domingo, 27 de septiembre de 2009

Qué bien pensado está el mundo: el dinero negro

El dinero negro es algo tan bueno para nuestra sociedad que todos deberíamos tener derecho a él. Lo que no se debe permitir es que esté distribuido de una forma tan injusta.

El dinero negro (o dinero B, si sois amigos de los eufemismos) es muy codiciado por todo el mundo. Tiene cierto sabor a dinero extra, dinero para irte de farra, para viajar, para irte de putas, en definitiva, para darte caprichos. Imaginad toda la gente que vive de este flujo subterráneo de billetes. Gran parte de este dinero se convierte en el sueldo de muchos trabajadores. Y los impuestos indirectos hacen que termine siendo beneficioso hasta para la Hacienda Pública.

A la gente que tiene mucho dinero negro se la reconoce porque todo lo paga en metálico. Ese es el mundo de los mafiosos, de los camellos, de los traficantes, de los terroristas, de los constructores, de los hosteleros y de todos los empresarios que defraudan a Hacienda, que vienen a ser la mayoría. Cuando pasamos de la peseta al euro todos estos probos ciudadanos estuvieron más atareados que de costumbre. Tuvieron que convertir todos los fajos de dinero negro en propiedades, beneficios de empresas ficticias o billetes de lotería premiados (si te toca la lotería, pregunta por ahí, que hay gente que te dará más dinero que Loterías y Apuestas del Estado). Si hoy tuviéramos que cambiar de nuevo de moneda, no tendrían menos trajín. El dinero negro en cautividad y en grandes cantidades se reproduce de forma pasmosa.

Mucho mejor el dinero negro que el otro. Dónde va a parar. Eso lo sabe todo el mundo, aunque bien es cierto que conviene tener algo de dinero en nómina por si necesitas ir al banco a pedir financiación. La gente que solo gana dinero B suele tener problemas para conseguir un crédito o una hipoteca. Lo ideal es que haya un equilibrio entre lo que cobramos en nómina y lo que nos llega en sobrecitos. Los bancos también lo saben y muchas veces tienen en cuenta esos ingresos extras para conceder los préstamos. Al fin y al cabo los ciudadanos que cobran parte de su sueldo en B suelen ser más solventes. Para empezar pagan menos impuestos.

Los trabajadores que cobran en B tienen menos problemas económicos y gozan de más ventajas que los otros. Si tienes poco dinero en nómina, te conceden pisos de protección oficial, te dan subvenciones, becas para tus hijos, etc. Estos individuos son los que más contribuyen al progreso de nuestro país comprándose unos cochazos increíbles que mantienen en alza el sector del automóvil, que es el que siempre ha preocupado más a nuestros gobiernos.

El dinero negro no sólo le viene bien a los empresarios, terroristas, proxenetas y traficantes. También a la gente más humilde de nuestra sociedad. Trabajar en B es una de las salidas más airosas que tienen los parados para completar el subsidio de desempleo. Si es exiguo, no tienes nada más que buscarte un currillo para completarlo. En la construcción, el campo o la hostelería es fácil encontrar este tipo de ocupaciones no declaradas. Hay formas más lucrativas y menos onerosas, pero también más arriesgadas: el trapicheo de estupefacientes, la prostitución, el tráfico de armas, la extorsión (en este caso, se recomienda la pertenencia a un grupo terrorista con cierta credibilidad), etc.

De los 600.000 supuestos beneficiarios que se iban a poder acoger a la ayuda de 420 euros que da el gobierno a los parados que han agotado el paro, solo lo han solicitado 28.000. El gobierno, una de dos, o es muy tonto o es muy listo. No se les ha ocurrido otra cosa que exigir la asistencia a un curso de formación para poder cobrar la ayuda. ¿Qué se piensan? ¿Que la gente no tiene nada mejor que hacer que asistir a un curso de mierda? Trabajar en negro es un trabajo como otro cualquiera, que exige la misma dedicación y los mismos horarios que un trabajo con contrato. No sé si ver en esta actitud del gobierno cierta falta de sensibilidad social o una picardía descarada.

Los cálculos indican que la economía sumergida supera ya el 25% del PIB (unos 250.000 millones de euros). Y no deja de crecer. Para que nos hagamos una idea: en nuestro país circulan 80.386 millones de dinero en metálico.55.000 millones solo en billetes de 500. A mí me parece estupendo que cunda el dinero. Lo que me molesta es que gran parte de ese dinero es dinero negro y a mí no me llega ni el eco. En mi vida he visto un billete de 500 ni ahora mismo sé de qué color es.

Este verano la economía sumergida ha crecido un 30%. Eso hace que la Hacienda Pública esté por los suelos. Las multas que ponen a los que se dedican a crear empresas que trabajan de forma ilegal (cuyo importe puede llegar este año a los 300 millones) no son suficientes para compensar tanto fraude fiscal. Por eso es por lo que nos van a subir los impuestos.

Sé que es prácticamente imposible erradicar el dinero B y que probablemente no sería bueno para la economía nacional por todos los beneficios que nos aporta y que acabo de exponer. Por todo ello lo que pido es que los trabajadores tengamos al menos el derecho a decidir qué parte de nuestra nómina podemos cobrar en B. Se nos debería permitir cobrar en B al menos hasta el 50%. Así los que declaramos en nómina el importe exacto de lo que cobramos (que somos los funcionarios, los que trabajan en grandes empresas y poco más) tendríamos derechos a subvenciones, a becas, a que nuestros hijos fueran al colegio que hay al lado de casa, etc. Los que han cobrado gran parte de su nómina en B durante toda la vida se quejan a la hora de jubilarse porque les queda muy poca paga, pero es posible que algunos de nosotros prefiramos el dinero ahora y no reservarlo para una hipotética vejez que lo mismo ni llegamos a disfrutar.

En el futuro la igualdad de todos los ciudadanos se conseguirá con un reparto más justo del dinero negro. Esa y no otra tiene que ser la aspiración de una sociedad que pretenda ser más justa.

martes, 15 de septiembre de 2009

Zombis

“En ocasiones veo muertos.”
El sexto sentido

Me fui de mi pueblo hace casi veinte años. Y no es tanto que me fui como que huí. La adolescencia en mi pueblo tiene que ser la etapa más oscura de mi biografía. Tengo muy pocos recuerdos buenos de aquella época. Si dejamos aparte esos maravillosos momentos en los que soñaba con irme de allí.

Con el tiempo he descubierto que mi pueblo no es tan terrorífico. Lo que sucede es que a mí no me gustan los pueblos como no sea para dar una vuelta en plan turismo rural. No viviría en ninguno.

La relación que mantengo con mi pueblo, de cualquier forma, es de amor-odio. Observad que después de llevar varias líneas todavía no he dicho ni cómo se llama. A veces me cuesta decir hasta su nombre. Miradlo en Google, que sale por ahí. El caso es que voy poco. A ratos echo de menos a algunos amigos, pero a veces me las ingenio para quedar con ellos en Toledo, en Madrid o en donde sea. Sin embargo, tengo que reconocer, en honor a la verdad, que los tres o cuatro días al año que voy a mi pueblo me lo paso bastante bien: Nochebuena, la Feria, algún día de verano... Suelen ser visitas relámpago, de un solo día. Breves pero intensas. El tiempo se me escapa de las manos saludando a unos y a otros mientras hacemos la ronda de bares de rigor. Las bebidas espirituosas también echan una mano, que todo hay que decirlo.

Llevo varios años sin faltar a la Feria. Siempre en el sábado de Feria, aunque este año el sábado era la víspera del inicio de las fiestas y era un pelín más soso. Todos los últimos años me viene sucediendo lo mismo: tengo visiones terroríficas. Y solo suele sucederme en estas fechas (aunque alguna vez también ha pasado cuando he ido a mi pueblo invitado a una boda o cuando me ha tocado asistir a un entierro). Las calles en las que se ponen las atracciones de feria, las casetas de turrones, los chiringuitos de tapas y los puestos de churros, pollos o berenjenas se llenan de zombis, de muertos vivientes. Muertos vivientes de verdad, cadáveres que salen de sus tumbas para subir a las atracciones, atiborrarse de porras y atracarse de pinchos morunos. Es como si de repente me encontrara en el cuento oriental del visir que se encuentra a la Muerte entre el gentío del mercado de Bagdad. Así me encuentro yo con los muertos, disimulados entre la gente que va y viene por las calles en las que se asienta la feria. A ti, que no los conoces, ni siquiera te llamarían la atención. Pero yo sí sé quiénes son. Mis viejos compañeros de los primeros cursos escolares. Algunos chicos y chicas con los que jugaba en la calle cuando todavía me ponían rodilleras en los pantalones. Los padres y las madres de algunos de estos chicos. Los tíos y los primos lejanos de mis padres. Los hijos de estos tíos y primos lejanos de mis padres. Los clientes del bar en el que trabajaba cuando tenía dieciséis años. Los hombres que hablaban con mi padre cuando era pequeño y le acompañaba a trabajar al campo. Las mujeres con las que se paraba mi madre cuando iba con ella a comprar... Ni siquiera sospechaba que muchos de estos muertos seguían vivos en mi memoria.

Sé que son muertos vivientes porque están demacrados, hinchados, adiposos, decrépitos, ojerosos, canosos, calvos, arrugados, terriblemente envejecidos... El tiempo ha ido matándolos lentamente. A algunos me cuesta incluso reconocerlos. Identifico sus facciones a duras penas y tengo que reconstruir sus rostros de antaño en mi imaginación.

Es terrorífico ver de golpe los estragos que provoca el tiempo. Produce una conmoción como la que sentiría Aristóteles si volviera a la vida y viera en qué ha quedado la Acrópolis de Atenas. A algunos los vi por última vez hace diez o quince años. A otros puede que incluso no los haya visto en los últimos veinte o veinticinco años.

La muerte se toma su tiempo. El deterioro que produce no se advierte en el día a día. Por eso no notas apenas cómo mueren los que envejecen a tu lado. Lo hacen al mismo ritmo que tú.

Siempre que en el aturdimiento del paseo de la feria me tropiezo con alguno de estos muertos vivientes suelo escapar en otra dirección. Y si queda muy forzado y no es posible, me hago el distraído o fijo la mirada en la persona con la que hablo en esos momentos. No quiero que sepan que los he reconocido. No quiero hablar con ellos. Afortunadamente ellos suelen hacer lo mismo. Puede que, en su ingenuidad, piensen que el muerto soy yo.