y vestirse de domingo para acarrear santos por las calles.

Ahí está la Cospedal, que se disfraza de beata de tiempos de Franco para ir a ver al papa o para asistir al Corpus toledano cuando todo el mundo sabe que en su vida privada no ha tenido nunca ningún problema en desobedecer los preceptos de la Iglesia: divorciada, madre soltera, segundas nupcias... Y eso que para la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana esos son pecados de los gordos. Por no hablar del poco amor al prójimo que demuestra en cada una de sus decisiones políticas. Es curioso que luego no deje de dar dinero a los colegios católicos concertados para que se eduque a la juventud en los dogmas que ella se pasa por donde amargan los pepinos. Y la pregunta es: ¿sufrirá esta mujer al darse cuenta de las terribles contradicciones en las que sustenta su vida? Lo dudo. Supongo que no le ha hecho falta ser artista para crear su propio universo moral.

A veces la gente se pregunta cómo personas que se dedican a putear a todo el mundo pueden dormir tan a gusto por las noches. Y he nombrado a la Cospedal por poner un ejemplo, que igual me hubiera valido cualquiera de los políticos que hoy ostentan un cargo importante en España, del PP o de los otros, que lo mismo me da que me da lo mismo. O algún banquero como Botín. O algún empresario como Amancio Ortega. O algún periodista como Pedro Jota. Estos tampoco son artistas y, sin embargo, gozan de un universo moral tan amplio y desahogado que probablemente hasta tienen sitio para justificar sus tropelías dándoselas de salvapatrias. Los salvapatrias son esos individuos que piensan que son ellos los que tienen que mandar porque los otros siempre lo harían mucho peor.

Lo que la clase media necesita para sobrevivir en este mundo de mierda que nos aguarda es seguir el ejemplo de todos estos próceres nacionales. Cómo me gustaría tener un universo moral tan extenso, vasto e inabarcable como el que tienen ellos para poder ser un sinvergüenza sin remordimientos y sin escrúpulos. Y no me dan envidia ni sus altos cargos ni sus millones de euros, sino la tranquilidad de conciencia con la que viven. Hay que dejar de una vez los psicólogos, los somníferos, las terapias orientales y el yoga, que son rollos de perdedores de clase media, y ampliar sin cortapisas nuestros universos morales. En el mundo que viene la moral va a ser un estorbo y es hora de empezar a soltar lastre.

miércoles, 4 de abril de 2012

Escenas memorables: La vida de Brian

Quienes solo ven una parodia de la vida de Jesucristo en La vida de Brian, no han terminado de comprender la película. La vida de Brian, a la manera de El Quijote, va mucho más allá. La película recrea de forma humorística no la vida de Jesús sino la situación temporal y espacial en la que se supone que tuvo lugar la venida del Mesías. Si alguien busca una parodia de los Evangelios, casi mejor que opte por La pasión de Cristo de Mel Gibson.

La creación de los Monty Python, aunque con la deformación grotesca propia de una comedia inglesa, nos da una visión mucho más acertada de la Judea de los tiempos de Pilatos que cualquier película que se haya hecho sobre Jesucristo. El primer gran acierto es interpretar el fenómeno religioso en clave política. Los Evangelios, vistos desde esta perspectiva, se vuelven mucho más comprensibles. Representan el pensamiento del primer movimiento subversivo que, anticipándose dos mil años a Gandhi, hace de la resistencia pasiva y la no violencia su forma de enfrentamiento contra el pueblo invasor. La imagen que se da de los romanos en La vida de Brian está muy lejos del maniqueísmo de las películas sobre Jesús. En esta película se pone de manifiesto lo beneficiosa que fue la influencia romana para los pueblos que conquistaron. Es memorable este momento de la película:
                -¿Y ellos qué nos han dado? –pregunta el líder del Frente Popular de Judea a sus compañeros de la resistencia.
                -¿El acueducto? (…)
                -Sí, eso sí, es verdad.
                -Y el alcantarillado.
                -Cierto, esta ciudad antes era un asco. (…)
                -Y las calzadas. (…)
                -Y la irrigación.
                -Y la sanidad.
                -Y la educación.

    Para, después de un largo etcétera, terminar preguntándoles:
    -Pero, aparte del alcantarillado, la sanidad, las escuelas, el vino, el orden público, las calzadas, el agua corriente y la sanidad, ¿qué nos han dado los romanos?

En esta visión tan poco maniquea (de la que deberían tomar nota los que dirigen películas sobre la Guerra Civil española) no hay un pueblo mucho más cruel que otro. Quizá pueden parecer más sofisticadas las crucifixiones de los romanos que las lapidaciones de los judíos, pero la diferencia es sutil. Ambos utilizan métodos inhumanos y sus formas de hacer justicia pecan de la misma falta de rigor y de piedad. Unos y otros disfrutan tanto de la crueldad de los espectáculos del circo romano como de las ejecuciones públicas.

El último gran acierto en lo tocante a la ambientación es un dato que está documentado pero que soslayan de forma sospechosa todas las películas de Jesucristo: Judea, en aquellos tiempos, estaba abarrotada de predicadores, profetas de tres al cuarto y charlatanes de diverso pelaje. Jesucristo, por lo tanto, solo sería uno más entre una multitud de caraduras.

La escena que quería recordar es aquella en la que Brian se convierte por azar y mala suerte en mesías. Hay tantas escenas memorables que esto daría para varios posts. Otro día hablaré, por ejemplo, del derecho de Loretta a tener hijos aunque no pueda tenerlos, que es otra de las escenas de las que siempre me acuerdo.

Uno de los grandes aciertos de la película es que Brian no es una caricatura. Ni siquiera es gracioso ni tiene sentido del humor. Simplemente se trata de un mindundi -judío pero hijo ilegítimo de un soldado romano- que odia a los romanos y se une al Frente Popular de Judea para enfrentarse a ellos. Sus motivaciones son meramente políticas, pero una serie de circunstancias más o menos insólitas lo van a convertir en mesías y mártir de un día para otro.

Todo comienza cuando le persiguen los romanos después de haber sido el único superviviente del grupo de insurgentes que habían intentado secuestrar a la mujer de Pilatos. En su huida decide buscar refugio en la casa donde el Frente Popular de Judea lleva a cabo sus reuniones clandestinas. Como no cabe dentro de la casa porque ya hay demasiada gente escondida se oculta en una especie de balcón rústico de maderas y cañas que da a la calle. Después de entrar y salir un par de veces, el balcón termina cediendo y Brian cae sobre uno de los muchos charlatanes que sermonean a los transeúntes con profecías más o menos apocalípticas, metafóricas, grotescas o absurdas. Como ha caído providencialmente sobre el podio que ocupaba el predicador, comprende que puede hacerse pasar por uno de ellos y así engañar a los romanos. Lo primero que dice es esto:
    -No juzguéis si no queréis ser juzgados.
    Algunos hombres y mujeres le escuchan expectantes y uno de ellos le agradece el consejo. Un mendigo que está a su lado se interesa por la calabaza que lleva en la mano. Es una calabaza que le ha regalado el mercader que le ha vendido una barba postiza para disfrazarse. El mendigo tiene interés en comprarle la calabaza. Brian le dice que no hace falta, que se la regala, y vuelve a su sermón con una de las mejores frases de la película:
                -Mirad los lirios… en el campo.
                -¿Hay que mirar los lirios? –pregunta extrañada una mujer.
                -O los pájaros –aclara Brian.
                -¿Qué pájaros? –inquiere uno de los hombres.
                -Cualquiera –responde Brian.
                -¿Por qué? –vuelve a preguntar el mismo.
                -¿Tienen buenos empleos? –aventura Brian.
                -¿Quiénes? –pregunta otro.
                -Los pájaros –aclara Brian.
Y ahí comienza una absurda disquisición acerca de los pájaros que acaba en un galimatías sobre la importancia de los hombres respecto a estos animales. Uno de los que le escuchan le reprocha la manía que tiene con los pájaros.
                -No es ninguna manía –se defiende Brian-. Pensad en los lirios…
                -¡Ahora la toma con las flores!
Cuando comprende que las consideraciones sobre lirios y pájaros no le llevan a ninguna parte, lo intenta con un cuento, pero el auditorio empieza a poner pegas a las imprecisiones del relato. En ese momento aparecen los soldados y Brian se pone nervioso, por lo que empieza a decir frases sin mucho sentido, frases que quizá le inspiran las que escuchó en el sermón de Jesucristo al que acudió pocos días antes:
                -Bienaventurado el que a buen árbol se arrima porque lo cobijará buena sombra.
La gente le increpa diciéndole que eso es una tontería. Él continúa:
                -Y solo a él se le dará…
Brian no llega a terminar la frase. Los romanos pasan de largo y él puede bajar del podio y largarse de allí. Pero la gente que le escuchaba está intrigada y le pide que termine lo que iba a decir. El intenta zafarse alegando que ya había acabado, que no iba a decir nada más. No le creen y empiezan a seguirle. El principio de toda creencia religiosa está en el misterio y Brian no es consciente de lo que está a punto de provocar. Uno opina que si no lo dice es porque se trata de un secreto, lo que aviva el interés de la gente. Otro dice que puede que se trate del secreto de la vida eterna. El hombre al que le había regalado la calabaza insiste en pagarle algo por ella. Brian intenta alejarse de allí. Una de las mujeres que le sigue le pregunta al hombre de la calabaza si es de Brian y, cuando le dice que sí, quiere comprársela. La mujer cree que es un símbolo y que deben llevársela.

Brian corre para perderlos de vista y pierde una sandalia en la carrera. Sus (per)seguidores interpretan la sandalia como una señal. No se ponen de acuerdo en lo que significa, pero están convencidos de que tiene un sentido transcendente. Se enzarzan en una discusión quijotesca sobre el significado de la sandalia y sobre la naturaleza de la misma, ya que no están seguros de si se trata de una sandalia o de un zapato, mientras la mujer de la calabaza dice que se olviden de eso y sigan a la Calabaza Santa de Jerusalén. Los seguidores de la sandalia y los de la calabaza se dividen, pero ambos van tras Brian, que es el mesías que les desvelará los más recónditos arcanos.

El misterio, la búsqueda de respuestas y los símbolos configuran así el sentido de la religión. No servirá de nada que más adelante Brian les diga que no tienen que seguir a nadie, sino que tienen que ser ellos mismos. Esas sabias palabras solo sirven para reafirmarles en su fe en la sabiduría de Brian, su nuevo líder, el nuevo mesías.

Por todo esto considero que La vida de Brian se vale de la parodia para explicarnos, mucho mejor que otras historias más serias, el hecho religioso. Por otra parte, la deformación grotesca con que nos presenta la época no impide que comprendamos que cualquier acercamiento a los sucesos que originaron todas y cada una de las religiones es misión imposible. ¿Cómo podemos estar seguros de lo que pasó en la antigüedad si hoy mismo, cuando disponemos de infinidad de medios de comunicación, no podemos saber con certeza lo que pasa a cien metros de nuestras casas? ¿Cómo podemos dar credibilidad a unas historias que tuvieron lugar en un momento donde la forma de comunicación oficial era el boca a boca y la mayoría de la población era totalmente analfabeta? Si no habéis jugado nunca al teléfono escacharrado, os invito a hacerlo durante estos días como actividad alternativa a las procesiones. Y si no estáis para juegos, ya sabéis, salid al campo y mirad los lirios.

martes, 13 de diciembre de 2011

Escenas memorables: Érase una vez en América

En las más de tres horas y media de la mítica Érase una vez en América de Sergio Leone hay muchas escenas impagables, pero ninguna me impresionó tanto como esa en la que el joven Patsy le lleva un pastel de nata a Peggy, una adolescente con vocación de prostituta, para conseguir sus favores sexuales.

Es una escena que no aporta nada a la trama principal de la película, pero el propio director -que tanto tuvo que pelearse con los productores para defender la desmesurada duración del metraje- tuvo que ser consciente de su importancia, de su profunda significación. Son cuatro minutos soberbios que Leone sabía que no podían quedarse fuera del montaje final. Porque el director italiano que inmortalizó el spaghetti western no solo quiso hacer una película de gángsters con todos sus ingredientes, sino meter dentro todo lo que para él significaba la América del siglo XX. La necesidad y la precariedad, moral y económica, de las primeras décadas del siglo sin duda le parecían un tema fundamental.

La escena está protagonizada por Patsy (Brian Bloom), uno de los muchachos que hacen de comparsa de Noodles, el protagonista (Scott Tiler en el papel de adolescente y Robert de Niro en el de adulto). La secuencia empieza cuando Patsy va a comprar un pastel de nata de cinco centavos, que, como bien le explica a su amigo pastelero, es el precio estipulado para follar con Peggy, que por uno de dos no pasa de la paja.

Con el pastel bien envuelto se acerca hasta el piso de la muchacha y llama a la puerta. Sale a abrir la madre de la chica y le dice que espere, que Peggy se está bañando. Patsy, que alcanza a verla medio desnuda metida en un barreño, se queda esperando en las escaleras.

Sergio Leone debió de medir muy bien el tiempo de esta escena. Patsy se queda solo y no dice ni una palabra. El espectador tiene que entender todo el proceso mental del protagonista observando sus gestos y sus acciones. Me atrevería a comparar esta escena con aquella otra mítica de Chaplin en la que se comía una bota.

Patsy, que no sabe qué hacer mientras espera, observa que hay algo de nata en los bordes del papel del envoltorio. Casi como si se estuviera esforzando por dejar el regalo más presentable, recoge con los dedos esos restos de nata y se los lleva a la boca. Después de meditarlo unos instantes se decide a abrir el paquete y coge la guinda, pero se arrepiente y la vuelve a poner en su sitio. Se conforma entonces con rebañar la nata que se ha quedado adherida al envoltorio. Cuando termina de hacerlo, está decidido a dejarlo ahí y hacer como si no hubiera pasado nada. No puede. Finalmente se come la guinda. A renglón seguido hace un amago de querer envolver de nuevo el pastel, pero termina comprendiendo que ha quedado totalmente deslucido sin la guinda. Ha llegado a un punto de no retorno y ya no tiene sentido seguir engañándose. Es entonces cuando se abalanza literalmente sobre el pastel y empieza a devorarlo con ansiedad.

Cuando todavía tiene los dedos manchados de pastel y la boca ribeteada de blanco, se abre la puerta y sale Peggy cargada con un cesto de ropa. Patsy se apresura a esconder el papel del envoltorio. A lo que no le da tiempo es a preparar una buena justificación para explicar por qué la estaba esperando. Ella le pregunta qué quiere y él le dice que no quiere nada, que había ido a decirle algo de parte de los chicos, algo que no es capaz de decir qué es y que decide que ya le dirá en otro momento. Después de una explicación tan cantinflera, Peggy, que es puro genio, no le da más importancia y se aleja de allí meneando la cabeza, como dejándolo por imposible.

Para mí esta escena, aparte de tener una calidad cinematográfica incuestionable, me sugiere dos lecturas posibles, complementarias. Una muy literal: a veces el placer de comer puede superar al deseo sexual, sobre todo si acucia la necesidad. La otra, mucho más profunda: en ocasiones actuamos como movidos por resortes que no controlamos, por ideas que nos meten en la cabeza, por convenciones que aceptamos sin cuestionar, por instinto, por deseos irracionales. Y eso nos impide diferenciar lo principal de lo accesorio, lo necesario de lo prescindible.

Llegan tiempos duros en los que habrá que saber elegir qué es lo que queremos, por qué merece la pena hipotecarse, por qué merece la pena trabajar como un mulo. Y veo a mucha gente confusa, gente que no sabe diferenciar lo necesario de lo contingente, gente que se ofende si le dices que parte de sus problemas los tienen por haber intentado vivir por encima de sus posibilidades, que considera que haber comprado un piso de 300.000 euros, dos coches de 18.000, una Kawasaki 500 y una Playstation 3 era algo razonable que entraba dentro de las aspiraciones de un currante. Y, por supuesto, unas vacaciones caras en el extranjero. Y un montón de copas cada fin de semana en garitos caros, de los que tienen pestillo en el servicio para poder consumir a gusto el imprescindible gramo de farlopa.

Pero ahora todo se ha acabado. Para algunos, los que ya no tienen ni los cinco centavos que vale el pastel, definitivamente. Otros tendrán que elegir cómo sacarle partido a esos cinco centavos, a la calderilla que suena en el fondo del bolsillo.

A lo mejor no es tan difícil elegir. A lo mejor para acertar en la elección solo necesitamos, como Patsy, un poco de tiempo. El problema es que el mundo va demasiado deprisa y así es imposible  pensar.

viernes, 29 de abril de 2011

Escenas memorables: El Día de la Marmota

“-Te estás perdiendo la fiesta. Esta gente es genial. Algunos han estado de juerga toda la noche. Cantan canciones hasta que cogen mucho frío. Entonces se sientan junto al fuego, se calientan y vuelven a cantar más.
            -Sí, son palurdos, Rita.”

Un título genial

Qué gran película El Día de la Marmota. En España la estrenaron con el título de Atrapado en el tiempo. Probablemente algún lumbreras pensó que no  entenderíamos el significado del título porque se refiere a una fiesta local de algunos lugares de Estados Unidos. De lo que no se dio cuenta es de lo bien que sonaba el título original y de lo divertida que suena la palabra marmota en castellano. Mucho mejor que en inglés, que es “groundhog”, y mira que en inglés casi siempre suena todo mejor.

Un tópico de nuestros días

El Día de la Marmota ha creado un tópico de nuestros días. No es raro escuchar a alguien decir “esto parece el Día de la Marmota” cuando la realidad se repite de forma absurda y sorprendente. Y es que en la película el protagonista está condenado a repetir una y otra vez, como si de una suerte de maldición se tratara, el Día de la Marmota en Punxsutawney, una pequeña localidad de Pennsylvania.

La maldición de la comedia

No voy a contar la película ni voy a hacer una crítica. Ya sabéis que no suelo hacer críticas en mi blog. Hablo de mis fobias y de mis filias, pero sin pretender sentar cátedra. En este caso, sin embargo, como amante de la buena comedia, no puedo seguir adelante sin decir que esta película es una de las mejores comedias que se han hecho en las tres últimas décadas. Me fastidia que la cataloguen simplemente como comedia romántica. Sí, parte de su argumento va por esos derroteros, pero el significado global de la película es mucho más profundo.

Yo mismo muchas veces me he sentido como Phil, el personaje que encarna Bill Murray. Phil, que es el presentador del tiempo en una cadena de televisión de tres al cuarto, está muy cabreado porque le obligan a ir a un pueblo de mierda a retransmitir una fiesta local totalmente estúpida en la que fingen hablar con una marmota que predice la llegada de la primavera. La película es toda una argumentación que intenta convencernos de que si no podemos cambiar el mundo, sí podríamos, al menos, mirarlo con otros ojos y llenar nuestras vidas de todo aquello que merece la pena.

Ya quisieran muchos dramas de esos petardos que reciben premios en los festivales -y que curiosamente casi nunca tienen banda sonora- ser la mitad de profundos que esta película. Es la maldición de este género. La comedia, salvo en casos muy puntuales –Billy Wilder, Woody Allen, los hermanos Coen y un etcétera muy cortito- es un género maltratado por la crítica y pocas veces reconocido por los cretinos que dan los premios.

Una de mis escenas favoritas

En este post quería recordar la memorable escena en la que Phil Connors -que ya se ha dado cuenta de que, haga lo que haga, siempre vuelve a despertarse en el mismo lugar, a la misma hora, en la misma fecha y con el insufrible I got you babe de Sonny & Cher- empieza a estar desesperado y busca en la bebida una forma de evasión. Termina emborrachándose con dos paletos del pueblo a los que les pregunta, casi a modo de pregunta retórica:
            -¿Qué haríais vosotros si estuvierais atrapados en un lugar y cada día fuera el mismo y nada de lo que hicierais importara?
            -Ese es el resumen de mi vida –responde uno de ellos.
Un rato más tarde, cuando dan por terminada la velada, Phil se ofrece como conductor para llevar a casa a sus dos compañeros de juerga. Dentro del coche tiene lugar el siguiente diálogo:
            -Quisiera haceros una pregunta –dice Phil.
            -Dispara.
            -¿Y si no hubiera mañana?
            -Si no hubiera mañana significaría que no habría consecuencias. Por lo tanto no habría resacas y podríamos hacer lo que quisiéramos -dice uno de ellos y se echan a reír.
            -Es cierto –concluye Phil-. Podríamos hacer lo que quisiéramos.

En ese momento Phil da un volantazo para subirse a la acera y reventar un buzón de correos. Dos policías ven lo que han hecho y salen tras ellos. Así comienza una alocada persecución. Phil intenta que los policías no les alcancen mientras no deja de despotricar contra todas esas órdenes que nos dan durante toda la vida para que seamos buenos y nos portemos bien. Es casi un monólogo que sus acompañantes escuchan atónitos porque no pueden dar crédito a lo que está pasando. Se salvarán por muy poco de morir arrollados por un tren y acabarán estampándose contra unos coches aparcados justo después de llevarse por delante un cartel gigante de la marmota, que para colmo se llama igual que el protagonista.

Phil acabará pasando el resto de la noche en la cárcel de la comisaría, pero, como ya esperaba, no pasará nada más porque al día siguiente amanecerá otra vez a la seis de la mañana del detestable y traumático Día de la Marmota en la cama del hotel que Rita, su adorable productora, le ha reservado.

Si no hubiera consecuencias

Lo normal es que no hagamos lo que queremos porque siempre hay consecuencias. Pero ¿y si no las hubiera? ¿Qué haríamos si pudiéramos hacer lo que quisiéramos sin que nos pasara nada malo?

Imagina que te tocan 20 millones de euros en el Euromillón. ¿Te importaría que te pusieran una multa por exceso de velocidad? ¿Te importaría que te pusieran una multa por fumar en un bar justo después de haberles echado el humo en toda la cara a los policías que habían ido a por ti? ¿Te atreverías a decirle a todos los gilipollas que te rodean lo que piensas de ellos? ¿Serías capaz de dejar a tu mujer y a tus hijos porque sabes que elegiste la opción equivocada? ¿Te despedirías del curro después de decirle a tu jefe que es un subnormal? ¿Dejarías de esforzarte en todo aquello que requiere mucho trabajo y te da pocos beneficios?

Y si, como por arte de magia, fueras inmune a todo lo que pudiera suceder:

¿Beberías hasta reventar sin miedo a la resaca?

¿Probarías esas drogas que siempre te han dado miedo?

¿Contratarías a una multitud de putas para organizar la orgía que nunca te atreviste ni a soñar?

O si eres mujer, ¿te buscarías a varios tipos que te penetraran por todos los agujeros de tu cuerpo porque siempre fantaseaste con esa posibilidad?

¿Le darías a alguien una paliza solo porque siempre pensaste que era lo mínimo que se merecía?

¿Te atreverías a cargarte a alguien porque crees que el mundo estaría mucho mejor sin él?

Desarrolla esta fantasía hasta que tu imaginación no dé más de sí. Descubrirás muchas cosas interesantes sobre ti. Sabrás hasta qué punto las leyes, las costumbres y la educación tienen amordazados y cautivos tus instintos más primarios. Sabrás también que siguen ahí, como un volcán dormido dispuesto entrar en erupción si se presenta la ocasión. Solo hace falta que no haya nada que perder, que sepas que no habrá castigo o que pienses que nadie se va a enterar de lo que estás haciendo.

miércoles, 28 de abril de 2010

Escenas memorables: Forrest Gump

Muchas escenas y frases de Forrest Gump forman hoy parte del imaginario colectivo. Todo el mundo conoce lo de “la vida es como una caja de bombones” o lo de “tonto es el que hace tonterías”. La imagen de Forrest en el banco dándole la chapa a todo el que se sienta a su lado también es un icono cinematográfico que ha quedado. Si vais a algún restaurante Bubba Gump en Estados Unidos, veréis que toda su decoración, marketing y merchandising está basado en la película, aunque han pasado más de 15 años desde su estreno. Forrest Gump es una película de las que perviven. A mí hay una escena que, particularmente, siempre me vuelve a la memoria.

Pero antes de contarla, no puedo evitar hablar de la película. Nunca entenderé por qué un montón de alternativos gafapastas y presuntos cinéfilos de pacotilla la desprecian. Supongo que son los mismos que odian todo lo que es “comercial”. Esa gente que padece animadversión por las mayorías, que abomina de todo lo que sale en los 40 Principales y luego defiende a capa y espada cualquier mierda con la que te salpican desde Radio 3.

Forrest Gump es una película que te emociona y te hace reflexionar. Y, sin profundizar, eso es cierto (no olvidemos que es cine), despliega sobre el tapete un montón de sentimientos y pensamientos universales: la crueldad de la sociedad, la lucha por la supervivencia, la superación personal, la guerra y la paz, el amor puro e incondicional, la discriminación de los que son distintos, el destino y el azar...

Es una película que te lleva de las situaciones más divertidas a los momentos más dramáticos y dolorosos. Solo la ternura atenúa un poco la dureza de ciertas partes. Y la sátira, esa visión (o revisión) irónica de la historia de la gran nación americana en la segunda mitad del siglo XX. Una sátira ciertamente amable, pero no por eso menos efectiva. Es el humor cervantino: esa risa condescendiente que se burla del mundo sin resultar hiriente porque se sabe juez y parte.

No me suelen gustar las películas con voz en off en primera persona, pero hay excepciones. Aquí está totalmente justificada porque te ayuda a ver la realidad desde los ojos de un muchacho corto e ingenuo que apenas entiende el mundo que le rodea. Sólo en algunas novelas excelentes he encontrado algo comparable en este sentido: “Claus y Lucas” (el mundo visto por los ojos de unos niños crueles) o “El curioso incidente del perro a medianoche” (una visión del mundo por boca de un niño autista).

Mi escena preferida es esa en la que Forrest, después de quedarse solo tras la inesperada partida de su querida Jenny, se echa a correr. Porque le apetecía correr, sólo por eso. Y ya que estaba corriendo pensó que podría llegar hasta el final del camino y, una vez allí, que podría ir hasta el final del pueblo, y luego que sería posible llegar hasta el final del condado, y del estado de Alabama, para continuar hasta llegar al océano. Un océano que le obligaba a dar la vuelta, pero que le ofrece la oportunidad de atravesar todo el país hasta llegar al otro océano. Y así, de esa forma tan absurda, se pasa más de tres años de su vida. Corriendo sin más, con los paréntesis justos para comer y mear y cagar y dormir. Una carrera absurda que ni él mismo entiende, pero que los demás no dejan de buscarle sentido. El pensamiento del hombre es teleológico: nos empeñamos en buscarle una finalidad a todo lo que ocurre. La hazaña de Forrest Gump ha de ser un gesto, una protesta, una manifestación por algo, bien en contra de las armas nucleares, bien a favor de la paz mundial o de la defensa de los animales. Eso piensan todos los que se unen a él en su épica carrera. Forrest no se molesta en desengañarlos, aunque sabe que sólo corre porque “tenía ganas de correr”. Por eso, un buen día, de forma inopinada, lo deja sin más. Se detiene y les dice a sus acólitos: “Estoy muy cansado. Creo que me iré a casa”.

A mí la vida en muchas ocasiones me parece una carrera tan absurda y tonta como la de Forrest Gump. Nos pasa a todos los que no comulgamos con ningún credo ni esperamos que venga a redimirnos ninguna ideología. A veces, como Forrest, me detengo e intento dejarlo, pero yo no tengo casa a la que volver y, después de un momento de parón, solo se me ocurre reiniciar la carrera. Supongo que hago lo que hago y voy a donde voy porque no tengo nada mejor que hacer ni un sitio mejor adonde ir.

domingo, 30 de agosto de 2009

Escenas memorables: Los lunes al sol

“Los lunes al sol” es una película realista en tono menor que cuenta la vida anodina de unos trabajadores que se quedaron en paro cuando cerraron los astilleros en los que trabajaban. Es una película con mucha carga social y que nos muestra con gran sensibilidad la terrible vida de los parados. En España, al contrario que en Francia o en Gran Bretaña, no se hace apenas cine de denuncia social. Y es una pena. Este tema daría para mucho. Supongo que la realidad del cine actual, que baila al son que marca Hollywood, no está para estas aventuras. Hace poco leía una entrevista en la que Fernando León de Aranoa, director de la película, contaba entre bromas cómo habían promocionado “Los lunes al sol” para exportarla al mercado norteamericano. La presentaron en un tráiler con fondo de música flamenca como si se tratara de una película de gánsters y mafiosos.

Muchas escenas se podrían destacar de esta joya de nuestro cine: el momento en el que Santa compara la realidad de España con la de una Australia idealizada (que viene a ser justo lo contrario por ser las antípodas), la lectura del cuento de la cigarra y la hormiga, el momento en el que Santa descubre las condiciones insalubres en las que vive Amador, etc. Pero yo me voy quedar con la escena de la farola. A lo largo de toda la película se va desgranando la historia del juicio de Santa, que tiene pendiente el pago de una farola que supuestamente rompió durante los enfrentamientos que hubo entre los trabajadores y las fuerzas del orden durante las manifestaciones que tuvieron lugar para evitar el cierre de los astilleros. Estamos hablando de poco dinero: 8.000 pesetas. Santa se niega a pagar no solo por su precaria situación de parado sino también por un profundo sentimiento de orgullo y dignidad. Y como él mismo explica cuando sus amigos le presionan para que pague y se deje de problemas: “No es que sea cara o barata. (…) ¿Cuánto valen 8.000 pesetas? (…) 8.000 pesetas moralmente valen mucho más”. Finalmente, después de agotar todos los recursos posibles para evitar el pago, termina entregando las 8.000 pesetas. De vuelta a casa, en el coche de su abogado, que intenta tranquilizarlo diciéndole que ha hecho lo correcto y que esta experiencia le va a servir para madurar, Santa, que está encarnado magistralmente por Javier Bardem, no dice ni mu. Hasta que le indica al abogado que siga recto -y aquí viene la escena que yo quería destacar- para indicarle minutos más tarde que se detenga. “Es un momento”, se excusa Santa cuando baja del coche. El abogado no sabe qué pasa. Están en mitad de ninguna parte, al lado de los astilleros abandonados. No sabe qué pretende ahora su cliente. Santa coge unas piedras del suelo y anda unos pasos más para acercarse a su objetivo. Solo necesita una pedrada para reventar la farola que unos minutos antes le han hecho pagar.

A mí también me han multado injustamente. Nada importante, como lo de Santa. No os voy a aburrir con los pormenores del caso. Simplemente diré que aparqué en un lugar en el que según un policía municipal no podía aparcar aunque la señalización indicara lo contrario. Antes de mover el coche hablé con otro policía y me dio la razón, aunque se negó a quitarme la multa y ha mentido en el informe que le han solicitado tras recurrir por segunda vez la denuncia. Yo pensaba –ingenuo de mí- que los dos recursos que he puesto servirían para que me la quitaran porque era un caso muy claro. Podría llevarlo a los tribunales, pero mis únicos testigos son dos policías que me trataron como a una escoria, que han mentido en su informe y que no van a desautorizar a un compañero. El riesgo de que mientan en el juicio (que es lo que, de ordinario, se hace en los juicios) es demasiado grande. Me iba a costar más el remedio que la enfermedad. Así que terminaré pagando la multa, que no es para tanto. Para ser exactos, 90 euros. Pero no me quito de la cabeza la imagen de Santa en el momento angustioso en el que tiene que doblegarse a los mecanismos de la justicia y apoquinar los 1.600 duros.

Tampoco se me va de las mientes la imagen de la farola reventando de una certera pedrada.

miércoles, 15 de julio de 2009

¡Me cago en el misterio!

Este año es el veinte aniversario del estreno de mi película favorita: “Amanece, que no es poco”, de José Luis Cuerda. No voy a utilizar este espacio para hacer una crítica de la película (si queréis la hago brevemente: magistral) y mucho menos para contarla. Tampoco voy a escribir aquí una retahíla de frases célebres del film, que son muchas. Los fanáticos de la película siempre andamos repitiéndolas para desconcierto de los que no la han visto. En fin, que lo que voy a hacer es hablar de mi relación con esta película a lo largo de casi veinte años.

No tuve la suerte de ver la película en la gran pantalla. La estrenaron un año antes de que me fuera a vivir a Madrid y al cine de mi pueblo llegaban entonces muy pocas películas que valieran la pena. Sin embargo, no tardé mucho en tropezarme con ella. Tuvieron que estrenarla pronto en televisión. Calculo que tuvo que ser en el año 90. Recuerdo perfectamente que era viernes o sábado porque estaba por ahí con mis colegas y de repente decidí que me aburría y me fui a casa. Puse la tele y apareció “Amanece, que no es poco”. Me recuerdo mirando la televisión sin dar crédito. Aquella película era la ficción más rara que había visto en mi vida. Cuando llegué a mi casa me alegré de que no hubiera nadie viendo la tele porque quería estar solo, pero luego eché de menos que no hubiera alguien a mi lado para compartir aquel momento mágico. Y para que diera fe de que no estaba alucinando yo solo.

Al día siguiente no tenía otro tema de conversación que la película. Le hablaba a todo el mundo de ella, aunque casi nadie la había visto. Era difícil entonces conseguir películas raras en un pueblo perdido de La Mancha. Los videoclubs dejaban mucho que desear. El milagro llegó poco tiempo después: un amigo mío la tenía grabada en vídeo. Yo me moría de ganas de verla de nuevo. Fue inevitable crear una suerte de cineclub porque yo no dejaba de darle el coñazo a todos mis amigos. La vimos varias veces. Cada vez que encontrábamos a alguno que no conocía la película nos íbamos con él a verla otra vez. Fuimos muchos los que entonces nos hicimos seguidores acérrimos de “Amanece, que no es poco”. Todavía hoy si me entero de que algún amigo no la ha visto, le hago un pase privado o se la presto. Desde hace años la tengo en DVD, original y firmada por el director. El año pasado mi mujer consiguió, después de dar varios codazos en una rueda de prensa, que el mismo Cuerda nos la dedicara. No soy mitómano, pero esto es distinto.

A lo largo de estos años fui dándome cuenta de que aquella fascinación que nosotros habíamos sentido no era un caso aislado. Por todas partes he ido encontrando fans de la película. Siempre es la misma historia: le preguntas a alguien si ha visto “Amanece, que no es poco”, el otro sonríe o directamente se echa a reír y enseguida estamos los dos soltando chorradas de la película y meándonos de risa. Ahora han abierto una página de Facebook de la película y toda la comunidad de fans hemos podido por fin tener un punto de encuentro. Somos legión. Aunque es verdad que también hay mucha gente que no entiende la película y que dice que es una chorrada. Es lo que pasa con muchas obras maestras: las amas o las detestas. No hay término medio.

Por esos avatares de la vida tuve que retrasar mucho el viaje a los escenarios de la película, pero era un viaje que tenía planeado desde principios de los 90. Hace cuatro o cinco años por fin mi novia y yo cogimos el coche y nos fuimos a recorrer los pueblos donde se rodó, que se nombran en los agradecimientos, al final de la película. Son Ayna, Liétor y Molinicos, tres pueblos de Albacete que están en la Sierra del Segura. No pensábamos que íbamos a encontrar unos pueblos tan bonitos en un marco tan maravilloso y a tan pocos kilómetros de Albacete. Desde el año pasado ya hay una ruta turística inspirada en la película que la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, con gran acierto, decidió promocionar. Es un viaje ideal para pasar un fin de semana.

José Luis Cuerda, como es obvio, también se convirtió desde entonces en uno de mis directores preferidos. Nadie como él para recrear el mundo rural. Algunas de sus películas son menores, pero cuando acierta es único. Quiero destacar especialmente algunos títulos: “El bosque animado”, “La marrana” y “La lengua de las mariposas”. Cuerda siempre ha tenido muy mala suerte en los premios. “La lengua de las mariposas” mereció llevarse todos los goyas, pero coincidió con el año en el que la Academia de Cine quiso reconciliarse con Almodóvar y fueron para “Todo sobre mi madre”, una película que, desde mi punto de vista, no pasa de ser entretenida y resultona. “La lengua de las mariposas” es una obra de arte con mayúsculas. También hizo Cuerda otra película en la línea de “Amanece, que no es poco”. Me refiero a “Así en el cielo como en la tierra”, una historia que merece la pena ver aunque no tenga el mismo nivel ni haya dejado la misma huella. Al menos sirvió para que le dieran a Luis Ciges el goya que tendrían que haberle dado por “Amanece…”. Y para terminar, una rareza. Solo los verdaderos fanáticos sabemos que hay un precedente de la película. No me refiero a sus influencias, que claramente son las obras corales de Fellini y de Berlanga, sino a una película que hizo Cuerda en el año 1983 para Televisión Española. Se titula “Total”. No sé si es un largometraje corto o un cortometraje largo, supongo que tiene un metraje adecuado para un telefilme de la época. “Total” parece un borrador de “Amanece…”: ambientación rural, situaciones insólitas, conversaciones disparatadas, un mundo que se rige por reglas distintas al nuestro… Muy recomendable, ahora que probablemente la podéis bajar fácilmente con el emule u otros programas similares.

No sé las veces que he visto “Amanece, que no es poco”, pero creo que debo andar cerca del que tenga el record. La cuestión es que cada cierto tiempo me apetece retomarla. Y, lo que es más curioso, me he dado cuenta de que muchas veces me la he puesto entera o en parte cuando me encontraba un poco depre. Me pasa también con algunas canciones a las que recurro especialmente cuando estoy bajo de moral. Eso me hace pensar que para mí la película tiene un significado profundo que va más allá de la hilaridad que puedan provocarme sus gags de forma individual. Para mí, que no creo absolutamente en nada y que nunca he sabido por qué estamos en este universo, “Amanece, que no es poco” viene a decirme que este mundo es como es sólo por azar, que bien podría haber sido de otra manera. El resultado solo depende de cómo se hayan mezclado los colores en la paleta del pintor. Ver la película supongo que me ayuda a relativizar bastante el absurdo de la existencia. Sobre todo cuando pienso que no hay pintor y que ha sido el azar más veleidoso el que ha decidido la mezcla. Los hay que piensan que hay pintor y que éste ha hecho la mezcla a conciencia, pero a mí no me gusta presumirle mala fe a nadie, y menos sin conocerlo. La frase que resume todo esto está justo al final y, a pesar de su grandeza, no es de las que más solemos recordar los acérrimos de la película. La dice Saza, que es el cabo de la Guardia Civil, justo cuando desesperado se lía a tiros con un sol que amanece por donde no debe: “¡Me cago en el misterio!”.