sábado, 25 de mayo de 2013

Búscate la vida

Una de las series que más me gustaban en los 90, si no la que más, era Búscate la vida, en inglés Get a life. No sé en qué puesto la pondría ahora en mi ranking particular de series. Si el criterio fuera lo que me han hecho reír, seguiría siendo la primera.

El protagonista de la serie era Chris Peterson, un idiota infantiloide con síndrome de Peter Pan que con treinta años sigue viviendo en casa de sus padres y trabaja como repartidor de periódicos, un curro que en Estados Unidos hacen o hacían los chavales de doce o trece años. El humor de la serie, totalmente disparatado y absurdo, se basaba en ver la realidad desde la perspectiva distorsionada del protagonista. Por eso los temas que se trataban en los diferentes capítulos eran muy variados: el amor, las relaciones padre e hijo, los avances tecnológicos, la amistad, la rivalidad, la fama, el matrimonio, la muerte, la prostitución, la vida extraterrestre, los viajes en el tiempo, etcétera. Chris Peterson no llega a ser uno de esos personajes detestables que tanto nos gustan en las series –Homer, House, Eric Cartman, Barney Stinson, David Brent… - porque, aunque es un completo imbécil, nos parece un ser inocente y optimista que solo aspira a vivir intensamente todas las experiencias que la vida le ofrece. Pero eso no significa que estarías encantado de tener a alguien así cerca. Ni mucho menos que ese alguien fuera tu hijo. Chris Peterson es de esos personajes que solo pueden gustar vistos a través de la pantalla de la televisión.

Hace unos días pensaba en los años que llevo trabajando como profesor y tuve una revelación: de pronto comprendí que había una epidemia de Petersons infestando los hogares españoles y sentí una especie de vértigo. Entré en la educación hace unos diez años. Entonces la burbuja inmobiliaria –también conocida hoy como la herencia recibida de Aznar- no paraba de engordar y muchísimos jóvenes dejaban los estudios para irse a trabajar, a la construcción o a empresas relacionas de una forma u otra con ella (muebles, puertas, instalaciones eléctricas…). Echo cuentas ahora y a todos aquellos alumnos a los que no pude convencer de que al menos terminaran la ESO me los imagino con veinticinco, veintiséis, veintisiete años, camino de los 30, en paro, con un currículum irrisorio lleno de faltas de ortografía, sin ninguna motivación, viviendo de la sopa boba en casa de sus padres. Algunos supongo que habrán reaccionado, pero para muchos habrá sido imposible.

Ni siquiera tendrán una ocupación ridícula como la que tenía Chris Peterson, que menos es nada. Porque los padres típicos españoles no son como los de Chris Peterson, que estaban hasta las narices de él y le dejaban que hiciera lo que le diera la gana. Aquí la mayoría de los padres son sobreprotectores y no consentirían que su niño o su niña trabajara en un oficio de mierda. Muchos tampoco le dejarían que se fuera de casa y alquilara una habitación, que es lo que hace Chris Peterson con 31 años, justo al inicio de la segunda y última temporada. Porque como bien dice Peterson: “Soy demasiado mayor para seguir viviendo con mis padres. Treinta tiene un paso, pero ¿treinta y uno? Parecería un imbécil, el mayor imbécil de toda América”. Los padres de Peterson no solo lo permitieron, sino que incluso contrataron a unos albañiles para que tapiaran su habitación la misma noche que se fue de casa. Algo que hoy me parecería mucho más razonable que lo que pasa en España.

domingo, 5 de mayo de 2013

Cuentos con moraleja: La confesión del medio tonto


Estos días se me vino a la cabeza el cuento del medio tonto, que aparecía mucho en los libros de texto de mi infancia. Aunque estaba casi seguro de que se trataba de un cuento popular, lo he buscado en Internet para asegurarme y, de paso, para refrescar la memoria. El relato aparece en varias páginas en versión de un tal José Antonio Sánchez Pérez, que ya publicaba recopilaciones de cuentos tradicionales en los años 40 del siglo pasado. Aparte de su nombre en varias antologías de cuentos, no encuentro información sobre este autor, así que entiendo que su labor se limitaba a recoger y a dar forma escrita a los cuentos de tradición oral.

Esta es mi propia versión:

Un muchacho fue a confesarse y el cura le preguntó de qué pecados se acusaba:
  -Padre, me acuso de ser medio tonto.
 -Pero, hijo mío, eso no es un pecado, sino más bien una media desgracia, y no tienes por qué atormentarte por algo así. Uno solo se tiene que confesar de los malos pensamientos o las malas acciones.
  -Pues a eso iba, padre. El caso es que, como soy medio tonto, cuando llega el tiempo de la siega y estamos en las eras trillando, sin que nadie me vea cojo trigo del montón de mi vecino y lo echo en el de mi padre.
  -¿Y por qué no coges trigo del montón de tu padre y lo devuelves al de tu vecino?
  -Porque entonces ya no sería medio tonto, sino tonto del todo.

Recuerdo que con siete u ocho años este cuento nos hacía muchísima gracia por ese gran momento en el que el muchacho dice que se acusa de ser medio tonto.  Creo que ahí se acaba lo gracioso de la historia. Al ser un cuento poco educativo –aunque no lo tenían que considerar así los que insistían en meterlo en infinidad de libros de texto- y tener un protagonista que saca partido de su astucia podría emparentarse con la tradición de los cuentos orientales que los árabes tomaron de los persas y trajeron a occidente, pero está muy lejos de las genialidades del Calila e Dimna o Las mil y una noches. Más bien parece un remedo de esos cuentos adaptado a la moral hipócrita del catolicismo, que siempre ha estado del lado de los de a Dios rogando y con el mazo dando.

Este cuento debió de hacer reír a varias generaciones de escolares en los tiempos de la dictadura franquista y la Transición y no dudo que tuvo que dejar su impronta. Nuestros políticos, que se educaron en aquellos tiempos, tienen un comportamiento que recuerda mucho al del protagonista de la historia. Con suerte, podremos conseguir que reconozcan que cobran sobresueldos, que tienen dietas desmesuradas e injustificadas, que sus planes de pensiones y sus jubilaciones son desorbitados, que se benefician de su posición para conseguir puestos de trabajo extraordinarios cuando dejan la política, que practican el nepotismo, que deberían existir las listas abiertas, que hay que modificar la ley electoral, que habría que eliminar el Senado y las diputaciones, que la democracia debería ser más participativa y, en definitiva, que deberían renunciar a todas sus prebendas y regenerar el sistema democrático, pero es disparatado pensar que van a renunciar a sus privilegios de casta o a legislar en su contra sin que nadie les obligue. Porque, aunque muchas veces nos parecen gilipollas, debe de ser que son solo medio tontos, que no es lo mismo que ser tontos del todo.

Si queréis comprobar que este cuento no es ni educativo ni divertido, cambiad al muchacho por un político y el montón de trigo del vecino por los impuestos de los ciudadanos. Veréis como no os hace ni puta gracia.