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jueves, 28 de enero de 2016

El secreto de la educación finlandesa

Por ser de naturaleza fantasiosa o por simple y puro complejo de inferioridad, los españoles tendemos a idealizar los países nórdicos, especialmente aquellos cuyos nombres terminan en landia. Culpa de Walt Disney, supongo. Todas nuestras utopías sobre democracias maravillosas y quiméricas se cifran normalmente en Finlandia e Islandia, lugares que, por otra parte, ni conocemos ni pensamos visitar. Y por supuesto no tenemos en ellos a ningún pariente o amigo que nos pueda dar cuenta de lo que allí se cuece.

¿Quién no ha oído hablar de Islandia, ese país de ciudadanos valientes y comprometidos que, en los tiempos del 15-M, se negaron a rescatar a los bancos y metieron a todos los políticos corruptos en la cárcel? Creo que algo hubo de todo eso, pero con infinidad de matices y peros que alejan la realidad de Islandia de ese país modélico con el que algunos sueñan.

Otro tanto viene sucediendo con Finlandia, aunque en este caso como ejemplo de país con un sistema educativo eficiente y admirable que siempre los eleva al podio del informe PISA. Los fanáticos defensores del modelo finlandés no lo conocen en profundidad, pero han leído por ahí alguno de los innumerables artículos que todos los periódicos han publicado sobre la educación finlandesa, han retenido un par de ideas vagas que suenan muy bien en el contexto de sus fantasías y ya no saben hablar de otra cosa en cuanto alguien saca el tema. Pues en Finlandia eligen a los mejores profesores. Y los alumnos no repiten curso. Y no les ponen notas numéricas. Ni llevan tareas para casa. Y el Estado costea todos los gastos. Etcétera. No os voy a aburrir contándoos todas las bondades de la educación finlandesa, que para eso solo tenéis que buscar en Google y os aparecerán artículos sobre el tema para aburrir. Tampoco me voy a entretener en matizarlas por no extenderme demasiado.

Lo que quiero es poner en duda que un modelo como el finlandés pudiera funcionar aquí, fuera de su contexto. Para empezar porque su sistema educativo es público en un porcentaje elevadísimo. Ni una universidad privada hay en Finlandia. Así que todos esos colegios concertados y privados que intentan engañarnos diciéndonos que copian el modelo finlandés tendrían que empezar por echar el cierre para dar ejemplo.

¿Y cuál es el contexto de la educación pública finlandesa? Pues de Perogrullo: que está en Finlandia y pensada para alumnos finlandeses. Ahí es donde radica el secreto de su éxito. Los alumnos finlandeses, y los finlandeses en general, son gente esforzada, seria y responsable. Solo el 8% del alumnado finlandés no completa sus estudios obligatorios. Estoy seguro de que trabajan tanto en clase que por eso no es necesario mandarles tareas para casa. Y apostaría a que en los niveles más altos se matan a estudiar, que el suyo, por lo visto, es un sistema muy exigente y competitivo. Solo hace falta decir que para acceder a la carrera de maestro de primaria es necesario tener un sobresaliente en el bachillerato. En uno de nuestros periódicos más católicos he llegado a leer que la forma de ser de los finlandeses se debe en gran medida a una educación de herencia luterana, que fomenta le responsabilidad y el esfuerzo.

No, no debe de ser nada fácil para un mediterráneo integrarse en un sistema que requiere un grado de esfuerzo y de voluntad tan grande. Ni siquiera lo sería para los padres. Porque los padres finlandeses consideran la educación de sus hijos como algo primordial y se esfuerzan por darles ejemplo, y de qué modo. El 80% de las familias van a las bibliotecas los fines de semana. A las bibliotecas, no al McDonald ni a los centros comerciales. Finlandia es el país que más libros publica por número de habitantes. Se pasan la vida leyendo, incluso lo hacen cuando ven cine, que allí a nadie se le ha pasado por la cabeza doblar las películas extranjeras. Una estampa cotidiana en los hogares finlandeses es la de los padres tomando café al mismo tiempo que leen la prensa. De esta forma les transmiten a sus hijos lo importante que es leer y estar informados sobre lo que sucede en el mundo.

Y aunque al parecer los jóvenes finlandeses viven en hogares acogedores y tienen unos padres que se preocupan mucho por ellos, pronto abandonan el nido. Allí los hijos no se perpetúan en casa como esos trastos viejos que se acumulan y van cogiendo polvo en el trastero. Sorprendentemente, muchos de ellos se van de casa poco después de alcanzar la mayoría de edad. Incluso los que siguen estudiando. Los universitarios suelen hacerlo en cuanto empiezan la universidad. Tienen becas para estudiar, es cierto, pero resultan insuficientes y muchos de ellos se buscan algún trabajo a tiempo parcial que les permita ser totalmente autosuficientes.

Puede que todo eso explique, mucho mejor que su sistema educativo, por qué siempre sacan las mejores notas en PISA. Su sistema educativo no deja de ser otro síntoma de su forma de ser.

No vayáis a pensar que todo esto lo digo para rechazar un sistema educativo de tan probada eficacia. Todo lo contrario. Como profesor, estaría encantado de poner en práctica todas las innovaciones que pudiéramos importar de Finlandia. No tengo ningún problema en dejar de mandar tareas a mis alumnos, ni en que prohibamos para siempre las repeticiones de curso, ni en reducir las ratios, ni en potenciar la enseñanza pública. Y si tengo que ponerme las pilas y hacer cursos de formación para alcanzar las altas cotas de preparación de los profesores finlandeses, podéis contar con mi predisposición absoluta. Sin duda, una iniciativa así sería todo un éxito si contáramos con la materia prima adecuada para ponerla en marcha. Llenadme la clase de alumnos finlandeses y mañana mismo, si queréis, empezamos.

Y si esto último no es posible, dejad ya de tocar los huevos con el sistema educativo finlandés y busquemos un sistema educativo que pueda servir para una sociedad que siempre ha presumido de su incultura, que idolatra a personajes como Messi o Sergio Ramos y que sueña con llegar a protagonizar algún día uno de esos programas tan fascinantes que emite Telecinco. Y obviamente no me estoy refiriendo a Pasapalabra.

domingo, 8 de noviembre de 2015

El infierno de las actividades extraescolares

A comienzos de los noventa, en mis años universitarios, me ganaba la vida como podía. Durante el curso, una de mis fuentes de ingresos eran las clases particulares. Solía dar clases de sintaxis o latín, pero, como se trataba de sobrevivir a toda costa, si me salía cualquier otra cosa para la que me viera capaz, la aceptaba. Sin duda, el caso más curioso que tuve fue una madre pija que me contrató para que le transmitiera a su hija el amor por la lectura.

Vivían en un piso enorme por la zona de Diego de León. No recuerdo los detalles, pero sí que todo estaba impoluto –supongo que tenían servicio–, que era un piso moderno y sofisticado, con líneas rectas y muebles de diseño, y que la madre, una mujer aún joven y tremendamente atractiva, parecía diseñada para ir a juego con su casa. No así su hija, que desentonaba igual que una cagada de paloma en un vestido de novia. Aunque iba a verla por las tardes, en muchas ocasiones la encontraba aún con el uniforme del instituto de monjas. Creo que cursaba entonces segundo de BUP. No era guapa como la madre. Tenía cara de novicia amargada, la piel blanquecina, la mirada triste y el pelo siempre recogido en una cola de caballo.

A la chica sí le gustaba leer. Lo comprendí después de pasar con ella dos o tres tardes. No leía por falta de tiempo. O de fuerzas. Cuando un día me contó su rutina diaria, su vida me pareció un verdadero suplicio. Aparte del instituto, estudiaba guitarra clásica, una actividad que le absorbía muchas horas. Jugaba en un equipo de balonmano bastante serio que entrenaba varias veces a la semana. Formaba parte de un grupo de boy scout o algo así, puede que fuera una asociación cultural y recreativa de su colegio de monjas. Iba a clases particulares de inglés y, para colmo, tenía que soportar una vez a la semana a un tipo que le preguntaba si se había leído el libro que habían acordado la semana anterior. Un puto infierno.

Arrostré el riesgo de perder aquel pingüe beneficio y, después de una de mis clases, cuando fui a recoger el par de billetes crujientes que cobraba por mis servicios, se lo expliqué a la madre. Su hija no tenía ningún problema con la lectura. El problema era su apretada agenda, en la que la lectura no cabía ni metiéndola a empujones. No me despidió. Tampoco me entendió. Me dijo que de acuerdo y que se alegraba de que a su hija le gustara leer.

Durante los meses que seguí yendo a aquella casa, hasta el final del curso, no volví a mandarle a la chica que se leyera ningún libro. Le llevaba cuentos y los leíamos juntos en la hora que teníamos programada. Recuerdo sus ojos tristes y cansados y su expresión ausente escuchándome con estoica resignación mientras seguro que pensaba en las tareas de clase que aún tenía sin hacer o en la hora de guitarra clásica que tendría un poco más tarde. Pensé en dimitir y no lo hice porque me venían muy bien aquellos dos crujientes billetes que me llevaba cada semana por no hacer prácticamente nada.

Mi infancia y mi juventud fueron las antípodas de las de aquella pobre chica. Nunca fui a ninguna actividad extraescolar. Por precariedad, por pura miseria, esa es la verdad. En mi casa vivíamos con lo justo y aquellos gastos extraordinarios ni se planteaban.

Cuando yo iba a la escuela, creo que en mi pueblo los jóvenes podían hacer actividades extraescolares como piano, guitarra, baile o artes marciales. Yo nunca tuve envidia de los que iban a esas actividades. Puede que un poco más mayor me hubiera gustado aprender algo de música, pero entonces estaba totalmente feliz por no tener ninguna de aquellas obligaciones. No todos, pero algunos de los que iban a esas cosas lo hacían a regañadientes. Y mientras ellos entretenían la tarde con aquellas actividades programadas, yo hacía lo que me daba la gana. Normalmente leía libros y mortadelos, o jugaba con mis amigos en la calle, a veces al fútbol, otras, las mejores, a inventar juegos ingeniosos y fascinantes. En ocasiones vagaba por el pueblo con algún amigo o salíamos a las afueras a deambular por el campo. Si estaba solo, aparte de leer, veía la televisión, escuchaba música, escribía alguna historia o simplemente me quedaba mirando el techo mientras dejaba que mi pensamiento bogara a la deriva.

No saben mis padres cuánto les agradezco que, aunque fuera accidentalmente, me regalaran toda aquella libertad.

Los jóvenes de hoy, en general, me inspiran la misma tristeza que aquella pobre chica rica de Diego de León. Los imagino llegando a casa derrotados después de toda la mañana en el instituto, con el tiempo justo para comer y hacer a toda prisa las tareas, saliendo de casa atropelladamente para no llegar tarde a la academia de inglés, o al gimnasio, o a las clases particulares de música, o al entrenamiento con el equipo de fútbol, y sin apenas tiempo para jugar, para leer, para pensar, para soñar. Y luego pienso en sus padres y madres, esos seres amargados y abnegados que se pasan las tardes haciendo de chóferes de sus hijos e hijas para llevarlos a todas esas actividades que ellos imaginan que les hacen mejores padres y madres. Sorprendentemente, son estos padres que sobrecargan a sus hijos de actividades extraescolares los mismos que protestan porque llevan demasiadas tareas del cole. En muchos casos porque son ellos mismos los que, en su afán por ser los mejores padres del mundo, terminan haciendo las tareas de sus hijos.

No tengo hijos para poder demostrarlo, pero os prometo que si los tuviera, no los llevaría a ninguna actividad extraescolar a no ser que me lo suplicaran de rodillas. Y si cediera y accediera a llevarlos, tened por seguro que los desanimaría todo lo que estuviera en mi mano.

viernes, 9 de octubre de 2015

Niebla

Algún día alguien tendrá que hacer un estudio para evaluar el daño que los profesores de lengua y literatura le hemos hecho a la literatura. Sería curioso conocer la cifra aproximada de personas que han aborrecido la lectura por nuestra culpa. Aunque no toda la responsabilidad es nuestra. Recomendar libros siempre es una tarea ardua, y más si tienes que hacerlo frente a una caterva de adolescentes con las hormonas a flor de piel y las neuronas de botellón. Tampoco ayuda el insalvable abismo generacional que se abre entre los profesores y los alumnos, y el no menos insalvable abismo cultural. Sin embargo, no es tan difícil saber en muchos casos qué libros aborrecen, que la sinceridad, a veces hiriente y poco diplomática, de estas nuevas generaciones es un valor al que no siempre sacamos el suficiente partido. Ignoro por qué muchos compañeros y compañeras de profesión, a los que no quiero presumirles maldad, estulticia o sadismo, desoyen las súplicas y los lamentos de estos pobres adolescentes y siguen infligiéndoles lecturas desfasadas, insufribles, martirizantes.

En el Bachillerato estamos obligados, por currículum, a mandar lecturas relacionadas con los periodos de la historia que se estudian en cada curso, pero en la ESO son opcionales. En la ESO los profesores de literatura nos dividimos en dos grupos: los partidarios de la literatura para jóvenes y los fundamentalistas de los clásicos españoles. Estos últimos son menos, pero se sienten superiores por defender un legado cultural avalado por la tradición y los púlpitos universitarios. Algunos rechazan toda la literatura para jóvenes porque la consideran de baja calidad, otros, en cambio, solo buscan una excusa para no esforzarse en la búsqueda de libros que agraden a los alumnos. Los profesores de la ESO que preferimos los libros para jóvenes en lugar de los clásicos españoles intentamos, con mayor o menor acierto, crear lectores. En el amplio universo de lo que hemos dado en llamar literatura juvenil también hay obras maestras y escritores admirables, y mucha mierda, claro, pero no menos que la que encontramos en la literatura para adultos. La verdad, no sé muy bien qué es lo que pretenden los fundamentalistas de los clásicos españoles mandando el Cantar de Mio Cid, Fuenteovejuna o La Regenta a chicos y chicas de catorce o quince años, sin tener en cuenta que para apreciar esos libros hace falta cierta perspectiva histórica que te permita valorarlos dentro del contexto en el que fueron creados.

He llamado antes fundamentalistas a los profesores de literatura obsesionados por los clásicos españoles porque solo la fe les puede haber convencido de que esas lecturas son sagradas e intocables. Parecen, como los fundamentalistas religiosos, personas a las que les han lavado el cerebro, personas que no ven más allá por culpa de esa niebla que llamamos cultura oficial y que intentan inocularnos en las facultades de humanidades. Conmigo no funcionó. Estudié Filología Hispánica y ya en los primeros años de la carrera comprendí que todo aquello que llamábamos historia de la literatura era una farsa, que estudiábamos la historia que habían pergeñado una serie de catedráticos admitiendo y desechando ciertas obras por conveniencias personales o por prejuicios más o menos despreciables. Cuántas obras estupendas se han quedado fuera de los libros de texto porque no sirven de ejemplo para ilustrar una corriente literaria que los catedráticos ensalzan sobre las demás. Cuántos escritores han sido injustamente olvidados por no ajustarse a los patrones de un movimiento literario. Cuántos libros y escritores tachados porque no cumplían los mínimos de pedantería exigibles para que un catedrático se sienta importante mencionándolos. Y eso por no hablar del elitismo y la afectación de un colectivo que muchas veces vive al margen del mundo real. Ya estoy deseando leer dentro de unos años la historia de la literatura española de la década de los noventa y de la primera de este nuevo siglo para enterarme por fin de los libros que debería haber leído y que seguro que ni me suenan. La leeré con el escepticismo del agnóstico y con la media sonrisa con que hojearía una revista de tendencias esnob y elitista.

Supongo que parte de la culpa del cabreo que me ha llevado a escribir este artículo la tiene la relectura que acabo de hacer de Niebla, el celebérrimo libro de don Miguel de Unamuno con el que varias generaciones de profesores sádicos y fundamentalistas han estado atormentando a sus alumnos. Llevaba años evitando este libro porque el recuerdo que tenía de él era muy malo. Solo por cierto prurito profesional decidí volver a darle otra oportunidad. Había olvidado casi toda su trama –excepto el manido juego metaliterario que inevitablemente aparece en todos los libros de texto– y por un momento pensé que quizá no fuera un libro tan horrible como recordaba. Habían pasado más de veinte años desde que lo leí por primera vez. Ya no era alumno, sino profesor. Contaba con unos conocimientos mucho más amplios de la generación del 98. En fin, que llegué a pensar que podía estar equivocado. Pero no. Porque lo fundamental permanecía inalterable: yo seguía siendo yo y el libro seguía siendo el mismo.

En esta segunda lectura, Niebla me ha parecido igual de cargante, aburrido, pedante, idiota y afectado que en la primera. Hasta el juego de las contradicciones típico de Unamuno me parece tonto y pueril, contradicciones de jardín de infancia que debieron de hacer las delicias de los transgresores de mesa camilla de hace cien años y que hoy provocan vergüenza ajena. El mismo Unamuno debía de ser consciente de la mierda que estaba escribiendo y por eso se tuvo que inventar el timo de la “nivola”, una excusa como otra cualquiera para hacer una novela mala parapetándose en cierto sentido del humor que no llega ni a la categoría de chiste malo, con personajes subnormales, diálogos de oligofrénicos y soliloquios con ínfulas de tesis doctoral que no pasan de pajas mentales. He sufrido en todas y cada una de las páginas del libro. Por las estupideces que leía y porque no dejaba de pensar en los millones de jóvenes que han sido obligados a padecer ese via crucis. Y ahora solo puedo imaginarme las aulas como pequeños campos de exterminio en los que durante décadas, año tras año, evaluación tras evaluación, hemos ido ejecutando, con el convencimiento indolente del verdugo, a millones de lectores. Y no sólo por los libros malos que hemos sacralizado, sino también por haber convertido grandes obras maestras de la literatura en tareas de clase, en deberes, en exámenes. La literatura debería ser justo lo contrario.

sábado, 4 de octubre de 2014

El Quijote

El Quijote siempre vuelve porque a los que somos fanáticos del libro cualquier excusa nos viene bien para reivindicarlo. Por eso el año que viene, que será el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte, se volverá a hablar mucho del libro y de su autor. No siempre con acierto, claro, que los lugares comunes y los errores de bulto son lo que más abunda cuando se habla de El Quijote, un libro que la mayoría de la gente no ha leído y que de los que sí lo han hecho hay muchos que no lo han terminado de entender.

En El Quijote no solo es fascinante la historia que se nos cuenta, sino también el proceso de su composición y la vida que entonces llevaba su autor. Todo lo que tiene que ver con El Quijote está cargado de significación. Incluso los errores, olvidos y desarciertos que cometió Cervantes en su redacción. Y quizá lo más sorprendente sea que haya alcanzado una fama universal sin parangón en la historia de nuestras letras. Si Cervantes pudiera desembarazarse de su sudario, sacudirse los siglos y volver a la vida, probablemente no entendería nada. Y mucho menos lo entenderían otros ingenios contemporáneos suyos. Y es que esta es una de esas veces en la que lo que consigue un autor es infinitamente superior a las pretensiones que tenía.

Cervantes quiso escribir la historia de un hombre de edad avanzada que se volvía loco por leer las estupideces que aparecían en las novelas de caballerías. Y no pretendía otra cosa que parodiar este género con el fin de desacreditarlo. Si esto fuera lo único que los lectores pudiéramos encontrar en este libro hace siglos que habría dejado de tener algún interés. Casi desde el mismo momento en que se publicó, pues ya entonces las novelas de caballerías eran un género narrativo en decadencia. El éxito de una parodia cuando ya no existe el referente del que se hace burla no deja de ser llamativo y solo demuestra que algo más debe de haber en la historia del hidalgo chiflado que sale en busca de aventuras para desfacer agravios y socorrer a los menesterosos. Lo que se esconde bajo la superficie de El Quijote, como si de un palimpsesto se tratara, es la historia de un soñador, de un idealista que quiere cambiar el mundo y termina estrellándose contra la gris, sordida y decepcionante realidad. El Quijote es una tragedia disfrazada con los ropajes de la comedia, la historia de un desengaño vital, la visión del mundo de un hombre desencantado, frustrado, escéptico y acabado que se acerca a la vejez y que ha perdido todos los ideales y sueños de su juventud.

Quizá por eso es un libro tan inmenso y quizá por eso mismo los jóvenes no lo pueden entender. Y aunque lo sé, este curso obligaré a mis alumnos de Bachillerato a que lo lean. Solo unos capítulos, que mi nivel de sadismo no llega hasta el extremo de mandarles los dos tomos.  Intentaré que disfruten con cada una de las aventuras, que comprendan los términos que han caído en desuso, que elijan una buena edición con las notas a pie de página necesarias para que le pierdan el miedo y no desfallezcan en el intento. Puede que, con suerte, consiga que se enteren del sentido literal del texto y que se rían con alguna de las aventuras disparatadas del protagonista o con alguna de las divertidas conversaciones que mantiene con Sancho, pero dudo mucho que terminen entendiendo el libro, digiriendo su sentido profundo. Me esforzaré en mis explicaciones y seguramente se las dictaré y tendrán que copiarlas. Muchos de ellos, distantes e indiferentes, lo harán con la diligencia del autómata, memorizarán mis palabras y las vomitarán en el examen como el que se libra de una mala digestión. Y yo haré bien mi papel y a los que las merezcan les pondré buenas notas, aunque su recelo o rechazo hacia el libro me venga a demostrar que no terminaron de comprender su sentido profundo. Porque no es posible ni sería justo que un adolescente aceptara la derrota antes de empezar a luchar. La juventud es el mundo de los grandes ideales y de los sueños imposibles, un mundo más propicio para los héroes de Marvel que para el dramático final del antihéroe manchego. Y está bien que sea así. Está bien que los jóvenes sean arrogantes y utópicos, que piensen que antes de ellos solo hubo un hatajo de imbéciles que lo echaron todo a perder, que con ellos todo podría ser de otra manera y que los que lo jodemos todo somos los profes pesados que les amargamos la existencia mandándoles libros gordos y aburridos.

martes, 15 de julio de 2014

Contra el aprendizaje de idiomas

“Admirose un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supieran hablar francés.”
            Nicolás Fernández de Moratín

Donkey, baudet, somaro, esel, ruc, magarac,  osel, somár, asna, astoa, aasi, asyn, ezel, izimbongolo y szamár son la misma palabra pero en diferentes lenguas, a saber, inglés, francés, italiano, alemán, catalán, bosnio, checo, eslovaco, islandés, vasco, finlandés, galés, holandés, zulú y húngaro, respectivamente. Y podría haber seguido -con el traductor de Google esto de las lenguas se pone a tiro de clic- si hubiera sabido cómo demonios se escribe en ruso, griego, chino, árabe, hebreo u otros alfabetos no latinos con el ordenador. ¿Y todo este esfuerzo para qué? Pues para terminar diciendo lo mismo que habría dicho con la palabra burro en castellano y llegar a un mismo concepto:
“Animal solípedo, como de metro y medio de altura, por lo común, ceniciento, con las orejas largas y la extremidad de la cola poblada de cerdas. Es muy sufrido y se le emplea como caballería y como bestia de carga y a veces también de tiro.” (DRAE)

Una pérdida de tiempo y no otra cosa es el aprendizaje de idiomas: multiplicar en tu cabeza los significantes gráficos y acústicos sin ampliar apenas los significados. Imaginaos lo rentable que nos saldría todo ese tiempo si en lugar de a ese fin lo dedicáramos a disciplinas tan estimulantes como la química aplicada, la economía financiera, la filosofía kantiana, la física cuántica, la robótica, la neurociencia, la nanotecnología, la historia contemporánea o el taichí.

Entendedme bien: saber lenguas me parece algo estupendo, lo que me parece horrible es tener que aprenderlas en el cole, en una academia o en una escuela oficial de idiomas. Envidia me dan, por ejemplo, aquellos que, ya sea por vivir en una zona donde se hablan dos lenguas, por tener dos padres de distintas nacionalidades o por haber emigrado a otro país, han terminado siendo bilingües. Eso es tener suerte. Como también pienso que tienen suerte los hablantes de inglés, y no por ninguna cualidad intrínseca de esa lengua en ocasiones ininteligible, sino porque el inglés es la lengua franca del mundo, la que permite que científicos, economistas, políticos (excepto los españoles) y turistas puedan comunicarse de forma más o menos defectuosa con gente de todas las nacionalidades. Por no hablar de internet y del mundo de las nuevas tecnologías, que ya nació colonizado por esta lengua. La suerte que tiene un hablante de inglés es que puede despreocuparse de aprender cualquier otra lengua y centrarse en el desarrollo de otro tipo de actividades más apasionantes. Porque todas las lenguas que no son el inglés solo sirven para ampliar tus posibilidades geográficas, y eso no sirve para nada si no tienes ninguna motivación o necesidad que te empuje a abandonar tu país.

Qué bien entendieron todo esto en la segunda mitad del siglo XIX todos aquellos iluminados que creyeron que la solución a todos los problemas de incomunicación planetaria se acabarían con una lengua universal como el volapük o el esperanto. Lamentablemente fracasaron. Y eso vino a demostrar que una lengua no es solo una correspondencia de significantes y significados y una serie de reglas para construir enunciados. Una lengua también es un contexto y una historia y una geografía, en definitiva, un alma, y ningún filólogo del mundo podrá inventar jamás el alma de una lengua.

Los apasionados del aprendizaje de idiomas, que de todo debe haber en la viña del señor, no se cansan de repetir lo bonito que es saber decir “burro” en muchos idiomas y, si ven que no resultan muy convincentes, terminan diciendo bobadas como que es maravilloso leer a Hemingway o a Dickens en su propia lengua. Claro que sí, y a Kafka y a Dostoyevski. Pero para disfrutar de la lectura en otra lengua tienes que tener un nivel elevadísimo, estratosférico. No vale solo con entender el significado de las oraciones. Hay que paladear los sonidos, saborear la selección del léxico, sentir el ritmo de la sintaxis y comprender esa lengua, esa expresión concreta de esa lengua, dentro de un contexto que le dé sentido. Que una lengua no es solo una equivalencia entre significantes y significados lo demuestra el extrañamiento que produce en un receptor una variedad diacrónica de su misma lengua (algunos hablantes de español no se sienten a gusto leyendo una novela de hace cien años, aunque entiendan todas las palabras) o una variedad sincrónica, es decir, cualquier dialecto (y para comprender esto solo hay que ver el rechazo que provoca en un espectador español una película extranjera doblada en ese castellano panamericano inventado que han dado en llamar “latino”). Estaréis de acuerdo conmigo en que para apreciar todo esto, para sentir una lengua, tienes que tener un nivel avanzadísimo, y que ese nivel no se alcanza solo estudiando un idioma a ratos, sino sumergiéndote en él, viviendo en él y bregando duro hasta domarlo y hacerlo tuyo. Yo llevo toda mi vida estudiando inglés de forma intermitente y si en lugar de “hello” dijera “jao” hablaría perfectamente el dialecto de los indios de las películas del oeste. Solamente dedicándote en cuerpo y alma a una lengua aprendida o viviendo durante mucho tiempo en un lugar donde no se hable otra cosa se puede llegar a ese nivel maravilloso del que hablan, muchos de ellos de oídas, los amantes de las escuelas oficiales de idiomas, esos que ya se sacaron el título de inglés y que, sorprendentemente, siguen viendo las películas made in Hollywood con subtítulos.

Y es que aprender una sola lengua ya es difícil. Yo todavía, con más de cuarenta años y habiendo vivido siempre en España, sigo estudiando castellano y creo que no lo terminaré de aprender jamás. Los idiomas son códigos complejos e inabarcables. Por ejemplo, no todos los hablantes de nuestra lengua saben que burro es lo mismo que asno, borrico, jumento o pollino. Y supongo que muchos extranjeros que la estudian ignoran que también usamos esa palabra como adjetivo y que, en ese caso, sirve para llamar a alguien tonto o bruto. No, no es nada fácil, como veis, conocer todas las posibilidades de un mismo código lingüístico.

Me tiraría mucho más tiempo hablando de este apasionante tema, pero lo voy a dejar aquí, que me tengo que ir a estudiar inglés.

domingo, 8 de junio de 2014

Escenas memorables: Los caballeros de la mesa cuadrada

Hace unos días enseñaba a mis alumnos de 2º de ESO a leer la prensa digital. No solo veíamos las diferentes secciones que ofrecen los periódicos, sino también las distintas perspectivas que adoptan ante la realidad económica, política y social dependiendo de la ideología y los intereses que hay detrás de cada uno de ellos. Los animaba a que contrastaran diferentes medios para que conocieran distintos enfoques de la realidad y pudieran extraer sus propias conclusiones.

Como los titulares del día se centraban en la abdicación del rey y en sus inminentes consecuencias, también les ayudaba a resolver las innumerables dudas que tenían sobre monarquías, repúblicas, sucesiones y Borbones, (¿para qué sirve un rey?, ¿cómo es una república?, ¿por qué tiene que reinar el hijo del rey y no las hijas?, ¿será algún día reina Leonor?, ¿y por qué el príncipe no se casó con una princesa?, ¿cuánto cuesta mantener a todos esos?, ¿es cierto que el rey mató a su hermano?). En un momento dado, uno de mis alumnos, un muchacho estudioso, razonable y normalmente respetuoso, interrumpió la clase totalmente soliviantado y soltó algo así: “Pues ese dirá lo que quiera (se refería al príncipe Felipe), que es rey o lo que a él le dé la gana, pero no es mi rey. No lo es ni lo será. ¿Por qué alguien tiene que ser el rey? Yo no acepto que nadie sea el rey. Nadie es más que yo y no me da la gana. Nadie tiene por qué ser más que nadie.” Supongo que sonreí, sobre todo porque me recordó una escena genial de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python.

En la escena a la que me refiero, el rey Arturo se acerca a preguntarle a un pobre hombre por el dueño de un castillo cercano y una serie de malentendidos les llevan a terminar discutiendo. “Me opongo a que automáticamente me trate como a un inferior”, le espeta entonces el campesino. “Porque yo soy rey”, dice Arturo, que va dando saltitos simulando que cabalga mientras su escudero va tras él golpeando unos cocos que imitan el sonido de unos cascos de caballo. El pobre hombre se echa a reír, pero enseguida reacciona y le empieza a echar en cara lo que habrá tenido que hacer para llegar a ser rey: “… explotando a los trabajadores, aferrándose a un dogmatismo imperialista que perpetúa las diferencias económicas y sociales de nuestra sociedad. Si alguna vez queremos progresar…” En ese momento les interrumpe una desharrapada que anda buscando basura y que se sorprende cuando Arturo se presenta como “rey de los bretones”. La mujer se muestra extrañada porque no tenía ni idea de que ellos fueran bretones, ni mucho menos de que tuvieran rey. “Creí que éramos una colectividad autónoma”, dice. “Pues te equivocas”, le explica su compañero, “vivimos en una dictadura, una autocracia que se autoperpetúa y en la que las clases trabajadoras…” El hombre continuará soltando sus soflamas pseudoanarquistas hasta que Arturo, que quiere saber quién es el dueño del castillo, pierde los nervios y le ordena que se calle. La mujer le suelta que quién se piensa que es. “Soy vuestro rey”, afirma Arturo con convencimiento. “Pues yo no le voté”, repone la mujer. “A los reyes no se les vota”, explica Arturo. “Entonces ¿cómo llegó a ser rey?”, le pregunta la mujer, que no se rinde. Arturo, solemne, les cuenta la historia de la Dama del Lago y la espada Excalibur. El pobre se indigna aun más: “Oiga”, le dice, “que a una mujer le dé por repartir espadas mojadas no es base para un sistema de gobierno. El supremo poder ejecutivo deriva de la voluntad de las masas, no de una absurda ceremonia acuática”. Arturo le vuelve a decir que se calle, pero él continúa: “No pretenderá ostentar el supremo poder ejecutivo porque una furcia natatoria le tiró una espada”. Arturo, desesperado, va hacia él y lo zarandea para que se calle de una vez. Conseguirá todo lo contrario: “¡Ya está! La violencia inherente al sistema”, añadirá el pobre hombre, que gritará pidiendo ayuda porque según él lo están reprimiendo. Esto terminará por desesperar a Arturo que finalmente se largará de allí sin haber averiguado quién es el dueño del castillo.

Aunque en clase intenté mostrarme razonable y quise tranquilizar al alumno diciéndole que, de alguna forma, nuestra monarquía era parlamentaria y permitía un sistema de gobierno democrático (como docente hago esfuerzos denodados por mostrarme todo lo imparcial que puedo para que mis alumnos piensen por sí mismos), mis sentimientos no eran muy distintos de los suyos. Ahora pienso que igual que me acordé de la película de los Monty Python podría haberme acordado del cuento de “El traje nuevo del emperador”. Como a este alumno mío, me indigna vivir en un Estado que perpetúa un sistema de gobierno que atenta contra los rudimentos más básicos del pensamiento democrático. Me indigna mantener en la jefatura de Estado a una dinastía que repuso un dictador porque provocó una guerra y la ganó. Me indigna que las élites del poder (banqueros, grandes empresarios y políticos) respalden la monarquía parlamentaria porque a ellos ya les va bien con lo que tenemos y sería arriesgado para sus intereses alterar el “statu quo”.

Por eso y porque no nos van a dar la oportunidad democrática de decidir qué sistema de gobierno queremos los españoles, yo digo que no reconozco la legitimidad, ni moral ni histórica, de la corona española, y mucho menos la titularidad de los Borbones, y que es un Estado represor -con sus policías, sus guardias civiles y sus soldados, sus políticos apesebrados, su administración kafkiana y una agencia tributaria que me quita el dinero contra mi voluntad para mantener un sistema que yo no he votado- el que me impone por la fuerza esta monarquía parlamentaria por la que nadie me ha preguntado.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Tiempos de becas flacas

Para mi primer año de carrera, curso 1991-1992, recibí una beca razonable. Sobre todo porque iba acompañada de un extra de 200.000 pesetas en concepto de “ayuda compensatoria” o algo así. Era un complemento que recibían las familias con rentas muy bajas. En el curso siguiente, me volvieron a conceder la beca, pero, de forma totalmente inopinada, me denegaron la ayuda compensatoria. Lo mismo le sucedió a mi hermana mayor. Nuestra situación económica no había cambiado y tampoco las condiciones en la solicitud de becas, así que no nos quedó más remedio que reclamar. Sabíamos además que a otros estudiantes con declaraciones de la renta más abultadas que la nuestra se la habían mantenido.

Unos meses más tarde mi hermana y yo recibimos sendas contestaciones que decían lo mismo: nos denegaban la ayuda compensatoria por el “artículo WX2345” o algo así. Me invento el nombre porque no conservo el documento, pero recuerdo que era un código que nos dejó como estábamos. Mi hermana se pasó por las oficinas que a tal efecto tenían para atender a los estudiantes y nadie de los que trabajaban allí supo explicarle que significaba aquella respuesta ni mucho menos qué artículo era aquel. O al menos eso fue lo que le dijeron. Por eso unos días más tarde tuve que ir yo, y lo hice dispuesto a enfrentarme a quien hiciera falta para saber qué hostia estaba pasando con nuestras becas.

El primer funcionario que me atendió repitió la misma cantinela que le habían endosado a mi hermana, pero yo no me rendí y dije que no me iría de allí hasta que alguien me explicara qué significaba aquella críptica respuesta que ni ellos mismos entendían. Después de una larga espera, se dignó a atenderme, probablemente para que me fuera de una puta vez, la responsable de todo aquello. No recuerdo su cargo, pero sí la sensación de que me atendía la que más mandaba en aquellas oficinas. Así me lo pareció por el despacho al que me invitó a entrar y por los ademanes de suficiencia que exhibía. Seguro que la memoria me traiciona, pero la recuerdo como una pija repintada y repeinada, alta, de unos cuarenta y pico años, que me miraba con desdén y prepotencia desde detrás de un enorme escritorio y con las posaderas cómodamente asentadas en una silla ergonómica.

Al principio de nuestra entrevista intentó despacharme con evasivas y vaguedades, quizá esperando que su cara adusta y su despacho de funcionaria de alto rango me amedrentaran. Pero yo tenía que encontrar una salida a aquella absurda situación kafkiana y le exigí que me explicara qué significaba lo del “artículo WX2345” o como demonios se llamara. No me iba a ir de allí, le dije con actitud pasiva-agresiva, hasta que me dieran una respuesta convincente. La cabreé. Y estuvo bien porque fue entonces cuando me dijo la verdad. No sé en el resto de España, pero en Madrid, me confesó, le habían quitado la ayuda compensatoria a todos los hijos de trabajadores autónomos. A todos. Según me explicó, tenían que recortar por alguna parte y habían llegado a la conclusión de que los autónomos eran unos sinvergüenzas que mentían en sus declaraciones de la renta.

Me indigné, claro, y le dije que aquella decisión era un disparate, una injusticia y, sin lugar a dudas, algo ilegal, y que mi padre no tenía la culpa de ser agricultor. Ella me espetó, tras observar detenidamente los papeles que había entregado y mirarme como se mira a una mierda de palomo que te ha manchado el traje, que era imposible que una familia de cinco miembros viviera con la miseria que declaraba mi padre y que, por lo tanto, mentía. Lo primero era cierto, pero lamentablemente lo que había en la declaración de la renta era la pura verdad. Ahí no aparecía, como es obvio, lo que mi hermana y yo, en b y en a, ganábamos por ahí. Pero no había nada ilegal. Nosotros ganábamos tan poco que no estábamos obligados a hacer la declaración de la renta.

Como yo sabía que mi padre no mentía, me llevaron los demonios. Creo que perdí un poco la compostura y que le solté, con toda la impertinencia de la que fui capaz, que ella no sabía lo que nosotros teníamos que hacer para sobrevivir, si dábamos clases particulares, si pedíamos por las calles, si teníamos que prostituirnos. La muy puta me dijo entonces que en ese caso le estaba dando la razón y que en nuestra declaración se ocultaban ingresos. Yo no estaba seguro de si era cierto porque entonces no sabía mucho de temas de Hacienda, pero lo que sí sabía era que aquella era la declaración de mi padre, que era la única que había en mi casa, y que cumplía todos los requisitos para la ayuda compensatoria. Y es más, si hubiéramos sumado todos nuestros ingresos, también los habríamos cumplido.

Cuando comprendió que no me iba a ir sin más, me lanzó un órdago. Si me atrevía, me propuso con tono amenazante, mandaría a mi casa una inspección de Hacienda para comprobar si era verdad que disponíamos de tan pocos ingresos. Si encontraban el mínimo error, dijo, nos quitarían el derecho a recibir cualquier tipo de beca durante el resto de nuestras vidas.

Acepté el órdago y salí de allí victorioso, aunque un poco preocupado. Mi padre no escondía millones debajo de ninguna baldosa, pero siempre podía haber cualquier error absurdo, cualquier omisión insignificante que les diera la razón. La suerte estaba echada.

Lo que pasó después no me lo esperaba. No fueron. La hija de puta no mandó a mi casa ninguna inspección y tuve que volver meses más tarde para preguntar qué pasaba. El funcionario de turno me dijo que no había ninguna actuación pendiente con nuestras becas y que si queríamos un último recurso teníamos que ir a un juicio contencioso-administrativo.

No me atreví ni quise meterme en líos de abogados. Y nunca recuperé la ayuda compensatoria, ni siquiera cuando un año más tarde murió mi padre.

Lo que hice fue trabajar más e intentar salir adelante como pude, con y sin contrato, en a y en b, en la hostelería, en la construcción, en el campo, dando clases particulares… De milagro no tuve que pedir por las calles u ofrecer mi culo al mundo de la sodomía de pago

Ignoro qué podrán hacer hoy los estudiantes que estén en una situación parecida y se queden sin beca, o que no puedan hacer frente a unas tasas que se han multiplicado por dos, o que no encuentren ni trabajos de mierda con los que sobrevivir, y si los encuentran, que estén tan mal pagados que no les permitan llegar a fin de mes ni a dieta perpetua de macarrones con tomate. Pero lo que tienen que saber es que los políticos no les van a ayudar, o les van ayudar lo justo para engañar al electorado, lo justo para no gastar mucho dinero. En mis años universitarios se supone que las becas eran mejores y la mía ni siquiera alcanzaba para pagar el alquiler de la habitación que compartía.

Ahora gobierna el PP, pero no creo que el PSOE lo hiciera mucho mejor. Yo estudié en los últimos años del felipismo, que también tuvieron lo suyo, y las medidas que tomaron entonces, aunque no tan drásticas como las actuales, tenían un tufo muy parecido. Durante el curso 1993-1994 tuvimos que hacer varias huelgas y numerosas manifestaciones por la subida de las tasas universitarias. No era una subida tan terrible como la de hoy, pero nos soliviantó mucho que el gobierno socialista dijera que era una decisión que pretendía evitar la masificación en la universidad, así, tal cual. Puede que entonces empezaran a ver como una amenaza que tantos hijos de obreros, agricultores y pequeños empresarios abarrotáramos las aulas universitarias.

En aquellos años aprendí que el PSOE estaba muy lejos de ser un partido socialista y que probablemente no podría serlo ningún partido que llegara al poder. El dinero siempre es de derechas. Y más, si cabe, cuando escasea.

sábado, 25 de mayo de 2013

Búscate la vida

Una de las series que más me gustaban en los 90, si no la que más, era Búscate la vida, en inglés Get a life. No sé en qué puesto la pondría ahora en mi ranking particular de series. Si el criterio fuera lo que me han hecho reír, seguiría siendo la primera.

El protagonista de la serie era Chris Peterson, un idiota infantiloide con síndrome de Peter Pan que con treinta años sigue viviendo en casa de sus padres y trabaja como repartidor de periódicos, un curro que en Estados Unidos hacen o hacían los chavales de doce o trece años. El humor de la serie, totalmente disparatado y absurdo, se basaba en ver la realidad desde la perspectiva distorsionada del protagonista. Por eso los temas que se trataban en los diferentes capítulos eran muy variados: el amor, las relaciones padre e hijo, los avances tecnológicos, la amistad, la rivalidad, la fama, el matrimonio, la muerte, la prostitución, la vida extraterrestre, los viajes en el tiempo, etcétera. Chris Peterson no llega a ser uno de esos personajes detestables que tanto nos gustan en las series –Homer, House, Eric Cartman, Barney Stinson, David Brent… - porque, aunque es un completo imbécil, nos parece un ser inocente y optimista que solo aspira a vivir intensamente todas las experiencias que la vida le ofrece. Pero eso no significa que estarías encantado de tener a alguien así cerca. Ni mucho menos que ese alguien fuera tu hijo. Chris Peterson es de esos personajes que solo pueden gustar vistos a través de la pantalla de la televisión.

Hace unos días pensaba en los años que llevo trabajando como profesor y tuve una revelación: de pronto comprendí que había una epidemia de Petersons infestando los hogares españoles y sentí una especie de vértigo. Entré en la educación hace unos diez años. Entonces la burbuja inmobiliaria –también conocida hoy como la herencia recibida de Aznar- no paraba de engordar y muchísimos jóvenes dejaban los estudios para irse a trabajar, a la construcción o a empresas relacionas de una forma u otra con ella (muebles, puertas, instalaciones eléctricas…). Echo cuentas ahora y a todos aquellos alumnos a los que no pude convencer de que al menos terminaran la ESO me los imagino con veinticinco, veintiséis, veintisiete años, camino de los 30, en paro, con un currículum irrisorio lleno de faltas de ortografía, sin ninguna motivación, viviendo de la sopa boba en casa de sus padres. Algunos supongo que habrán reaccionado, pero para muchos habrá sido imposible.

Ni siquiera tendrán una ocupación ridícula como la que tenía Chris Peterson, que menos es nada. Porque los padres típicos españoles no son como los de Chris Peterson, que estaban hasta las narices de él y le dejaban que hiciera lo que le diera la gana. Aquí la mayoría de los padres son sobreprotectores y no consentirían que su niño o su niña trabajara en un oficio de mierda. Muchos tampoco le dejarían que se fuera de casa y alquilara una habitación, que es lo que hace Chris Peterson con 31 años, justo al inicio de la segunda y última temporada. Porque como bien dice Peterson: “Soy demasiado mayor para seguir viviendo con mis padres. Treinta tiene un paso, pero ¿treinta y uno? Parecería un imbécil, el mayor imbécil de toda América”. Los padres de Peterson no solo lo permitieron, sino que incluso contrataron a unos albañiles para que tapiaran su habitación la misma noche que se fue de casa. Algo que hoy me parecería mucho más razonable que lo que pasa en España.

domingo, 5 de mayo de 2013

Cuentos con moraleja: La confesión del medio tonto


Estos días se me vino a la cabeza el cuento del medio tonto, que aparecía mucho en los libros de texto de mi infancia. Aunque estaba casi seguro de que se trataba de un cuento popular, lo he buscado en Internet para asegurarme y, de paso, para refrescar la memoria. El relato aparece en varias páginas en versión de un tal José Antonio Sánchez Pérez, que ya publicaba recopilaciones de cuentos tradicionales en los años 40 del siglo pasado. Aparte de su nombre en varias antologías de cuentos, no encuentro información sobre este autor, así que entiendo que su labor se limitaba a recoger y a dar forma escrita a los cuentos de tradición oral.

Esta es mi propia versión:

Un muchacho fue a confesarse y el cura le preguntó de qué pecados se acusaba:
  -Padre, me acuso de ser medio tonto.
 -Pero, hijo mío, eso no es un pecado, sino más bien una media desgracia, y no tienes por qué atormentarte por algo así. Uno solo se tiene que confesar de los malos pensamientos o las malas acciones.
  -Pues a eso iba, padre. El caso es que, como soy medio tonto, cuando llega el tiempo de la siega y estamos en las eras trillando, sin que nadie me vea cojo trigo del montón de mi vecino y lo echo en el de mi padre.
  -¿Y por qué no coges trigo del montón de tu padre y lo devuelves al de tu vecino?
  -Porque entonces ya no sería medio tonto, sino tonto del todo.

Recuerdo que con siete u ocho años este cuento nos hacía muchísima gracia por ese gran momento en el que el muchacho dice que se acusa de ser medio tonto.  Creo que ahí se acaba lo gracioso de la historia. Al ser un cuento poco educativo –aunque no lo tenían que considerar así los que insistían en meterlo en infinidad de libros de texto- y tener un protagonista que saca partido de su astucia podría emparentarse con la tradición de los cuentos orientales que los árabes tomaron de los persas y trajeron a occidente, pero está muy lejos de las genialidades del Calila e Dimna o Las mil y una noches. Más bien parece un remedo de esos cuentos adaptado a la moral hipócrita del catolicismo, que siempre ha estado del lado de los de a Dios rogando y con el mazo dando.

Este cuento debió de hacer reír a varias generaciones de escolares en los tiempos de la dictadura franquista y la Transición y no dudo que tuvo que dejar su impronta. Nuestros políticos, que se educaron en aquellos tiempos, tienen un comportamiento que recuerda mucho al del protagonista de la historia. Con suerte, podremos conseguir que reconozcan que cobran sobresueldos, que tienen dietas desmesuradas e injustificadas, que sus planes de pensiones y sus jubilaciones son desorbitados, que se benefician de su posición para conseguir puestos de trabajo extraordinarios cuando dejan la política, que practican el nepotismo, que deberían existir las listas abiertas, que hay que modificar la ley electoral, que habría que eliminar el Senado y las diputaciones, que la democracia debería ser más participativa y, en definitiva, que deberían renunciar a todas sus prebendas y regenerar el sistema democrático, pero es disparatado pensar que van a renunciar a sus privilegios de casta o a legislar en su contra sin que nadie les obligue. Porque, aunque muchas veces nos parecen gilipollas, debe de ser que son solo medio tontos, que no es lo mismo que ser tontos del todo.

Si queréis comprobar que este cuento no es ni educativo ni divertido, cambiad al muchacho por un político y el montón de trigo del vecino por los impuestos de los ciudadanos. Veréis como no os hace ni puta gracia.

domingo, 21 de abril de 2013

La diligencia


Recuerdo que fue en clase de Religión cuando comprendí lo peligrosas que podían ser las palabras. Tenía yo entonces once o doce años y un profesor de doctrina cristiana totalmente obtuso que nos obligaba a aprendernos el libro sin cambiar ni una coma y sin entender casi nada. Catolicismo en estado puro. Por eso no me atreví a pedirle una explicación cuando nos tropezamos con las virtudes teologales y en mi cabeza se produjo un cortocircuito. Las virtudes teologales venían a ser la alternativa a los pecados capitales y creo recordar que se formulaban así: contra soberbia, humildad; contra lujuria, castidad, etcétera. No sé si yo entonces entendería palabras como lujuria o castidad y no creo que aquel profesor pacato y simple se atreviera a explicarlas, pero no suponían ningún problema porque en aquella clase estábamos acostumbrados a memorizar oraciones y oraciones, de las dos, sin preguntarnos qué demonios podían significar. El cortocircuito lingüístico apareció en mi cabeza cuando llegamos a aquella virtud teologal que decía: contra pereza, diligencia. Podía aceptar el uso de palabras raras en un contexto del que ya en aquella edad temprana empezaba a recelar, pero aquello era totalmente absurdo. Yo sabía lo que era una diligencia porque había visto muchas películas del Oeste y no podía evitar, cada vez que recitábamos las virtudes teologales y llegábamos a la diligencia, ver en mi cabeza un coche de caballos atravesando el desierto mientras sus pasajeros rezaban para que no les asaltaran los bandidos ni les arrancaran el cuero cabelludo los sioux.

No sé cuándo aprendí que la palabra diligencia también significaba prontitud y prisa en la ejecución de alguna tarea. No fue con aquel profesor. Eso seguro. Me acordé de esta historia mucho tiempo después, cuando empecé a estudiar semiología y comprendí lo arbitrarios que son los signos lingüísticos y lo frágil que es la relación entre el significante y el significado, y entre estos y aquello a lo que se refieren. Incluso las palabras cuyos significados se pueden dibujar y representar mediante iconos crean en cada una de nuestras cabezas una imagen distinta aunque aproximada. Quiero decir que si dos personas leyeran en un libro que había una mesa vieja de madera en un rincón de la habitación y ambas dibujaran aquella mesa en aquella habitación seguro que los dibujos no serían exactamente iguales. Y si eso sucede con palabras tan sencillas como mesa, vieja, rincón y habitación, podemos hacernos una idea de la magnitud del problema cuando nos enfrentamos a palabras abstractas como soberbia, humildad, lujuria o castidad. Las palabras abstractas no se pueden dibujar. Si quiero representar el amor y dibujo a una pareja de enamorados que se besan, no estoy dibujando el amor, sino una de sus manifestaciones. Las palabras abstractas lamentablemente solo se pueden explicar con otras palabras que en muchas ocasiones también son abstractas. No creo que todos entendamos lo mismo al leer que el amor es un “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Porque no las tendrían todas consigo los que hicieron el diccionario cuando, después de esa definición, escribieron esta otra: “Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear”. Y estas son solo las dos primeras definiciones de las catorce que aparecen en el DRAE.

Últimamente he estado pensando en esto porque observo que mis alumnos, cuando no entienden una palabra, en lugar de consultar su significado en el diccionario, se inventan otro que normalmente es un absoluto dislate. Supongo que están acostumbrados a los cortocircuitos mentales y a las ideas absurdas e incomprensibles y por eso no se extrañan. A veces imagino sus cabezas llenas de diligencias que atraviesan el desierto, de bandidos que las asaltan, de sioux que arrancan cabelleras y de soldados del Séptimo de Caballería que intentan poner orden en ese caos. Luego pienso en todas esas personas que ya ni siquiera estudian, que tienen un vocabulario paupérrimo y que nunca se han molestado en buscar el significado de una palabra en el diccionario. Siento entonces algo inefable, entre una pena enorme y cierto miedo ontológico. Porque no sé qué puede entender toda esa gente si incluso las personas con mayor caudal léxico y más formación vemos mundos totalmente diferentes por culpa de una herramienta de comunicación tan imperfecta e inconsistente como el lenguaje. Ya no estoy seguro de que todos entendamos lo mismo cuando escuchamos términos como sociedad, ciudadano, democracia, futuro, solidaridad, educaciónpolítica, corrupción, economía, mercado, terrorismo, guerra, fascismo, naciónliberalismo, genocidio, religión o libertad, y no solo por la polisemia o por las connotaciones de las que inevitablemente se van cargando las palabras, sino porque sus significados denotativos son borrosos y discutibles.

Termino este texto con cierta sensación de impotencia y con el presentimiento de que muchos no lo entenderán. Ni yo mismo puedo estar seguro de haber dicho lo que hubiera querido decir.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Piso compartido


Durante muchos años compartí piso en Madrid. Fueron unos años de mucho trajín, especialmente en mi época de estudiante. Por una u otra razón siempre andaba cambiando de piso o de compañeros, algunos de ellos tan disparatados como entrañables.

Sin mitificar ni mixtificar el pasado, fueron tiempos muy divertidos. Pero no siempre y a todas horas. Después del cachondeo y las risas había que convivir y respetar el descanso o el trabajo de los otros, y había que pagar las facturas y el alquiler, y, especialmente, había que limpiar. Y cuando alguno no cumplía con sus obligaciones, la cosa dejaba de tener gracia.

Por eso en nuestro pequeño y a veces absurdo micromundo tuvo que entrar la ley y el orden en forma de correctivos y multas. Las más habituales eran las de limpieza. A veces tan laxas que hubo que cambiar la legislación en sucesivas reformas. Siempre para endurecerla, que había quien prefería pagar la multa a limpiar.

Con esos pequeños ajustes conseguíamos que las multas fueran efectivas y sirvieran para que cumpliéramos religiosamente con la limpieza semanal, que nunca hubo afán recaudatorio en nuestras penalizaciones. Eso por regla general. Algún compañero caradura tuve que se las ingenió para burlar las sanciones y no cumplir con su tarea. Por ejemplo, sustituyendo la limpieza semanal por una simulación en la que lo más normal era que la mierda terminara debajo de los sofás y de las alfombras.

Por culpa de uno de estos caraduras en una ocasión tuvimos que convocar el Consejo de Estado del piso, que ya se sabe que una puta jode a un pueblo entero. En aquel cónclave acordamos soluciones drásticas y castigos ejemplares para los reincidentes o para aquellos que hicieran al resto alguna putada de las gordas. A ver, no era lo mismo que alguien no limpiara y que en los bajos del sofá hubiera un universo paralelo con seres monstruosos e inquietantes que ir a llamar por teléfono y descubrir que nos lo habían cortado, y más si era porque el compañero que tenía que ir a pagar la factura se había gastado el dinero del teléfono en una fiesta loca de fin de semana. Putadas como esas merecían un castigo de dimensión inquisitorial.

El eslogan de la campaña que por entonces tenía la DGT en la televisión nos sirvió de inspiración: “Las imprudencias se pagan. Cada vez más”. Desde ese día quien hacía una “imprudencia” en perjuicio de la comunidad se arriesgaba a que se reuniera un consejo de guerra para juzgarle y condenarle de forma sumarísima. Otro día contaré las imaginativas condenas que tuvieron que padecer los que osaron sobrepasar las líneas rojas que acordamos entre todos.

Yo era de los que no solía saltarme las normas, con la excepción de algún que otro retraso sin mucha importancia en la limpieza semanal. Ya entonces era un tipo responsable, aunque no muy exigente. Tampoco creáis que andaba pasando el algodón como el mayordomo del anuncio y persiguiendo a mis compañeros de piso como si fueran mis siervos. Ni quería vivir en un palacio impoluto ni en una asquerosa pocilga. Resumiendo, que era poco exigente, pero de los que se mosqueaban si alguien no cumplía los mínimos.

Que te toque en suerte el rol de responsable en una comunidad es una putada, pero los que somos así normalmente no podemos evitarlo. Hasta que un día te hartas y lo mandas todo a hacer puñetas. Porque los que somos responsables no somos gilipollas y da mucho por culo ver cómo hay otros que no cumplen con las normas y viven tan ricamente, felices y despreocupados. Es entonces cuando te das cuenta de que eres un pringado y piensas, joder, por qué tengo que estar yo preocupándome por todo y comiéndome la cabeza. A la mierda todo, a la mierda y que le den. Me cago en el día en el que se repartieron los papeles y me tocó el de policía, que no tengo yo por qué estar diciéndole a nadie lo que tiene que hacer.

Esto sucedió varias veces, pero recuerdo especialmente una. Uno por uno, todos los compañeros de piso, fuimos dejando de hacer nuestra parte de la limpieza semanal. Pues si este no limpia, yo paso. Pues que os den, yo tampoco limpio. Pues muy bien, a tomar por el puto culo.

Los suelos estaban tapizados de mierda y pelusillas. Una pátina de polvo cubría todos los objetos, con la excepción de los ceniceros, que apenas se veían debajo de las montañas de colillas. Sobre las baldosas del cuarto de baño una sustancia viscosa hacía que las zapatillas se pegaran en el suelo a cada paso. El inodoro, de un color indeterminado, desprendía un olor nauseabundo. Los churretones del espejo apenas te mostraban el trocito justo de cara para poder afeitarte. En las habitaciones, la ropa, los libros y los desechos de cualquier tipo estaban desperdigados por todas partes. Y tanta mierda se llegó a acumular en el suelo de la cocina que me planteé seriamente ararlo y sembrar unas patatas. Los cacharros colmaban el fregadero y solo recibían un chorro de agua de urgencia cuando había que usarlos y no quedaban otros por ensuciar. Las bolsas de basura, rodeadas de escuadrones de afortunadas moscas que al fin habían encontrado la tierra prometida, se amontonaban en un rincón sin que nadie quisiera ser el rajado que echara a perder nuestro prometedor e imparable complejo de Diógenes.

Aguantamos lo que pudimos en aquella insalubre situación. Y aunque durante unos días ver cómo se acumulaba la mierda nos hizo cierta gracia llegó un momento en el que no pudimos más. Así fue como, antes de que tuviéramos que llamar a alguna ONG para pedir que nos vacunaran contra la malaria y el tifus, volvimos a reunir el consejo de Estado.

Como nadie quería limpiar aquel estropicio porque todo el mundo culpaba a los demás de lo que había sucedido, decidimos jugarnos a las cartas la limpieza. Hicimos un campeonato de mus y afortunadamente hubo justicia y perdió el que había empezado con todo aquello. Pero no importa la solución coyuntural de aquel desastre, sino que después volvimos a retomar el orden y las multas, y comprendimos que estaba bien ser responsables en la parte que nos tocaba de nuestra pequeña sociedad, y que teníamos que esforzarnos para que aquello no volviera a suceder.

Se me viene a la cabeza todo esto porque veo cómo nuestra sociedad se va a la mierda y, a pesar del éxito de las manifestaciones de ayer, me doy cuenta de que muy poca gente se esfuerza para evitarlo.


Hasta hace poco participaba en todas las huelgas que se convocaban, pero ya me he cansado. Para mucha gente la de ayer ha sido su segunda huelga en los últimos años. En el sector de la educación de Castilla-La Mancha la de ayer era una huelga más que se sumaba a todas las que llevamos. Y reconozcámoslo, el seguimiento de las huelgas en mi comunidad autónoma es muy bajo, incluso en educación, un sector de los más castigados por los recortes. Nada tiene que ver lo que pasa en Toledo, que es donde vivo, con lo que pasa en Madrid o Barcelona, que son esos lugares donde pasan cosas que luego echan por la tele. Esa ha sido la razón de mi renuncia. Cada vez que hacía huelga y veía el poco seguimiento que tenía y que mis sacrificios eran inútiles por la inconsecuencia de mis compañeros, me frustraba, me cabreaba y me juraba a mí mismo que era la última vez. Y esta vez ha sido en serio. Que les den a todos. Si esto es lo que quieren, estupendo. Estoy harto de ser el responsable, sobre todo cuando hay muchos otros que tienen mucho más que perder que yo. Y si a ellos no les importa nada vivir en esta sociedad de mierda, a mí, sinceramente, tampoco.

A lo mejor solo es cuestión de dejar que la mierda se siga acumulando hasta que llegue un momento en que no podamos respirar. Entonces tendremos que hacer algo. Todos juntos. O al menos la gran mayoría.

Sé que esto suena a excusa por no haber hecho la huelga de ayer. Nada más lejos de mi propósito. No me siento obligado a justificarme ante los demás. He pensado en no escribir sobre esto en mi blog y he llegado a la conclusión de que no hacerlo sería como si me avergonzara de mi decisión. Y si otras veces he contado aquí mi participación en huelgas, creo que es justo hacerlo también en este caso.

La única pretensión de este post es explicar el hastío que me produce ver que somos siempre los mismos tontos los que vamos a las barricadas mientras los otros echan por tierra todos nuestros esfuerzos. Sé que ahora parece que soy yo el que está en el bando de los esquiroles, y es verdad, y de alguna forma me jode –no creáis que ayer me sentí a gusto trabajando-, pero en el otro bando, el de los idealistas, hace tiempo que me siento ridículo. ¿Que me estoy haciendo mayor? Eso sí es posible. No lo niego.

He publicado estos pensamientos a toro pasado porque no quería convencer a nadie de mi postura. Puede que no sea la mejor. Solo sé que es la mejor para mi estado de ánimo actual. Tampoco quería que Alicia, mi mujer, que no está nada de acuerdo con mi decisión de no hacer huelga, o mis amigos progres e idealistas, que son los más, me echaran la bronca por desmotivar a los huelguistas, que tienen todo mi respeto y mi admiración.

martes, 28 de agosto de 2012

La vuelta al cole

Llamadme raro, pero a mí siempre me gustó la vuelta al cole. Me encantaba ir a la escuela. Allí estaban mis amigos. Allí sucedían cosas interesantes. Allí hablábamos de todo y ampliábamos nuestro mundo. Allí nos contaban historias sorprendentes y nos enseñaban a hacer esto y aquello. A mí me gustaba mucho aprender. Ni los gilipollas que hay en todos los colegios y que a veces me querían pegar a la salida, ni las lecciones soporíferas, que también las había, ni algunos maestros educados en el franquismo que todavía pegaban o insultaban a los alumnos consiguieron quitarme las ganas de ir a la escuela.

Y en el instituto me pasó otro tanto de lo mismo. Me gustaba ir a clase incluso para poder hacer novillos algunas veces. Los idiotas que pululaban por allí nunca me quitaron las ganas de empezar el curso, ni los malos profesores, ni las asignaturas que me fastidiaban, ni la puñetera selectividad. Llamadme empollón si queréis, pero a mí me gustaba ir al instituto. Y cuando terminaban las vacaciones de verano, más.

Muchos años más tarde, un buen día, pude volver al instituto como profesor. Recuerdo que me sentía pletórico por empezar otra vez un nuevo curso. Y ninguno de los años que llevo dando clase me ha importado que se acaben las vacaciones. Llamadme tonto si eso es lo que os parezco. Ni mi poca afición por madrugar, ni los alumnos más problemáticos, ni las generaciones más desmotivadas, ni las clases más conflictivas, ni los padres más beligerantes me han quitado nunca las ganas de impartir mis clases.

Y es ahora, después de casi diez años como docente, la primera vez que experimento un rechazo fuerte a la idea de volver a clase. Solo de pensar que faltan tan pocos días para volver de nuevo a las aulas me da mal rollo. Es la resaca del último curso, el recuerdo de las huelgas y las manifestaciones, de la angustia al ver cómo desaparecen recursos, cómo la precariedad económica a veces te escamotea hasta unas fotocopias, o te deja sin calefacción, o sin celo. Es la sensación de impotencia al darte cuenta de que están quitando apoyos a los alumnos con más necesidades, al ver las clases abarrotadas, al contemplar impotente cómo a miles de compañeros interinos los echan a la calle sin contemplaciones después de haber dedicado muchos años de su vida a la enseñanza.

Por todo esto y por lo que está por venir -temo que este curso será mucho peor que el anterior- es por lo que por primera vez en mi vida no tengo ganas de volver a clase. Lo que no consiguieron los gilipollas de la escuela, ni los asquerosos maestros franquistas que resistían en los años de la Transición, ni las asignaturas que detestaba, ni la selectividad, ni los alumnos problemáticos, ni las clases conflictivas, lo ha conseguido María Dolores de Cospedal en poco más de un año de gobierno y solo trabajando media jornada en Castilla-La Mancha, que Génova absorbe lo suyo. Gracias a ella puedo, por fin, hacerme una idea de lo que sienten esos compañeros que se dan de baja por depresión. De ella es todo el mérito. No era un reto sencillo desanimarme y ella, con y sin peineta, lo ha logrado. Pido un fuerte aplauso por esta esforzada gobernante que pronto podrá decir, a ciencia cierta, que la educación pública es una mierda y que hay que apostar por la privada. No se equivocará, que sus desvelos le está costando que sea así. Puede llamarme impertinente si le parece.