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domingo, 15 de septiembre de 2013

Psycho

La primera vez creí que todo acabaría largándome de allí, cambiándome de casa y alejándome de aquel lugar maldito. No fue fácil tomar la decisión. Antes de llegar a ese punto hubo muchas noches insomnes y muchas dudas, y estuve muchos meses buscando otra salida que no fuera huir de allí. Pensé incluso en ir a la policía, aunque terminé descartándolo porque suponía lo que me iban a decir. No ignoraba que el tipo que me acosaba y me aterrorizaba aún no había hecho nada ilegal. Sabía bien lo que hacía y hasta dónde podía llegar para que no pudiera echarle encima a los agentes del orden.

Recuerdo, como si se tratara de la escena de una escalofriante película de terror, el momento en el que desperté en mi nueva casa y comprendí que todo había sido en vano. Era domingo y había terminado de hacer la mudanza el día anterior. Ni un día de tregua me había concedido. Le escuché claramente al otro lado de la pared, en el piso contiguo. No tuve ninguna duda de que se trataba de él. Me tiré varias horas sin salir de la cama, llorando de impotencia. Me sentía totalmente inerme y vulnerable frente a aquel obseso que me perseguía.

Pero no me rendí. Madrid es una ciudad grande y pensé que debía de haber algún sitio donde poder esconderme. Por eso cambié de piso cuatro o cinco veces más. Las mudanzas, los pisos y las calles se confunden en mi memoria. En una ocasión creí haberle dado esquinazo. Fue la vez en la que más sufrí. Llegué a hacerme ilusiones. Durante varias semanas no apareció y eso hizo mucho más duro el desengaño aquel sábado de primavera en el que supe que había vuelto al escuchar sus pasos, esta vez en el piso de arriba, y el ruido de los muebles que arrastraba.

Aun sabiendo que no serviría de nada, terminé yendo en un par de ocasiones a hablar con la policía. Se mostraron comprensivos y dijeron que me entendían, pero me explicaron que no podían hacer nada hasta que aquel tipo cometiera algún error y cruzara la delgada línea que separaba sus insidiosos actos del crimen.

Desesperado, sin saber qué hacer, cambié de ciudad. Me fui lejos de allí, a escondidas, casi a hurtadillas, dando un largo rodeo para que nadie pudiera saber adónde iba y mirando constantemente por el retrovisor para estar seguro de que nadie me seguía.

No me sirvió de nada. No sé cómo pero tengo la sospecha de que esta vez ni siquiera me siguió. Cuando llegué, ya me estaba esperando.

Ahora vivo en un estado entre la angustia y la resignación mientras resto los días que inexorablemente me conducen a un nuevo fin de semana. Porque allí está él, mi torturador, cada sábado, cada domingo, a primera hora de la mañana, taladrando paredes y dando martillazos, sin descanso, con inquebrantable obsesión de psicópata que nunca se rinde.

A veces me meto debajo de las sábanas y me tapo la cabeza con la almohada esperando que cesen los golpes y el ruido inmisericorde del taladro, deseando con todas mis fuerzas que desaparezca ese tipo, que se volatilice para siempre como si no hubiera sido nada más que un mal sueño. Pero sé que me engaño a mí mismo, que estoy despierto, que no hay escapatoria y que esto no es una salida.

jueves, 22 de enero de 2009

Presupuestos, desplazamientos y miserables

La primera vez que un fontanero me hizo la trece catorce estaba yo en la universidad. Pero en la universidad no te enseñan a manejarte en la vida. Por eso el fontanero me miraba con cara de pitorreo justo después de haber dicho que me iba a cobrar un ojo de la cara por los diez agotadores y estresantes minutos de trabajo que empleó en desatascar las tuberías de mi baño. Me dejó todo el suelo lleno de agua maloliente y una cara de tonto que no se me olvidará jamás.

Gracias a aquella traumática experiencia aprendí dos cosas. La primera: cómo se desatascan las tuberías de un baño. Nunca más he tenido que llamar a un fontanero para ese menester. La segunda: que es bueno conocer todo lo que se pueda del arte del chapuceo para escapar de las garras de los estafadores.

Ahora sé cómo hacer muchos trabajos de bricolaje y cómo solucionar muchos problemas domésticos. Eso se aprende rápido cuando vives durante muchos años en precario. También he aprendido a pedir presupuestos antes de emprender cualquier reparación y a preguntar previamente si el presupuesto es gratuito.

Ya no me suelen engañar, pero tengo unos problemas increíbles para encontrar profesionales que trabajen de forma honrada o profesionales que trabajen de forma profesional, porque muchos de ellos demuestran un desprecio pasmoso por el cliente. Al menos en Madrid y en Toledo, que son las ciudades que conozco y que en este aspecto tienen mucho que mejorar.

Todavía recuerdo lo mal que lo pasé cuando llegué a Toledo por el tema de la calefacción. Necesitaba poner una caldera nueva y pedí presupuesto a tres instaladores. Al final no sé si el precio que pagué era razonable. Me la instaló el único que se dignó a pasarse por mi casa, y lo hizo porque casi se lo pedí de rodillas. Algunas veces no te queda más remedio que pasar por el aro. Ahora ya tengo una caldera y un seguro para que me la revisen todos los años. Lo del seguro es una cabronada que pago casi por coacción. El que hace las revisiones de las calderas me dijo que si no la aseguraba y algún día tenía una avería, ellos se encargarían a la hora de extenderme la factura de que me arrepintiera de no haber contratado el seguro. Extorsión doméstica al más puro estilo Al Capone.

Últimamente he tenido en casa un par de reparaciones y reformas que no podía realizar yo mismo y lo he pasado fatal. Presupuestos desmesurados, operarios que se comprometen a ir a tu casa y para localizarlos tienes que emitir una orden de busca y captura, tardes enteras esperando al profesional de turno sin saber a qué hora vendrá...

Una de las anécdotas más divertidas la tuve con la lavadora. Necesitaba cambiar la goma de la puerta de carga. Lo tenía fácil. En la acera de enfrente de mi casa hay una tienda de reparación de electrodomésticos y pensé que la suerte me sonreía. No me costó ningún trabajo acercarme a pedir un presupuesto. Lo mejor del presupuesto fue el importe que tenía que pagar solo en concepto de desplazamiento: 35 euros. Le dije a la chica que me atendió que esa tarifa no deberían aplicármela porque daba la casualidad de que vivía justo enfrente. La chica me miró con condescendencia y me dijo que eso daba lo mismo. Es decir, que el importe era obligatorio. A punto estuve de decirle que en ese caso deberían corregir el concepto del mismo, y donde ponía “desplazamiento” escribir “tasa abusiva por pringado”, “impuesto revolucionario” o algo por el estilo.

No entiendo que haya crisis y tan pocas ganas de trabajar. Los que se dedican a los trabajos domésticos ofrecen muy poco a cambio de mucho dinero. Eso perjudica a su sector. Al final somos muchos los que aprendemos a hacer esas tareas por nuestra cuenta. Supongo que les da igual. Muchos de los que se dedican a las ñapas son unos miserables que mantienen su negocio gracias a los incautos, a las abuelitas, a las personas que no tienen tiempo y a las que son completamente negadas para los trabajos manuales.

Estoy tan cansado de las reparaciones domésticas y del chapuceo que pagaría -siempre que el precio fuera razonable- hasta por que me cambiaran las bombillas cuando se funden. Pero, como casi todos, estoy condenado a seguir aprendiendo bricolaje, a buscarme la vida cada vez que tengo una avería y a volverme loco para encontrar profesionales honrados cuando no me queda más remedio.