Cuando
se despertó, la misma mierda seguía allí. Lo supo nada más encender la
televisión. Se puso a ver el telediario y se asustó al comprender que toda su
vida había sido un sueño, que la realidad era bien distinta y que había estado
esperando pacientemente a que se despertara. Para empezar, mandaban los de
siempre. Si no eran los mismos, eran sus hijos o sus nietos o sus clones, sus
sosias, sus avatares. La misma mierda represora y fascistoide que había soñado
que era algo de otros tiempos. Los policías no iban de gris, pero multaban y
golpeaban a todos los que intentaban expresar su rechazo a las medidas de un gobierno
corrupto, mafioso, endogámico e ineficaz. No tenía nada para desayunar y salió
a la calle. Se sorprendió al ver a los muchachos jugando con trompos. Les
preguntó si otra vez estaban de moda los trompos y no le comprendieron. Le
dijeron que ellos jugaban a la peonza. Él les explicó que era lo mismo. Ellos
se encogieron de hombros y el hombre continuó su camino. En un escaparate se
quedó mirando a un maniquí de mujer y casi da un respingo al ver que se volvían
a llevar las hombreras. Entró a un bar y pidió un café con leche y unas porras.
En el lado derecho de la barra había dos hombres discutiendo sobre los últimos
fichajes del Real Madrid. Eso le tranquilizó. En toda la mañana era lo único
que se correspondía con el sueño que había tenido, una constante, algo que
permanecía intacto. De pronto llegaron dos hombres y una
mujer y se pusieron a su derecha. Se sorprendió al oírles contar maravillas sobre
el papa. No quiso seguir escuchando aquella conversación, así que cogió su desayuno y se
fue a una mesa. En la mesa vecina un jubilado le contaba a otro que su nieto, que era ingeniero, había
tenido que emigrar a Alemania. Para tomarse su desayuno tranquilamente, el hombre
intentó evadirse con la ayuda de la televisión. Lo primero que vio en la
pantalla fue un anuncio en el que un niño se ponía histéricamente feliz al abrir
un regalo y descubrir que era un palo, un miserable palo. El hombre se recordó
a sí mismo, en su niñez, en un tiempo que creía remoto, jugando con palos a
falta de mejores juguetes. En su memoria se mezclaron los recuerdos entrañables
con cierto regusto amargo de precariedad y miseria. El siguiente anuncio fue
aun peor. Era un anuncio navideño y en él aparecían una Monserrat Caballé que
parecía recién fugada de un psiquiátrico y un Raphael seco como una mojama que
más que vestido parecía amortajado. El hombre no pudo evitar pensar en Raphael
con diez, con veinte, con treinta, con cien años menos cantando el ropopompom. Cuando
acabó la tanda de anuncios, regresó la actualidad: manifestaciones de estudiantes,
desahucios, paro… Y eso que el programa era un magazín matinal para entretener
a las marujas. No le quedó más remedio que darse prisa en dar cuenta del
desayuno. Después se dirigió al baño. Necesitaba lavarse la cara porque no
estaba seguro de haber despertado del todo. Podría ser que todo aquello no
fuera nada más que una pesadilla. Por un instante, justo antes de mirarse en el
espejo, tuvo la ilusión de descubrir en su reflejo al joven que era treinta y cinco o cuarenta años antes. De haber sido así no le hubiera importado.
Hubiera aceptado el trato: aquel mundo de mierda a cambio de su juventud.
Pero no. En el espejo solo apareció un hombre maduro, un poco hinchado, con enormes
bolsas debajo de los ojos, una papada que ni la barba conseguía disimular y una
alopecia galopante. No, no había vuelto atrás en el tiempo, como no fuera en el
Delorean de Michael J. Fox. Si era así, no recordaba dónde lo había aparcado. Aunque
daba igual. Ahora que todos los ingenieros se habían ido de España, a ver quién cojones iba a ser capaz de arreglar un puñetero condensador
de fluzo.
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