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sábado, 10 de junio de 2017

Losers

Hace unos días estaba leyendo Soy yo, Édichka, de Eduard Limónov, y en algunos pasajes del libro no pude evitar pensar en los terroristas yihadistas. Supongo que a la mayoría de vosotros os pasará como a mí: me cuesta entender ese fenómeno. Sobre todo cuando se trata de yihadistas con nacionalidad europea y con familias integradas en nuestra sociedad. No me cuesta tanto entender que haya yihadistas en Irak o en Afganistán. En las zonas de conflicto el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades.

Soy yo, Édichka nada tiene que ver con el yihadismo. Limónov lo escribió a finales de los 70 y en él narra sus desventuras como emigrante en Nueva York. Se puede leer como una novela, pero, por lo que se sabe, es en gran medida un libro autobiográfico. Limónov, un poeta maldito ruso con un conocimiento del inglés bastante deficiente, malvive a duras penas, como un paria, en la Gran Manzana gracias a trabajos precarios y a una prestación social que le permite no morirse de hambre. El personaje, que además se llama igual que el autor, siente un rencor profundo contra el mundo. Odia Rusia porque allí no le publican sus poemas a pesar de ser un poeta con cierto reconocimiento. Y Estados Unidos, donde viaja con grandes expectativas,  acaba convirtiéndose en una enorme decepción, un lugar en el que no es capaz de encajar y en el que todo le va a peor: su carrera literaria, sus opciones laborales y su vida amorosa. Elena, su mujer, su gran amor, uno de los ejes principales de la trama, lo abandona para irse con otros hombres con más dinero que él. Si a eso le sumamos su equívoca y desconcertante orientación sexual, que le lleva a tener varias relaciones homosexuales con hombres negros (en Francia esta novela se tituló El poeta ruso prefiere a los negros grandes), tenemos una bomba de relojería, un desclasado, un resentido, un marginado que haría cualquier cosa para cambiar su vida. En varios momentos del libro fantasea con la posibilidad de unirse a algún grupo terrorista. En las últimas páginas podemos leer:
“A lo mejor me uno a un grupo de extremistas armados, igual de renegados que yo, y muero durante el secuestro de un avión o expropiando un banco. A lo mejor no lo hago y me voy a algún sitio, con los palestinos, si sobreviven, o con el coronel Gadafi a Libia o a algún otro sitio a poner la vida de Édichka al servicio de alguna gente, de algún pueblo.
Soy un tipo que está dispuesto a todo. Intentaré darles algo. Mi hazaña. Mi muerte absurda.”

Al leer a Limónov pensé que ese sentimiento está ahí, dentro de nosotros, el deseo de acabar con todo y con todos cuando tu vida es una mierda, cuando te sientes inferior, humillado, pisoteado. Alguna vez he escuchado a algún amigo decir que si se suicidara, antes se llevaría a unos pocos por delante. Morir matando, convirtiendo tu muerte en una venganza. Pero no suele pasar. Las personas hundidas y desahuciadas acaban en el psiquiátrico o colgadas de una viga, sin daños a terceros. Normalmente. En los crímenes por violencia de género suele darse la excepción. Limónov, por cierto, también se plantea en repetidas ocasiones asesinar a Elena, su exmujer.

He leído mucho en los últimos años sobre los yihadistas europeos. Son inadaptados, resentidos, perdedores. Losers. Así llamaba Donald Trump a los terroristas del Manchester Arena hace unos días. Debe de ser la única vez que he estado de acuerdo con este tipo. Pero no podemos ignorar que son el síntoma de una enfermedad, de las dificultades de integración de los hijos o nietos de emigrantes de países islámicos que llegaron a Francia o a Inglaterra y se conformaron con encontrar su espacio en los puestos más bajos de la sociedad. Quién sabe si en España, dentro de unos años, se dará un fenómeno similar con los hijos o nietos de los inmigrantes musulmanes que han llegado a España en los últimos años.

El islam, que es inocuo para los creyentes que no están en esa situación, viene a ser para estos individuos desahuciados el relato necesario para dar sentido a sus delirios, el macabro abracadabra que activa su mecanismo destructor. A unas personas con esa predisposición para vengarse del mundo no debe de ser muy difícil convencerles de que todos sus problemas se los ha causado Occidente. En el islam se rompen las fronteras nacionales porque todos se sienten identificados con la umma, la comunidad de creyentes musulmanes de todo el planeta, que ahora además cuenta con Internet para sentirse unida. Esa es la “patria” a la que les hacen creer que pertenecen. El Corán, interpretado literalmente, acaba siendo la mecha que prende la carga explosiva. En el Corán se habla de la Yihad como la obligación de todo musulmán de luchar contra los infieles y apóstatas, esto es, contra todos los que no somos musulmanes. Y ya sabemos el peligro que tiene interpretar literalmente los libros que se consideran sagrados.

Dice Limónov en su libro: “Ese tipo de tristeza, ya sabéis, que hace que uno agarre una ametralladora y empiece a disparar a la multitud.” Quizá los yihadistas solo sean eso: un puñado de tipos tristes que buscan en el terror una salida a la desesperada. Y ni siquiera necesitan una ametralladora. Les basta con un cuchillo, un coche, un camión. El reto de los países occidentales es descubrir la manera de desactivar su tristeza.

sábado, 1 de abril de 2017

En la picota

A mí me da miedo la Audiencia Nacional, lo que pueda hacer con ciertas leyes que a unos jueces les permiten decidir, de forma subjetiva y parcial, y con un sesgo ideológico marcado, qué es o no “enaltecimiento del terrorismo”. Pero más miedo que la Audiencia Nacional me dan todas esas personas que aplauden y jalean que condenen a alguien por un puñado de chistes de humor negro.

He leído comentarios en Internet de gente que se alegra de la condena de Cassandra Vera porque sus chistes no les parecen graciosos, porque el humor negro no les gusta, porque la consideran moralmente despreciable por ciertos tuits en los que deseaba la muerte a alguien. También he visto a algunos que se referían a ella en masculino para burlarse de su condición de trans o a otros que directamente la insultaban. Esta chica no solo ha sido condenada a un año de prisión y siete de inhabilitación, sino también a la humillación en la picota de la opinión pública.

En otros tiempos, las ejecuciones, los tormentos y las humillaciones públicas se llevaban a cabo en mitad de las plazas –con picotas de verdad, sambenitos y autos de fe– para disfrute de gran parte de la plebe, que insultaba, escupía y arrojaba inmundicias a los condenados para participar de la fiesta de la justicia. Hoy estas humillaciones públicas tienen lugar en las redes sociales y los medios de comunicación. Basta con echar un rápido vistazo a los comentarios de las noticias en los periódicos digitales para saber de lo que estoy hablando. El único avance significativo de estos tiempos es que en Internet no se puede escupir ni arrojar inmundicias, como no sea metafóricamente.

En el caso de Cassandra Vera han dado mucho que hablar unos tuits que se le atribuyen en los que se burlaba del accidente de moto que tuvo Cristina Cifuentes en 2013. Si son suyos, no deberíamos olvidar que se trata de bromas –de dudoso gusto, por supuesto– de una chica que, por entonces, ni siquiera tenía dieciocho años. Seguro que muy pocos de nosotros soportaríamos un escrutinio meticuloso de todo lo que hemos dicho y opinado a lo largo de nuestras vidas, y mucho menos si pudiéramos rescatar los disparates que probablemente dijimos en nuestra adolescencia, ese periodo de la vida sin grises ni tonos intermedios. Si tuviéramos que condenar a todas aquellas personas que en algún momento han deseado la muerte de alguien o que se han reído de alguna desgracia ajena, en España casi no quedaría nadie fuera de las cárceles. Para empezar habría que meter en ellas a algunos de los que hoy están celebrando la condena de Cassandra Vera, que es lo mismo que celebrar que en España haya desaparecido la libertad de expresión.

No sé cuántos miles o millones de personas jalean hoy las sentencias represoras de la Audiencia Nacional, pero tengo la sensación de que no es una parte desdeñable de nuestra sociedad. Y eso es lo que me aterra. En democracia, los políticos solo se atreven a legislar despropósitos como la bien llamada Ley Mordaza cuando saben que cuentan con un gran respaldo de su electorado. Y nuestra sociedad parece estar olvidando que la defensa de la libertad de expresión debe ser firme y sin fisuras, sin peros, sin disensiones. Incluso para defender la libertad de expresarse de gente como los de Hazte Oír. Otra cosa muy distinta es que piense que esas asociaciones deberían perder todo tipo de subvenciones públicas o exenciones fiscales por difundir mensajes de odio y rechazo hacia ciertos colectivos. Tampoco me parecería bien, obviamente, que ningún organismo público patrocinara el Twitter de Cassandra Vera.

Si en las redes sociales hay personas que te desagradan porque no te gusta el humor negro, porque te parece que sus chistes no tienen ni puta gracia o porque piensas que son repugnantes, no hace falta que las metas en la cárcel para que desaparezcan de tu vida. Es tan fácil como hacer clic y dejar de seguirlas. La libertad para expresarse siempre debe ir acompañada de la libertad para taparse los oídos o dejar de leer. Y esa de momento nadie nos la ha arrebatado.

jueves, 9 de febrero de 2017

Trainspotting

En 1996, cuando se estrenó Trainspotting, los yonquis de la vida real no eran nuestros personajes favoritos. En aquellos años se estaban convirtiendo en una especie en vías de extinción, aunque aún te los tropezabas de vez en cuando por las calles de Madrid. Si estaban de buenas, podías tranquilizarlos fácilmente con alguna excusa o dándoles veinte durillos. Si el mono era galopante y te amenazaban con una jeringa sidosa, los encuentros no solían ser tan agradables. Pero el caballo empezaba a estar pasado de moda y se imponían otras drogas, como las anfetas, los equis, los tripis y la cocaína, que era ya entonces la reina de la fiesta.

Por ese desajuste entre la realidad y la ficción, resulta muy curioso que Trainspotting, que cuenta las aventuras y desventuras de un puñado de yonquis con aficiones despreciables, se convirtiera en un fenómeno generacional. Porque atrapó no solo al público que consumía drogas y transitaba por el lado más salvaje de la vida, sino a un amplio abanico de espectadores entre los que estaban muchos que no se habían fumado un porro en su vida.

Para mí la clave del éxito de Trainspotting se encuentra en las primeras frases de la película, en voz en off y al ritmo del “Lust for life” de Iggy Pop: "Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos. Elige bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida... ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?” Esta es la idea sobre la que se construye toda la película. En la vida solo hay dos opciones: aceptar las reglas del juego de los mayores (buscar trabajo, conseguir dinero, ligar, tener una familia…) o negarte a pasar por el aro. La heroína, en ese caso, viene a ser, metafóricamente, la manera de decir no a todo eso. De una forma tajante, demencial y suicida. De una forma poética.

La novela de Irvine Welsh es excepcional, pero creo que no pasa de ser el retrato de una parte de la juventud de Edimburgo en los años ochenta. Supongo que los escoceses, o acaso los británicos, que vivieron aquellos años también se verán muy identificados en el libro. Pero Danny Boyle con su película hizo que la historia trascendiera y fuera más allá de una época y un lugar. Y sin traicionar en ningún momento el espíritu del libro, su realismo crudo y su humor grueso, en ocasiones brutal y escatológico. O el interés por la música, que en la película se plasmó en una banda sonora memorable. También se respetaron muchos temas secundarios que pueden aún hoy captar el interés de los jóvenes: las amistades peligrosas, la importancia de la lealtad, las dificultades para conseguir relaciones sexuales…

Muchos de los que éramos jóvenes hace veinte años estamos esperando con gran expectación la segunda parte de la película, y no solo por nostalgia. Los protagonistas de la película vuelven con veinte años más, los mismos que han pasado para nosotros, y queremos saber qué fue de ellos. Queremos saber lo que eligieron Renton, Sick Boy y Spud, y en qué clase de basura se ha convertido Begbie. Porque necesitamos ver si han envejecido peor que nosotros. Porque de alguna forma queremos compararnos con ellos. Porque puede que muchos de nosotros aún no estemos seguros de haber elegido la opción correcta.

viernes, 13 de enero de 2017

Leyes para niños malos

Estos días, por aquello de celebrar que llevamos seis años sin que se pueda fumar en los bares, me ha llamado la atención escuchar a muchos fumadores decir que estaban contentísimos porque desde que no les dejan fumar en los bares fuman menos, se respira mejor en los locales de ocio y la ropa no huele a perro muerto. No me ha pillado de sorpresa. En estos seis años ya lo he escuchado en más de una ocasión, aunque no deja de indignarme.

Yo no soy fumador y también prefiero, como es obvio, que no se fume en los bares. Pero me pareció y me sigue pareciendo una mala prohibición. Estaba a favor de que se prohibiera el tabaco en aquellos sitios en los que los no fumadores deben estar obligatoriamente: un autobús, una estación de metro, una oficina o incluso un bar en algún lugar en el que no hubiera otras alternativas, pongamos el bar de una estación de autobuses. Sin embargo, me parece un atropello a la libertad que te prohíban poner un lugar de ocio para fumadores, o acotar una zona dentro de tu bar donde puedan estar los fumadores, como contemplaba la ley que anteriormente regulaba estos asuntos. Tampoco me pareció nunca mal que hubiera smoking rooms en los lugares de trabajo.

No entiendo que los fumadores no hayan luchado por sus espacios para fumar. Como no entiendo que, si tanto les gustaban los espacios sin humo, no petaran las zonas sin humos de los bares antes de la prohibición o los bares en los que no se permitía fumar, que ya existían y estaban casi vacíos. Eso es lo que me hubiera parecido genial, que los bares sin humos, en sana competencia, les hubieran quitado la clientela a los bares de fumadores.

A la vista está que me equivocaba. Nuestra sociedad demanda un Estado paternalista que le diga lo que puede o no puede hacer. Y esto, como decía antes, me indigna porque me demuestra lo equivocado que he estado siempre en muchos temas. Como el de la legalización de las drogas, por ejemplo.  Siempre me he posicionado a favor de la legalización de las drogas. De todas y con todas sus consecuencias. Y no solo para acabar con las mafias, que también, sino para respetar que cada uno haga con su vida lo que le parezca. En mi sociedad ideal los adultos tendrían a su alcance toda la información necesaria para conocer las bondades y perjuicios de estos productos y asumirían la responsabilidad en caso de optar por su consumo. Información, formación, madurez, libertad y aceptación de las consecuencias.

Pero las leyes, como los gobiernos, se hacen a la medida de las sociedades. Y en nuestra sociedad infantilizada, cuando uno muere por un cáncer de pulmón tiende a culpar a la tabacalera o al Estado hipócrita que pone multas mientras permite la venta del producto para embolsarse los impuestos. No han sido pocos los fumadores que han demandado a las tabacaleras y que han conseguido que un juez les dé la razón.

Exigimos castigos de parvulario y prohibiciones de papá Estado. Por eso tenemos medidas como el carnet por puntos o multas por no ponernos el cinturón de seguridad. Aunque nos fastidie que a veces nos toque pagar, en el fondo agradecemos que nos sancionen cuando somos niños malos, igual que esos fumadores agradecen a los políticos que les hagan salirse a la puerta del bar a pasar frío para poder echarse un pitillo.

A mí, sin embargo, me sobran leyes por todas partes, pero no sé si mucha gente es capaz de entenderme.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Spam

El mundo de las etimologías es tan fascinante como desconcertante. Hace unos días descubrí que la palabra spam se le ocurrió a alguien a principios de los años 90 estableciendo una analogía entre los correos basura que inundaban los buzones de los e-mails y un sketch de los Monty Python del año 1970. En aquel sketch los protagonistas preguntaban a la camarera de un bar qué podían pedir para comer y ella les recitaba una carta en la que todos los platos tenían, entro otros ingredientes, y en mayor o menor medida, “spam”. En Inglaterra llamaban así a un tipo de carne de cerdo que se vendía enlatada. La palabra “spam” se formó de la contracción de las palabras “Spiced Ham”, jamón especiado, que era lo que se podía leer en las latas. El que aplicó por primera vez el término al correo basura advirtió que en cada remesa de nuevos mensajes era inevitable toparse con toda esa publicidad no deseada de la misma manera que era imposible evitar el “spam” en cada uno de los platos del sketch de los Monty Python. Así de disparatado y casual puede ser esto de los neologismos: un rótulo en una lata, una abreviatura de ese rótulo, una asociación metafórica entre algo molesto y el jamón de un sketch de la televisión, y ya tenemos un término nuevo para referirnos a una nueva realidad.

Siempre me han llamado la atención todas las etimologías sorprendentes y cogidas por los pelos. Otra de mis favoritas es la de “bigote”, que, aunque no está totalmente demostrada, aparece en todos los diccionarios etimológicos como probable. El origen sería la expresión alemana “bei Gott”, o “bî God”, que significa “por Dios”, y que probablemente decían constantemente los germanos en la Edad Media. Alguna vez leí que los castellanos de la Edad Media, que nunca llevaron bigote, empezaron a llamar así a ciertos mercenarios extranjeros que participaron en la conquista del reino de Granada a finales del siglo XV, unos hombres extraños que debían de lucir unos mostachos considerables. Los etimólogos dicen que estos hombres bigotudos fueron probablemente normandos. Los normandos hablaban una lengua romance, pero pudieron aprender esta expresión de su trato con los ingleses. Sea como fuera, el caso es que la expresión “bei Gott” o “bî God” sirvió para motejar a unos hombres con mostacho, y fue el mismo mostacho, por metonimia, el que acabó apropiándose del término. De esa forma, la palabra de origen griego “mostacho”, que es el que suele prevalecer en el resto de lenguas romances, fue sustituida en la nuestra por un insólito neologismo del siglo XV.

El azar que determina en una lengua que un significado se relacione caprichosamente con un significante lo explican los semiólogos diciendo que los signos lingüísticos son convencionales y arbitrarios. Que sean convencionales significa que todos los hablantes aceptamos la relación entre significante y significado por más absurda que esta sea, y eso es una suerte, porque de no ser así estaríamos abocados a la incomunicación. Pero que la relación entre los significados y los significantes sea arbitraria, casual, inmotivada, inexplicable, y en ocasiones desconcertante o demencial, es lo que da mucho que pensar, y más cuando nuestro pensamiento se desarrolla gracias a los mismos significantes lingüísticos que nos llevan a considerar que este código de sonidos y garabatos con que nos comunicamos es algo totalmente disparatado.

jueves, 15 de septiembre de 2016

El miedo

Aquella tarde, como cada día, llegué a la iglesia media hora antes de la misa. Me sorprendió que la puerta estuviera aún cerrada. El cura solía venir siempre a esa hora. Llegábamos un poco antes porque había que comprobar que todo estuviera a punto. El cura se encargaba del altar y yo cambiaba las lamparitas de cera que encendían los devotos a cambio de unas pesetas. Así, mientras yo deambulaba por la iglesia con la caja de las velas, él se afanaba en comprobar que las vinajeras tuvieran agua y vino, que el cáliz se encontrara en el sagrario provisto de las hostias necesarias y que el nuevo testamento estuviera a punto para la lectura del día. Luego entrábamos en la sacristía y se ataviaba con la vestimenta litúrgica, que estaba compuesta de varias prendas de las que nunca llegué a aprender el nombre, y que cambiaban de color –blanco, verde, morado, rojo…- en algunas fechas señaladas del calendario eclesiástico.

Las misas de entresemana no las celebrábamos en la iglesia principal, sino en la ermita del Santo Cristo de Santa Ana, el patrón de mi pueblo. Está en una plazoleta en la que poco podía hacer para entretenerme, así que me senté a esperar. Cuando empecé a preocuparme por la tardanza del cura, apareció su padre. A veces era él quien venía a abrir y no me extrañó demasiado. Probablemente algún contratiempo tenía entretenido al cura en alguna parte.

Entré en la iglesia detrás del padre del cura y, como con él no tenía confianza y era tímido con los desconocidos, me senté a esperar en uno de los bancos laterales que estaban junto al altar.

La tarde iba llegando a su fin y solo una luz apagada que entraba por las ventanas iluminaba de forma tenue el templo. Me llamó la atención que el hombre -que primero entró en la sacristía y luego subió al campanario para regresar de nuevo a la sacristía- no encendiera las luces. No sé si en aquel rato estuve observándolo o me puse a rezar algo para entretenerme, que en aquel momento, pocos meses después de haber hecho la comunión, mi devoción era profunda y sincera. Sí recuerdo el momento en que lo vi salir de la sacristía y dirigirse con paso decidido hacia la puerta principal. Las palabras no encontraron el camino o fue mi timidez la que me ahogó el grito que pudiera alertarle de mi presencia. Todo fue muy rápido. Alcanzó la puerta del vestíbulo y un instante más tardé escuché el portazo inequívoco que vino a certificar que la puerta de la calle se había cerrado. Y allí me quedé, convertido en estatua de sal, al fondo de una de las naves laterales, sentado en un banco entre las tinieblas.

Debía de ser otoño. Los días cada vez eran más cortos. La luz cenital que entraba a través de las vidrieras apenas iluminaba las formas y los objetos. Sin apenas atreverme a respirar por miedo a despertar a las sombras, valoré incrédulo la situación en la que me encontraba. La ermita del Cristo de Santa Ana está llena de tallas de santos, cristos y vírgenes que desfilan en procesión en cada Semana Santa con el castizo nombre de “procesión de los santos en rilera”. Y solo pude pensar en aquella historia terrorífica que me habían contado en infinidad de ocasiones. Los “santos en rilera” por las noches se bajaban de sus poyetes y peanas y recorrían el templo en una siniestra procesión que se prolongaba hasta el amanecer. Así lo atestiguaban las mujeres de la limpieza que los habían encontrado de aquella manera algunas mañanas que habían llegado demasiado pronto al tajo.

No sé cuánto tiempo pude aguantar quieto y silente en aquel banco. Empecé a escuchar pasos, golpes lejanos, como de objetos que caían al suelo, y además voces, voces susurrantes que articulaban palabras incomprensibles. Llegó un momento en el que el miedo dejó de atenazarme y se convirtió en resorte, en estímulo. Eché a correr y mis pasos resonaron en las baldosas con mil ecos que a mí se me antojaron los pasos de todas aquellas figuras que un momento antes me escrutaban desde sus nichos.

Alcancé la puerta de salida con la sensación de que manos vaporosas intentaban atraparme y voces sibilantes me hablaban al oído. Pero aún me quedaba por superar la prueba más espeluznante. Me sumergí a ciegas en el vestíbulo, un cubículo de paredes de madera donde reinaba la más absoluta oscuridad. Una angustia como nunca había sentido antes se apoderó de mí. Me abalancé hacia donde pensé que estaba la salida y empecé a tentalear la enorme puerta en busca de algún mecanismo que me permitiera abrirla. Rogué a Dios con todas mis fuerzas que solo hubiera que quitar un pestillo y que al padre del cura no se le hubiera ocurrido echar la llave.

Me creeréis si os digo que fui el ser más dichoso del mundo cuando encontré el tirador que accionaba el pestillo y se abrió la puerta. Y aunque nada ni nadie me perseguía, y ya no había manos vaporosas ni voces susurrantes, sentí un gran alivio al poner el pie en la plazoleta y cerrar la puerta tras de mí.

No os aburriré demorándome en el desenlace de la historia. Al cura no le había pasado nada. Ni siquiera se había retrasado. Es solo que yo me equivoqué al mirar la hora y había llegado una hora antes. Me di cuenta cuando iba camino de la casa del cura para preguntar por qué no había misa aquel día. Así que no le comenté nada del incidente -más que nada porque me daba un poco de vergüenza- y volví a la iglesia a la hora correcta para ayudar en misa como cada día.

Fui un agnóstico precoz. Me recuerdo con once o doce años muy nervioso el día que decidí contarle a mi mejor amigo de entonces, que era muy devoto, que todo aquello del viejo barbado con el triángulo, el hijo crucificado y la paloma me parecía un absoluto disparate. Creo que también fui yo el que unos años antes le había dicho que lo de los Reyes Magos era pura filfa, que uno ha sido siempre un poco aguafiestas.

Cuestionarme la divinidad me llevó a recelar de todo lo sobrenatural. Después de interesarme durante algunos años por los fenómenos paranormales, llegué a la conclusión de que no había espíritus ni fantasmas ni apariciones marianas ni ninguna chorrada que pudiera cuestionar las leyes de la física.

Me convertí en un ateo virulento y vitriólico. Y en gran medida fue por rencor. No entendía que los mayores me hubieran llenado la cabeza de todas aquellas fantasías idiotas que me habían impedido ver la realidad como de verdad era. De no haber creído en todo aquello, no habría tenido ningún miedo el día que me quedé encerrado en la iglesia. Nada hay más inofensivo que una sombra o una talla de madera.

Unos años después me dio por ir a pasear a los cementerios con algunos amigos y amigas. Supongo que por transgredir y dármelas de excéntrico. Porque los muertos y los espíritus no me daban ningún miedo. Solo temí en algunas ocasiones que algún gilipollas pudiera darnos un susto o hacernos algo malo por estar en un lugar apartado, o que algún perro rabioso se cruzara en nuestro camino. Solo los vivos y otros animales peligrosos me dan miedo desde entonces.

jueves, 28 de julio de 2016

That's all Folks!

Calculo que más o menos han sido cinco años. Eso es lo que nos ha durado nuestro interés obsesivo y desmedido por la política. No está mal. No es una marca despreciable. Las modas suelen durar menos.

Tuvo que ser a principios de 2011 cuando a todos nos dio por ahí, o un poco antes, que fue a finales de 2010 cuando se publicó Indignaos, de Stéphane Hessel, y encontramos el adjetivo que definía nuestro estado de ánimo de entonces. Los indignados de España salimos a tomar las calles, las avenidas y las plazas, y todo aquello desembocó en el ilusionante 15-M. Aunque yo no acampé en Sol, reconozco que me emocioné cuando estuve allí. De una forma o de otra –ocupando plazas, rodeando el Congreso, invadiendo calles, impidiendo desahucios, llenando las redes sociales de indignados mensajes políticos…– hemos pasado cuatro o cinco años bastante moviditos. Pero ya se acabó. Yo diría que justo después de las elecciones del 20-D. Se notó mucho en las redes sociales. El flujo de mensajes de contenido político descendió de forma considerable. Nadie habla de esto, pero seguro que ha sido uno de los factores que han hecho que la izquierda haya perdido tantos votos en las segundas elecciones. Y de las calles, avenidas y plazas mejor ni hablamos. Hace tiempo que nos cansamos de patearlas y ocuparlas. Hubo momentos en que era tremendamente agotador. Y confuso. Era todo tan confuso que tuvieron que organizar las mareas por colores para que nos aclaráramos.

¿Y qué nos ha quedado de todo aquello? Vivencias. Emociones. Recuerdos. Yo estuve allí. Cierta tranquilidad de conciencia por haberlo intentado. Poemas. Canciones. Puede que haya alguna novela buena, aunque aún no ha llegado a mis manos. También cambiamos el bipartidismo por un rompecabezas de partidos y colores imposible de resolver. Y es que la realidad de la política española actual, a pesar del cambio indiscutible, tiene más de resaca que de borrachera, y que te dé un bajón en la resaca entra dentro de lo normal.

La política sigue presente en las redes sociales, claro, pero de forma más comedida, displicente, desganada. Algunos no hablan de otra cosa, pero ya eran así antes del 15-M. Otros, de vez en cuando, seguimos haciendo algún comentario. Por inercia y sin ninguna ilusión. Entre otras cosas porque con los comentarios políticos se cosechan muchos menos me gusta que en otros tiempos. Y eso desanima, claro. Y que todo es lo mismo y uno ya está como de vuelta de escuchar las mismas noticias: las corruptelas del PP, los desatinos de Podemos, las noticias de Venezuela, las incoherencias de Ciudadanos, las bravuconadas de los independentistas… Todo se repite y nada se resuelve en un bucle infinito.

Por no hablar de la política internacional. Ahí estamos perdidos. Sobre todo los progres. Porque la derecha siempre simplifica y tiene las cosas más claras: no a la inmigración, no a los refugiados, no al islam, no, no y no. Gente práctica que no se complica, que lo de tener razón está sobrevalorado. Los progres, sin embargo, estamos aturdidos y desconcertados. En la guerra de Siria no sabemos qué bando es peor (bendita guerra de Irak, en la que estaba clarísimo quiénes eran los malos). Y pensamos que no habría que estar en esa guerra porque somos pacifistas, pero también entendemos que Francia se defienda de alguna manera de los ataques terroristas, cada vez más numerosos, cada vez más inquietantes, cada vez más difíciles de entender. Los refugiados nos preocupan y nos ofende que digan que son todos yihadistas, pero no podemos negar que algunos lo sean. Con los católicos fundamentalistas teníamos clara nuestra postura, pero no es tan fácil con el islam. Porque dices algo contra ellos y alguien acaba alineándote en las filas de Marine Le Pen, y eso nunca. Por eso puede que a veces pequemos de ingenuidad y de buenismo. Y de lo de Turquía ni hablamos. No podemos decir nada de un país que ni conocemos ni entendemos. Creo que en los próximos meses nos meteremos con Donald Trump, que es una de las pocas cosas en la que todos lo tenemos claro.

Pensando en todo esto, el otro día me acordé de este poema de Nicanor Parra:

NO CREO EN LA VÍA PACÍFICA
no creo en la vía violenta
me gustaría creer
en algo –pero no creo
creer es creer en Dios
lo único que yo hago
es encogerme de hombros
perdónenme la franqueza
no creo ni en la Vía Láctea.

Un poco así creo que nos sentimos muchos. Sin saber qué pensar de lo que pasa fuera y sintiendo que lo que pasa dentro no tiene solución, que cada sociedad tiene el gobierno que se merece y que esto es lo que nos merecemos nosotros.

El caso es que toda esta fiebre colectiva por la política se acabó. Y no porque yo lo diga. Es un hecho. La política vuelve a ocupar su espacio de siempre y la vida sigue su curso. Y puede que eso, al fin y al cabo, no sea tan malo. La vida es lo que sucede mientras perdemos el tiempo hablando de política. O mientras estás leyendo este post, que finalmente, reconócelo, no te ha servido para nada.

That’s all Folks!


lunes, 27 de junio de 2016

Semántica

Tras las elecciones de ayer no son pocos los españoles de izquierdas que se han echado las manos a la cabeza sin poder entender por qué ha ganado el PP las elecciones, y además aumentando ostensiblemente su número de escaños. Después de hacer algunos análisis someros y poco meditados, han llegado básicamente a dos conclusiones: o ha habido pucherazo o España está llena de gilipollas. Obviamente, desde el bando vencedor están convencidos de que se ha impuesto la cordura y el sentido común, y que los otros, los rojos, son poco menos que unos bastardos que quieren arruinar España; al menos lo que ellos entienden por España.

Y ahí puede que esté la clave. En el hecho de que una misma palabra, como España, puede tener diferentes significados connotativos para cada persona. Está clarísimo que las siglas PP no significan lo mismo para todos los españoles. Para algunas personas, normalmente de izquierdas, PP significa corrupción, represión, censura, prevaricación, manipulación mediática, recortes, desahucios, fanatismo religioso, patrioterismo, mangoneo, tráfico de influencias, facherío... Es lógico pensar que no debe de ser eso lo que entienden los millones de personas que han vuelto a votarles. Haciendo un gran esfuerzo para meterme dentro de sus cabezas, me atrevería a decir que lo que ellos entienden es algo así como patria, orden, efectividad, sensatez, recuperación económica, escuela concertada, toros, catolicismo, procesiones, familia, fuera independentistas, fuera inmigrantes…

Supongo que a los de izquierdas los árboles no les dejan ver el bosque y son incapaces de captar en esas siglas el valor de todos esos significados que emocionan a sus adversarios. La gente de derechas, por su parte, seguro que ve algunos de los defectos de su partido –como la corrupción, la manipulación o el tráfico de influencias–, pero es fácil que lo entiendan como un peaje que hay que pagar para conseguir todo lo que a ellos de verdad les importa. Y en todo caso, qué leches, si alguien va a robar, mejor que sean los suyos.

No va a ser fácil entendernos los próximos cuatro años. Las palabras son la principal herramienta de la comunicación, pero son ineficaces cuando significan cosas distintas para los interlocutores. Y vamos a tener que hablar. Eso seguro.

sábado, 23 de abril de 2016

No leemos el mismo libro

Puede que tu libro y el mío tengan las mismas pastas, el mismo título en la portada, el número exacto de páginas e idéntica tipografía, pero tu libro y el mío, que comparten código de barras y año de edición, no son iguales. No leemos el mismo libro.

No puedes leer el mismo libro que yo porque si en una novela, por ejemplo, me describen una estación de trenes con pocos pasajeros en el andén, yo casi siempre me acuerdo de la de Alcázar de San Juan, que es la que más cerca está de mi pueblo. Y dudo mucho que tú puedas imaginarte la estación de un pueblo en el que nunca has estado y que a lo mejor ni siquiera sabes que existe.

Y aunque tú y yo conozcamos Madrid, me sorprendería que viéramos el mismo Madrid si lo leemos en un libro. Porque si la historia sucediera en los noventa y el protagonista pasara por la Gran Vía, estoy seguro de que yo seguiría viendo Madrid Rock y el Palacio de la Música, e incluso puede que en mi libro apareciera un Wendy’s que duró muy poco tiempo y al que no recuerdo si entré alguna vez. Y si me diera por imaginar las carteleras de los cines, vería los carteles de películas como Pulp Fiction, o El Día de la Bestia, o Delicatessen, aunque sean películas que se estrenaron en años distintos y algunas las viera en los Renoir o los Alphaville y nunca se proyectaran en los cines de la Gran Vía. No me extrañaría que en tu libro hubieran desaparecido algunos de esos lugares, o que no hubieras reparado en los estrenos de los cines, o que solo hubieras visto unas carteleras difusas con los títulos borrosos.

Y todavía sería mucho más difícil que tu libro y el mío se parecieran si la historia se situara en una ciudad que ni tú ni yo conocemos. Pongamos, por ejemplo, que sucediera en Vigo. A mí Vigo se me antojaría como una mezcla caprichosa entre Gijón y La Coruña, que son ciudades norteñas que conozco mejor y que puede que tú ni siquiera hayas visitado.

No, no puedes leer el mismo libro que yo. Porque en mis libros los personajes se parecen a gente que tú no conoces: un viejo amigo de mi pueblo, una novia que tuve en la universidad, aquel profesor idiota que me daba Matemáticas en el instituto, la vecina de enfrente o una prima lejana. A veces también les pongo caras de actores y de actrices, y ya sería casualidad que si dicen que era una chica joven, guapa, morena y de ojos marrones, pensaras, como yo, en Maribel Verdú cuando rodó Belle Époque. Y doy por descontado que si me invento sus caras y sus cuerpos y sus gestos no existe ni una remota posibilidad de que los personajes de tu libro sean los mismos que los del mío.

Por eso cuando me dices que no te ha gustado ese libro, que tiene la misma portada que el mío, el mismo código de barras y las mismas palabras en cada una de sus páginas, lo único que puedo pensar es que no hemos leído el mismo libro. Ese libro que dices que es una mierda será el tuyo. Porque el que yo he leído era una obra maestra y, si hubieras podido entrar en sus páginas, seguro que no te atreverías a decir algo así.

domingo, 3 de abril de 2016

Entretenimientos patrióticos

Hace tiempo un buen amigo al que el fútbol le resbala tanto como a mí me dijo que era una pena que no nos gustara este deporte. Y me hizo ver que los forofos del fútbol eran afortunados porque tenían un montón de entretenimientos a su disposición, especialmente los fines de semana: partidos de fútbol, tertulias radiofónicas, programas de televisión, la mitad de los telediarios, periódicos deportivos, quinielas, apuestas… Hasta ese momento no me había parado a pensar en la cantidad de pasatiempos que orbitaban alrededor del fútbol. Además, el fútbol servía para integrarse socialmente, para participar del entusiasmo o del cabreo colectivo en campos de fútbol o bares, y para tener de qué hablar con un montón de gente con la que nunca sabes qué decir: compañeros de trabajo, vecinos, parroquianos de tu mismo bar… También para tener algo que decir en las redes sociales. Pensaba este amigo mío que debía de ser muy divertido ser fanático de un equipo para compadrear con los afines y picar a los rivales. Por eso a veces intentaba ser madridista. Y a su manera lo era, pero sin pasión, sin entusiasmo, sin convicción. Bien sabía él que no era un madridista de verdad. Porque veía a su padre, que se subía por las paredes viendo los partidos, que le daba gritos a la tele, que se deprimía si perdía una vez más la liga, y comprendía que su indiferencia ante la derrota poco tenía que ver con un sentimiento futbolero auténtico. Y desde luego no era por culpa de su padre, que desde niño se preocupó por que viviera la pasión merengue y no dejó de hacer todo lo que un padre preocupado de la educación de su hijo hace en esos casos: le compró una equipación de futbolista madridista, lo llevó a ver partidos al campo de fútbol, consiguió que asistiera a algún entrenamiento y en una ocasión llegó a hacerle una foto con el mítico Juanito. Pero ni por esas.

A veces a mí me pasa como a mi amigo y tengo la sensación de estar perdiéndome algo en este país tan lleno de entretenimientos que a mí me dejan indiferente, o que directamente me la pelan. Y no solo pienso en el fútbol, en el ciclismo, en las motos o en todos esos deportes que apasionan a los españoles. Estoy pensando, por ejemplo, en la gente que vive las procesiones de Semana Santa con una pasión que no se corresponde en absoluto con su falta de devoción. O en los que corren a Benidorm a pelearse por un metro cuadrado de arena en cuanto hay un puente o llegan las ansiadas vacaciones. O en esos que todos los inviernos pierden el culo por ir a una estación de esquí. O en los que viven con un entusiasmo tan patriótico como descerebrado la tortura taurina o las fiestas patronales en las que se maltratan animales. O en los que se dan de hostias por comprar las entradas para el próximo concierto de Pablo Alborán. O en los que hacen cola en la taquilla del cine para ver el estreno de la nueva entrega de Torrente o de los ocho apellidos vascos, catalanes o extremeños. O en los que se saben de memoria los nombres y apellidos de todos esos seres raros que protagonizan los programas de Telecinco. O en todos los que se pasan todo el año esperando esas fiestas a las que nunca he ido y a las que pienso que jamás iré: la Fallas, los Sanfermines, el Rocío... O en esa gente extraña que asiste al desfile de las fuerzas armadas en el Día de la Hispanidad, quizá para recordar que fue mediante el fuego y la violencia como se extendió la hispanidad por el mundo.

A veces me pregunto si mi amor por la siesta es razón suficiente para sentirme plenamente español. Porque la verdad es que me siento ajeno a casi todo lo que emociona a la mayoría de los españoles. Siempre aparezco en la barra pequeña del gráfico de las estadísticas. En las encuestas marco normalmente la opción de “Otros”. Casi nada de lo que me interesa sale en el telediario. No conozco a los artistas que aparecen en las listas de éxitos de Spotify ni a ninguno de los que recibieron un Grammy el año pasado. Y soy más de salir los jueves que los días festivos, y de viajar a las ciudades cuando los que viven en ellas las desalojan para ir a las playas.

Pero al contrario que a mi amigo, a mí no me importa. Me gusta vivir en un país que siempre miro con los ojos del recién llegado, en ocasiones incluso con la ingenua mirada del extraterrestre. Confieso que experimento cierto placer viviendo a contrapelo, caminando siempre en la dirección que se supone incorrecta, como Richard Ashcroft en el vídeo de “Better sweet simphony”, aunque yo siempre esquivo a los que vienen de frente y les dejo pasar, puede que para que no sean ellos los que me arrollen a mí. Y entretenimientos no me faltan. De hecho, mi principal entretenimiento yo diría que es España.


jueves, 28 de enero de 2016

El secreto de la educación finlandesa

Por ser de naturaleza fantasiosa o por simple y puro complejo de inferioridad, los españoles tendemos a idealizar los países nórdicos, especialmente aquellos cuyos nombres terminan en landia. Culpa de Walt Disney, supongo. Todas nuestras utopías sobre democracias maravillosas y quiméricas se cifran normalmente en Finlandia e Islandia, lugares que, por otra parte, ni conocemos ni pensamos visitar. Y por supuesto no tenemos en ellos a ningún pariente o amigo que nos pueda dar cuenta de lo que allí se cuece.

¿Quién no ha oído hablar de Islandia, ese país de ciudadanos valientes y comprometidos que, en los tiempos del 15-M, se negaron a rescatar a los bancos y metieron a todos los políticos corruptos en la cárcel? Creo que algo hubo de todo eso, pero con infinidad de matices y peros que alejan la realidad de Islandia de ese país modélico con el que algunos sueñan.

Otro tanto viene sucediendo con Finlandia, aunque en este caso como ejemplo de país con un sistema educativo eficiente y admirable que siempre los eleva al podio del informe PISA. Los fanáticos defensores del modelo finlandés no lo conocen en profundidad, pero han leído por ahí alguno de los innumerables artículos que todos los periódicos han publicado sobre la educación finlandesa, han retenido un par de ideas vagas que suenan muy bien en el contexto de sus fantasías y ya no saben hablar de otra cosa en cuanto alguien saca el tema. Pues en Finlandia eligen a los mejores profesores. Y los alumnos no repiten curso. Y no les ponen notas numéricas. Ni llevan tareas para casa. Y el Estado costea todos los gastos. Etcétera. No os voy a aburrir contándoos todas las bondades de la educación finlandesa, que para eso solo tenéis que buscar en Google y os aparecerán artículos sobre el tema para aburrir. Tampoco me voy a entretener en matizarlas por no extenderme demasiado.

Lo que quiero es poner en duda que un modelo como el finlandés pudiera funcionar aquí, fuera de su contexto. Para empezar porque su sistema educativo es público en un porcentaje elevadísimo. Ni una universidad privada hay en Finlandia. Así que todos esos colegios concertados y privados que intentan engañarnos diciéndonos que copian el modelo finlandés tendrían que empezar por echar el cierre para dar ejemplo.

¿Y cuál es el contexto de la educación pública finlandesa? Pues de Perogrullo: que está en Finlandia y pensada para alumnos finlandeses. Ahí es donde radica el secreto de su éxito. Los alumnos finlandeses, y los finlandeses en general, son gente esforzada, seria y responsable. Solo el 8% del alumnado finlandés no completa sus estudios obligatorios. Estoy seguro de que trabajan tanto en clase que por eso no es necesario mandarles tareas para casa. Y apostaría a que en los niveles más altos se matan a estudiar, que el suyo, por lo visto, es un sistema muy exigente y competitivo. Solo hace falta decir que para acceder a la carrera de maestro de primaria es necesario tener un sobresaliente en el bachillerato. En uno de nuestros periódicos más católicos he llegado a leer que la forma de ser de los finlandeses se debe en gran medida a una educación de herencia luterana, que fomenta le responsabilidad y el esfuerzo.

No, no debe de ser nada fácil para un mediterráneo integrarse en un sistema que requiere un grado de esfuerzo y de voluntad tan grande. Ni siquiera lo sería para los padres. Porque los padres finlandeses consideran la educación de sus hijos como algo primordial y se esfuerzan por darles ejemplo, y de qué modo. El 80% de las familias van a las bibliotecas los fines de semana. A las bibliotecas, no al McDonald ni a los centros comerciales. Finlandia es el país que más libros publica por número de habitantes. Se pasan la vida leyendo, incluso lo hacen cuando ven cine, que allí a nadie se le ha pasado por la cabeza doblar las películas extranjeras. Una estampa cotidiana en los hogares finlandeses es la de los padres tomando café al mismo tiempo que leen la prensa. De esta forma les transmiten a sus hijos lo importante que es leer y estar informados sobre lo que sucede en el mundo.

Y aunque al parecer los jóvenes finlandeses viven en hogares acogedores y tienen unos padres que se preocupan mucho por ellos, pronto abandonan el nido. Allí los hijos no se perpetúan en casa como esos trastos viejos que se acumulan y van cogiendo polvo en el trastero. Sorprendentemente, muchos de ellos se van de casa poco después de alcanzar la mayoría de edad. Incluso los que siguen estudiando. Los universitarios suelen hacerlo en cuanto empiezan la universidad. Tienen becas para estudiar, es cierto, pero resultan insuficientes y muchos de ellos se buscan algún trabajo a tiempo parcial que les permita ser totalmente autosuficientes.

Puede que todo eso explique, mucho mejor que su sistema educativo, por qué siempre sacan las mejores notas en PISA. Su sistema educativo no deja de ser otro síntoma de su forma de ser.

No vayáis a pensar que todo esto lo digo para rechazar un sistema educativo de tan probada eficacia. Todo lo contrario. Como profesor, estaría encantado de poner en práctica todas las innovaciones que pudiéramos importar de Finlandia. No tengo ningún problema en dejar de mandar tareas a mis alumnos, ni en que prohibamos para siempre las repeticiones de curso, ni en reducir las ratios, ni en potenciar la enseñanza pública. Y si tengo que ponerme las pilas y hacer cursos de formación para alcanzar las altas cotas de preparación de los profesores finlandeses, podéis contar con mi predisposición absoluta. Sin duda, una iniciativa así sería todo un éxito si contáramos con la materia prima adecuada para ponerla en marcha. Llenadme la clase de alumnos finlandeses y mañana mismo, si queréis, empezamos.

Y si esto último no es posible, dejad ya de tocar los huevos con el sistema educativo finlandés y busquemos un sistema educativo que pueda servir para una sociedad que siempre ha presumido de su incultura, que idolatra a personajes como Messi o Sergio Ramos y que sueña con llegar a protagonizar algún día uno de esos programas tan fascinantes que emite Telecinco. Y obviamente no me estoy refiriendo a Pasapalabra.

martes, 29 de diciembre de 2015

Un entretenimiento lelo y pueril

Tenemos cientos de películas y series pirateadas, y por poco dinero muchas más en plataformas como Wuaki o Netflix; en Internet, las cadenas de televisión también ofrecen infinidad de programas totalmente gratuitos en streaming; con la música pasa otro tanto de lo mismo, hay tantos discos accesibles en sitios como Spotify o Youtube que desde hace tiempo da hasta pereza piratear; en nuestros hogares se apilan las diferentes consolas de videojuegos que hemos ido acumulando con el paso de los años; y en muchas ocasiones ya no sabemos dónde meter tantos libros, muchos sin leer, como esas toneladas de libros que se marchitan en los anaqueles de las bibliotecas esperando que alguien venga a adoptarlos, o como esos cinco mil e-books que te pasó un amigo y se mueren de aburrimiento en tu ordenador; y no me olvido de la prensa, todos esos periódicos y todas esas revistas que antes costaban el esfuerzo de bajar al kiosco y aflojar la pasta y que ahora encuentras en tu móvil con un leve toque en la pantalla por el módico precio de una conexión wifi o 3G.

Nadie puede negar que el mundo del entretenimiento ha experimentado en los últimos años una revolución sin precedentes. Aquellos tiempos en los que unos cuantos libros (pocos), la prensa de papel y las dos cadenas de la televisión (la primera y la segunda) eran los únicos recursos para entretener las horas de ocio se han convertido ya en un capítulo de Cuéntame.

Aún me recuerdo en décadas pasadas manteniendo aquella discusión (entonces bizantina) en la que intentábamos dirimir si los programas de la tele eran malos porque los espectadores los preferían así o si la gente los veía solo porque no había otras alternativas. Los optimistas, con su irreductible fe en el ser humano, se aferraban entonces a la segunda opción. Los pesimistas y escépticos como yo éramos más de la primera. Hoy, lamentablemente, la realidad nos da la razón. Y si no, que alguien me explique por qué siguen siendo millones de personas las que mantienen en los primeros puestos de los rankings de televisión programas tan patéticos como Sálvame, Gran Hermano, Tu cara me suena o el programa de Bertín Osborne. Por no hablar de esos absurdos concursos de cocina en los que el espectador juzga a los cocineros sin probar bocado.

“El medio es el mensaje”, dijo Marshall McLuhan, y a lo mejor eso lo explica todo. Puede que la televisión solo sea un medio lelo y pueril, más adecuado para emitir payasadas como el Sálvame Deluxe que para los documentales de la 2. Aunque no deja de ser desalentador que haya tantos millones de personas que lo elijan entre tantos posibles entretenimientos.

Perdonad que mi misantropía no pueda irse de vacaciones ni en Navidad, pero es que sin querer estuve un rato viendo la tele.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Ajedrez

En una partida de ajedrez en la que te encuentres acorralado y a punto del jaque mate, no te servirá de mucho lamentarte por aquella jugada en la que perdiste a la reina o por aquel torpe movimiento que te costó las dos torres. Lo que aprendiste de aquellos errores quizá te sirva para futuras partidas, pero no para esta, en la que ya no quedan ni torres ni reina que defender.

Lo único que debe importarte en esta partida es buscar a la desesperada una estrategia ganadora con las pocas fichas que aún conservas sobre el tablero. No será fácil. Tendrás que emplear todos los recursos que tengas a tu alcance para perjudicar a tu adversario y para salir del hoyo en que te has metido. Poco importa a estas alturas que seas tú el responsable de haber cavado un hoyo tan profundo.

En los juegos de estrategia en los que hay vencedores y vencidos, independientemente de lo grande que sea el tablero y del número de fichas que estén en juego, siempre pasa esto. No importa mucho el desarrollo de la partida, sino elegir con acierto la próxima jugada.

Es obvio que no habría vencedores ni vencidos si la partida no hubiera comenzado, pero ya es un poco tarde para volver atrás. Sobre todo cuando tu adversario no está dispuesto abandonar, ni mucho menos a negociar unas tablas.

domingo, 8 de noviembre de 2015

El infierno de las actividades extraescolares

A comienzos de los noventa, en mis años universitarios, me ganaba la vida como podía. Durante el curso, una de mis fuentes de ingresos eran las clases particulares. Solía dar clases de sintaxis o latín, pero, como se trataba de sobrevivir a toda costa, si me salía cualquier otra cosa para la que me viera capaz, la aceptaba. Sin duda, el caso más curioso que tuve fue una madre pija que me contrató para que le transmitiera a su hija el amor por la lectura.

Vivían en un piso enorme por la zona de Diego de León. No recuerdo los detalles, pero sí que todo estaba impoluto –supongo que tenían servicio–, que era un piso moderno y sofisticado, con líneas rectas y muebles de diseño, y que la madre, una mujer aún joven y tremendamente atractiva, parecía diseñada para ir a juego con su casa. No así su hija, que desentonaba igual que una cagada de paloma en un vestido de novia. Aunque iba a verla por las tardes, en muchas ocasiones la encontraba aún con el uniforme del instituto de monjas. Creo que cursaba entonces segundo de BUP. No era guapa como la madre. Tenía cara de novicia amargada, la piel blanquecina, la mirada triste y el pelo siempre recogido en una cola de caballo.

A la chica sí le gustaba leer. Lo comprendí después de pasar con ella dos o tres tardes. No leía por falta de tiempo. O de fuerzas. Cuando un día me contó su rutina diaria, su vida me pareció un verdadero suplicio. Aparte del instituto, estudiaba guitarra clásica, una actividad que le absorbía muchas horas. Jugaba en un equipo de balonmano bastante serio que entrenaba varias veces a la semana. Formaba parte de un grupo de boy scout o algo así, puede que fuera una asociación cultural y recreativa de su colegio de monjas. Iba a clases particulares de inglés y, para colmo, tenía que soportar una vez a la semana a un tipo que le preguntaba si se había leído el libro que habían acordado la semana anterior. Un puto infierno.

Arrostré el riesgo de perder aquel pingüe beneficio y, después de una de mis clases, cuando fui a recoger el par de billetes crujientes que cobraba por mis servicios, se lo expliqué a la madre. Su hija no tenía ningún problema con la lectura. El problema era su apretada agenda, en la que la lectura no cabía ni metiéndola a empujones. No me despidió. Tampoco me entendió. Me dijo que de acuerdo y que se alegraba de que a su hija le gustara leer.

Durante los meses que seguí yendo a aquella casa, hasta el final del curso, no volví a mandarle a la chica que se leyera ningún libro. Le llevaba cuentos y los leíamos juntos en la hora que teníamos programada. Recuerdo sus ojos tristes y cansados y su expresión ausente escuchándome con estoica resignación mientras seguro que pensaba en las tareas de clase que aún tenía sin hacer o en la hora de guitarra clásica que tendría un poco más tarde. Pensé en dimitir y no lo hice porque me venían muy bien aquellos dos crujientes billetes que me llevaba cada semana por no hacer prácticamente nada.

Mi infancia y mi juventud fueron las antípodas de las de aquella pobre chica. Nunca fui a ninguna actividad extraescolar. Por precariedad, por pura miseria, esa es la verdad. En mi casa vivíamos con lo justo y aquellos gastos extraordinarios ni se planteaban.

Cuando yo iba a la escuela, creo que en mi pueblo los jóvenes podían hacer actividades extraescolares como piano, guitarra, baile o artes marciales. Yo nunca tuve envidia de los que iban a esas actividades. Puede que un poco más mayor me hubiera gustado aprender algo de música, pero entonces estaba totalmente feliz por no tener ninguna de aquellas obligaciones. No todos, pero algunos de los que iban a esas cosas lo hacían a regañadientes. Y mientras ellos entretenían la tarde con aquellas actividades programadas, yo hacía lo que me daba la gana. Normalmente leía libros y mortadelos, o jugaba con mis amigos en la calle, a veces al fútbol, otras, las mejores, a inventar juegos ingeniosos y fascinantes. En ocasiones vagaba por el pueblo con algún amigo o salíamos a las afueras a deambular por el campo. Si estaba solo, aparte de leer, veía la televisión, escuchaba música, escribía alguna historia o simplemente me quedaba mirando el techo mientras dejaba que mi pensamiento bogara a la deriva.

No saben mis padres cuánto les agradezco que, aunque fuera accidentalmente, me regalaran toda aquella libertad.

Los jóvenes de hoy, en general, me inspiran la misma tristeza que aquella pobre chica rica de Diego de León. Los imagino llegando a casa derrotados después de toda la mañana en el instituto, con el tiempo justo para comer y hacer a toda prisa las tareas, saliendo de casa atropelladamente para no llegar tarde a la academia de inglés, o al gimnasio, o a las clases particulares de música, o al entrenamiento con el equipo de fútbol, y sin apenas tiempo para jugar, para leer, para pensar, para soñar. Y luego pienso en sus padres y madres, esos seres amargados y abnegados que se pasan las tardes haciendo de chóferes de sus hijos e hijas para llevarlos a todas esas actividades que ellos imaginan que les hacen mejores padres y madres. Sorprendentemente, son estos padres que sobrecargan a sus hijos de actividades extraescolares los mismos que protestan porque llevan demasiadas tareas del cole. En muchos casos porque son ellos mismos los que, en su afán por ser los mejores padres del mundo, terminan haciendo las tareas de sus hijos.

No tengo hijos para poder demostrarlo, pero os prometo que si los tuviera, no los llevaría a ninguna actividad extraescolar a no ser que me lo suplicaran de rodillas. Y si cediera y accediera a llevarlos, tened por seguro que los desanimaría todo lo que estuviera en mi mano.

viernes, 9 de octubre de 2015

Niebla

Algún día alguien tendrá que hacer un estudio para evaluar el daño que los profesores de lengua y literatura le hemos hecho a la literatura. Sería curioso conocer la cifra aproximada de personas que han aborrecido la lectura por nuestra culpa. Aunque no toda la responsabilidad es nuestra. Recomendar libros siempre es una tarea ardua, y más si tienes que hacerlo frente a una caterva de adolescentes con las hormonas a flor de piel y las neuronas de botellón. Tampoco ayuda el insalvable abismo generacional que se abre entre los profesores y los alumnos, y el no menos insalvable abismo cultural. Sin embargo, no es tan difícil saber en muchos casos qué libros aborrecen, que la sinceridad, a veces hiriente y poco diplomática, de estas nuevas generaciones es un valor al que no siempre sacamos el suficiente partido. Ignoro por qué muchos compañeros y compañeras de profesión, a los que no quiero presumirles maldad, estulticia o sadismo, desoyen las súplicas y los lamentos de estos pobres adolescentes y siguen infligiéndoles lecturas desfasadas, insufribles, martirizantes.

En el Bachillerato estamos obligados, por currículum, a mandar lecturas relacionadas con los periodos de la historia que se estudian en cada curso, pero en la ESO son opcionales. En la ESO los profesores de literatura nos dividimos en dos grupos: los partidarios de la literatura para jóvenes y los fundamentalistas de los clásicos españoles. Estos últimos son menos, pero se sienten superiores por defender un legado cultural avalado por la tradición y los púlpitos universitarios. Algunos rechazan toda la literatura para jóvenes porque la consideran de baja calidad, otros, en cambio, solo buscan una excusa para no esforzarse en la búsqueda de libros que agraden a los alumnos. Los profesores de la ESO que preferimos los libros para jóvenes en lugar de los clásicos españoles intentamos, con mayor o menor acierto, crear lectores. En el amplio universo de lo que hemos dado en llamar literatura juvenil también hay obras maestras y escritores admirables, y mucha mierda, claro, pero no menos que la que encontramos en la literatura para adultos. La verdad, no sé muy bien qué es lo que pretenden los fundamentalistas de los clásicos españoles mandando el Cantar de Mio Cid, Fuenteovejuna o La Regenta a chicos y chicas de catorce o quince años, sin tener en cuenta que para apreciar esos libros hace falta cierta perspectiva histórica que te permita valorarlos dentro del contexto en el que fueron creados.

He llamado antes fundamentalistas a los profesores de literatura obsesionados por los clásicos españoles porque solo la fe les puede haber convencido de que esas lecturas son sagradas e intocables. Parecen, como los fundamentalistas religiosos, personas a las que les han lavado el cerebro, personas que no ven más allá por culpa de esa niebla que llamamos cultura oficial y que intentan inocularnos en las facultades de humanidades. Conmigo no funcionó. Estudié Filología Hispánica y ya en los primeros años de la carrera comprendí que todo aquello que llamábamos historia de la literatura era una farsa, que estudiábamos la historia que habían pergeñado una serie de catedráticos admitiendo y desechando ciertas obras por conveniencias personales o por prejuicios más o menos despreciables. Cuántas obras estupendas se han quedado fuera de los libros de texto porque no sirven de ejemplo para ilustrar una corriente literaria que los catedráticos ensalzan sobre las demás. Cuántos escritores han sido injustamente olvidados por no ajustarse a los patrones de un movimiento literario. Cuántos libros y escritores tachados porque no cumplían los mínimos de pedantería exigibles para que un catedrático se sienta importante mencionándolos. Y eso por no hablar del elitismo y la afectación de un colectivo que muchas veces vive al margen del mundo real. Ya estoy deseando leer dentro de unos años la historia de la literatura española de la década de los noventa y de la primera de este nuevo siglo para enterarme por fin de los libros que debería haber leído y que seguro que ni me suenan. La leeré con el escepticismo del agnóstico y con la media sonrisa con que hojearía una revista de tendencias esnob y elitista.

Supongo que parte de la culpa del cabreo que me ha llevado a escribir este artículo la tiene la relectura que acabo de hacer de Niebla, el celebérrimo libro de don Miguel de Unamuno con el que varias generaciones de profesores sádicos y fundamentalistas han estado atormentando a sus alumnos. Llevaba años evitando este libro porque el recuerdo que tenía de él era muy malo. Solo por cierto prurito profesional decidí volver a darle otra oportunidad. Había olvidado casi toda su trama –excepto el manido juego metaliterario que inevitablemente aparece en todos los libros de texto– y por un momento pensé que quizá no fuera un libro tan horrible como recordaba. Habían pasado más de veinte años desde que lo leí por primera vez. Ya no era alumno, sino profesor. Contaba con unos conocimientos mucho más amplios de la generación del 98. En fin, que llegué a pensar que podía estar equivocado. Pero no. Porque lo fundamental permanecía inalterable: yo seguía siendo yo y el libro seguía siendo el mismo.

En esta segunda lectura, Niebla me ha parecido igual de cargante, aburrido, pedante, idiota y afectado que en la primera. Hasta el juego de las contradicciones típico de Unamuno me parece tonto y pueril, contradicciones de jardín de infancia que debieron de hacer las delicias de los transgresores de mesa camilla de hace cien años y que hoy provocan vergüenza ajena. El mismo Unamuno debía de ser consciente de la mierda que estaba escribiendo y por eso se tuvo que inventar el timo de la “nivola”, una excusa como otra cualquiera para hacer una novela mala parapetándose en cierto sentido del humor que no llega ni a la categoría de chiste malo, con personajes subnormales, diálogos de oligofrénicos y soliloquios con ínfulas de tesis doctoral que no pasan de pajas mentales. He sufrido en todas y cada una de las páginas del libro. Por las estupideces que leía y porque no dejaba de pensar en los millones de jóvenes que han sido obligados a padecer ese via crucis. Y ahora solo puedo imaginarme las aulas como pequeños campos de exterminio en los que durante décadas, año tras año, evaluación tras evaluación, hemos ido ejecutando, con el convencimiento indolente del verdugo, a millones de lectores. Y no sólo por los libros malos que hemos sacralizado, sino también por haber convertido grandes obras maestras de la literatura en tareas de clase, en deberes, en exámenes. La literatura debería ser justo lo contrario.

domingo, 13 de septiembre de 2015

"Mataría a los de Podemos"

El problema del lenguaje de los seres humanos, y su virtud más sorprendente y maravillosa, es su capacidad para formular mensajes que no pueden decodificarse mediante una simple interpretación literal.

Hay mensajes aparentemente sencillos que solo se comprenden correctamente gracias al contexto. En el metro, por ejemplo, decimos a los desconocidos cosas como “voy a salir” o “¿vas a salir?” cuando lo que realmente queremos decirles es que se aparten porque están obstruyendo la puerta.

Por otra parte, los mensajes muchas veces solo se entienden gracias a su sentido figurado. Los tropos y otros recursos expresivos como la hipérbole, la paradoja o la ironía complican y enriquecen nuestro lenguaje. Estos recursos expresivos pueden servir para esconder los significados más terribles en elocuciones aparentemente banales e inofensivas. En la Guerra Civil, por ejemplo, los falangistas pedían que les dieran café a muchos de sus prisioneros, metáfora eufemística para ordenar su ejecución. También podemos encontrar el fenómeno contrario: decir una barrabasada sin ninguna credibilidad para expresar nuestro profundo rechazo por algo. A nadie se le ocurrió llevar a juicio a los Siniestro Total en los ochenta por temas como “Matar jipis en las Cíes”. En este tema se cuenta en primera persona cómo el protagonista llega a una isla y descuartiza y mata a todos los jipis que encuentra. Tan claro estaba entonces que odiaban a los jipis como que no iban a tocarles un pelo. Puede que fuera para algunos un humor negro de mal gusto, de sal gorda y desparpajo punk, pero humor al fin y al cabo.

Por todo esto yo entendí perfectamente a Albert Pla cuando dijo en una entrevista que “mataría a los de Podemos y plataformas ciudadanas. Ahora todavía no llevan guardaespaldas, es mejor acabar ahora”. Quizá yo jugaba con ventaja porque soy seguidor de Pla desde hace más de veinte años y estoy acostumbrado a su humor salvaje y brutal, pero era obvio que no iba a matar a nadie y que intentaba llamar la atención con aquella salida de pata de banco, puede que premeditada e intencionada. Para cualquiera que forzara un poco sus capacidades hermenéuticas, estaba claro que lo quería decir es que si los de Podemos llegaban a gobernar y se hacían poderosos (solo los poderosos llevan guardaespaldas) acabarían pareciéndose a la casta política que tanto critican. No sé si podemos considerar sus palabras como desacertadas. Consiguió un efecto y una repercusión que no hubiera tenido diciendo simplemente que preferiría que Podemos desapareciera antes de que acabara decepcionándonos. Algunas veces los recursos expresivos buscan impactar al destinatario para que preste una atención especial al mensaje.

El anarquismo sui generis de Albert Pla le ha llevado a expresar en sus canciones y espectáculos el profundo rechazo que siente por el sistema y por toda forma de poder. Así se puede interpretar la indiferencia con la que hablaba de la muerte de un policía, un político y un militar en “La dejo o no la dejo”, la polémica canción de la novia terrorista, o la crueldad hilarante y demencial del monólogo con el que hace un par de años presentaba en los medios de comunicación su espectáculo “Manifestación”. En este monólogo explicaba que lo que le gustaría sería cargarse a los policías, los empleados de banco, los políticos y los de las multinacionales mientras todo el mundo en la calle le aplaudía y le sacaba a hombros. En esta misma línea, Albert Pla ha llegado a destruir Estados Unidos, estado por estado, en su tema “La colilla”, o la capital de España en “Están cayendo bombas en Madrid”.

Hace pocos meses, un juzgado de Valencia le condenó a cien euros de multa por las declaraciones antes referidas al interpretarlas como una amenaza. Ahora, la Audiencia de Valencia le ha absuelto porque considera que a esas declaraciones les falta “seriedad, firmeza y determinación (concreción del mal)”, algo que saltaba a la vista para cualquier persona con dos dedos de frente. Por otra parte, no fueron ni Podemos ni las plataformas ciudadanas las que denunciaron a Albert Pla, sino un particular, un tal Ricardo Cano, un abogado que o bien es demasiado lerdo para comprender en su contexto y en su sentido figurado las declaraciones de un artista transgresor y provocador, o bien es un espabilado que vio en los despropósitos verbales de Pla una oportunidad para darse publicidad. Sin duda, esto último es lo más probable. Y aunque Albert Pla ha sido absuelto, no me atrevería a decir que el denunciante no se ha salido con la suya. Su nombre está en todos los medios y la publicidad, sea buena o mala, siempre viene bien.