lunes, 23 de enero de 2012

Monopoly

Jugábamos al Monopoly. Mis primos y yo jugábamos a muchas cosas todavía, pero aquella temporada nos dio por el Monopoly. No recuerdo qué edad tenía yo entonces. Era un adolescente. Los tres éramos adolescentes, de distintas edades, pero adolescentes. Javi, que era el más pequeño, no tendría menos de doce. José Esteban, que era mayor que yo, no pasaría de los quince o dieciséis.
Habíamos jugado juntos desde que teníamos uso de razón y sabíamos que las reglas de los juegos están para acomodarlas al gusto y capricho de los participantes. Por eso nosotros, como supongo que mucha otra gente, jugábamos al Monopoly con nuestras propias reglas: podíamos comprar propiedades desde la primera vuelta, empezábamos a construir casas y hoteles antes de que se hubieran vendido todas las propiedades, canjeábamos la tarjeta que te permitía salir de la cárcel por el dinero que costaba comprar la libertad… En fin, que, en aquel pequeño mundo que era el tablero del Monopoly, nosotros, sin saberlo, nos convertíamos en taimados legisladores, que es verdad que muchas veces discutíamos para cambiar alguna regla cuando coyunturalmente nos convenía.
No sé cómo empezó lo de los préstamos. Pudo ser que algún día uno de los tres perdiera de forma prematura y nos diera pena dejarlo fuera del juego. También pudo ser porque fuera mi primo José Esteban el que perdiera y no aceptara la derrota. Tenía mal perder y solíamos dejarle que se saliera con la suya para que no se enfadara y no nos pusiera la cabeza como un bombo.
La cuestión es que llegó un momento en el que podíamos pedir dinero prestado a los compañeros y, tras liberalizar el sistema crediticio, incluso a la banca. El dinero del juego no era suficiente para este tipo de transacciones y tuvimos que empezar a fabricar dinero ficticio. No hicimos más billetes sino que empezamos a llevar la contabilidad en hojas que hacían las veces de cuentas bancarias, con sus debes y haberes correspondientes.
No recuerdo si fue antes o después de darle a la banca libertad absoluta para la concesión de préstamos cuando decidimos liberalizar el precio de las propiedades. En las instrucciones ponía claramente que si las hipotecabas, el banco te daría por ellas la mitad de su valor. Aquello dejó de ser así. Decidimos que era mejor poder vendérselas a los otros jugadores por el valor de mercado inicial o por el que ambos jugadores convinieran.

Eran decisiones que solo prolongaban tu agonía porque beneficiaban al jugador más rico, pero nos gustaba ver cómo ese jugador iba acumulando cifras impensables en su cuenta bancaria. Porque el resultado de todo aquello era ese: la agonía de los jugadores que iban perdiendo se prolongaba durante horas o incluso días y, mientras, el jugador que iba ganando amasaba una fortuna desmesurada.
Las partidas normalmente duraban una eternidad. Creo recordar que en una ocasión pudimos estar jugando la misma partida quince o veinte días. Después de cada sesión dejábamos registradas en una hoja interminables anotaciones con las posiciones de las fichas, las posesiones de cada uno, nuestros ahorros, nuestras deudas, las gestiones pendientes, que también había favores excepcionales que te hacía la banca o algún compañero a cambio de alguna compensación futura, etc.
A veces discutíamos. Normalmente para volver a cambiar la legislación y que la modificación de alguna regla nos salvara el culo o destrozara a nuestros rivales. Aprendimos entonces, sin saberlo, que el mundo es mucho más sencillo para el que pone las reglas.
Pero llegó un momento en que comprendimos que aquel juego era demencial, que se nos había ido de las manos, que ya no sabíamos cuándo terminaban las partidas ni adónde nos conducían todas aquellas anotaciones interminables y aquellas cifras astronómicas. Ni siquiera podíamos jugar con los otros chicos. Nadie hubiera querido apuntarse a una partida que duraba semanas. Ni teníamos tiempo para hacer otras cosas.
Lo dejamos el día que comprendimos que había dejado de ser un juego divertido.
Después de un tiempo de barbecho, volvimos a jugar. Pero siempre que alguien proponía echar una partida, otro decía: “Vale, pero sin préstamos”.
Creo que seguimos saltándonos algunas normas del juego, pero ninguna que lo complicara demasiado.

Mi incapacidad para comprender la economía mundial a pesar de mis denodados esfuerzos en los últimos tiempos me ha hecho recordar esta historia de mi adolescencia.

Algunas veces, viendo en las noticias las para mí incomprensibles subidas y bajadas de la Bolsa, he pensado que todo se solucionaría si echáramos el cierre y todos los brokers se fueran a tomar por culo.
Hemos creado un sistema económico monstruoso y perverso que aprisiona todo el planeta con sus horribles tentáculos y que en algún momento puede acabar triturándolo. Matar al monstruo, ese monstruo al que en los últimos tiempos se le están achinando los ojos, se me antoja la única solución posible. Destruir nuestro inextricable y confuso sistema económico de dimensiones planetarias. Simplificarlo. Devolverle unas dimensiones más razonables, no sé si nacionales o regionales o locales.

A lo mejor no estoy diciendo nada  más que gilipolleces, pero pienso que el sistema económico de una sociedad debería tener unas dimensiones que permitieran a los ciudadanos que viven en él controlar sus causas y efectos.

Sin duda habría que acabar con la posibilidad de los préstamos. No hablo de los personales, sino de los que adquieren las naciones con entes que han creado ellas mismas para que fabriquen dinero que se reparte en forma de deudas.

Tengo la sensación de que la intrincada complejidad del sistema solo sirve para hacer invisibles a los que hacen trampas. Es posible que todo se solucionara simplificando las transacciones comerciales. Si fuera necesario, incluso volviendo al trueque durante una larga temporada.

viernes, 13 de enero de 2012

Esquizofrenias

Viendo la noticia de la profesora de religión que echaron a petición del obispado por casarse con un hombre divorciado y que ahora el Estado tiene que indemnizar después de diez años de pleitos, he pensado: "¿Por qué la tiene que indemnizar el Estado? Que la indemnice el obispado". En ese mismo instante me he dado cuenta de que era lo mismo y he esbozado una sonrisa sardónica.

De nuestro bolsillo sale el dinero que educa a los jóvenes en una religión con unos principios que muchas veces van en contra de nuestras leyes. Al mismo tiempo, en otras materias, los profesores intentamos inculcarles unos valores acordes con nuestra legislación, nuestra constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ser gay es una opción / Ser gay es pecado. Divorciarse es una decisión personal y lícita / Divorciarse es pecado. Abortar es un derecho en ciertas situaciones y la madre puede decidir / Abortar es un vil asesinato. Etcétera.

Y todo sucede en las mismas aulas, en la misma franja horaria, con profesores y profesoras a los que no siempre se les puede diferenciar por el alzacuellos o los escapularios.

Supongo que así se incuban muchas esquizofrenias, individuales y colectivas.

jueves, 12 de enero de 2012

No me salen las cuentas

Si ya no compro apenas periódicos o revistas…
Porque el tiempo que puedo dedicar a este tipo de lectura me lo absorben la prensa digital, los blogs y las redes sociales. Sinceramente, en el caso de la prensa me gusta más el papel, pero veo absurdo comprar revistas y periódicos que luego no voy a tener tiempo de leer.
Si ya no compro casi nunca discos…
Comprar discos es una afición de coleccionista más que de melómano. Y yo me estoy quitando, a pesar alguna leve recaída. Entre el Spotify, que me tiene enganchado, y la música que se consigue, legal o ilegalmente, en Internet tengo más discos de los que puedo escuchar.
Si compro muchos menos libros que antes…
Porque durante unos años compré más libros de los que podía leer y tengo muchos títulos pendientes, que nunca he comprado libros  para decorar las estanterías. Además estoy empezando a leer algunos libros en formato e-book y supongo que con el tiempo serán muchos más. Por más que prefiera el papel a la frialdad e impersonalidad del e-reader.
Si ya apenas compro películas o series en DVD…
Porque uno no da abasto con la cantidad de películas y series que se consiguen, legal o ilegalmente (en este caso más de las últimas; ¿para cuándo un Spotify de películas y series?), en Internet.
Si no gasto ni un duro en videojuegos…
Porque, como comprenderéis, con todo lo que leo y con tantas películas y series por ver, me es imposible encontrar tiempo para tan amena distracción.
¿Alguien me puede explicar dónde cojones está todo ese dinero que se supone que me estoy ahorrando gracias a la piratería y a las ventajas de las nuevas tecnologías?
He comprobado mis raquíticas cuentas bancarias, he rebuscado en todos mis cajones, he juntado la calderilla de mis bolsillos y os juro que no lo encuentro por ninguna parte.
El tocomocho, amigos, el tocomocho.