(parodiando
a Voltaire)
Cándido,
todavía con la tapa en la mano, se sorprendió al ver cómo aquel desharrapado se
arrojaba dentro del cubo de basura justo detrás de la bolsa de desperdicios que
acababa de tirar. Conmovido por aquella muestra de desesperación, se rascó el
bolsillo y extrajo de él la poca calderilla que tintineaba en su fondo. Bien
sabía Cándido que en aquella bolsa que él acaba de tirar y en la que el
vagabundo cifraba todas sus esperanzas lo más apetitoso que iba a encontrar
eran unas mondas de naranja y las virutas de dos lápices a los que había sacado
punta.
−Tenga usted, buen hombre –le dijo al ofrecerle el óbolo.
El hombre extendió la mano, calculó el montante de la limosna y dejó escapar un par de lagrimones. Luego, con exageradas muestras de agradecimiento, quiso corresponder con unas palabras a la generosidad de Cándido, pero se interrumpió en mitad del ditirambo y escrutó el rostro de su interlocutor con el gesto del que ve a un aparecido:
−¡Cándido! –gritó de pronto− ¿Acaso no me reconoces?
El muchacho lo miró atentamente intentando imaginarse a aquel hombre en unas condiciones más higiénicas y menos lamentables. Sin aquellos pelos largos, enmarañados e hirsutos, sin toda aquella mugre que cubría su cuerpo como una segunda piel, sin aquella cara tiznada que solo dejaba entrever una nariz roja y nervuda y una boca desdentada de la que salía un fétido aliento solo semejante al hedor de las profundidades del averno.
−No sé por qué, pero algo me decía que hoy iba a ser un día maravilloso –añadió el harapiento esbozando una amplia y mellada sonrisa.
Fueron aquellas palabras de optimismo, y no la voz carraspeante y cazallera con que las pronunció, las que le dieron la pista definitiva a Cándido.
−¡Demonios! ¡Es usted el profesor Pangloss! Qué alegría verle, aunque sea en este estado y en esta apurada situación.
−Recuerda, Cándido, que la vida puede ser maravillosa, pero nunca es fácil.
Sin duda era él. Aunque aquel walkingdead distaba mucho del atildado profesor que le había dado clase durante varios años en la facultad de Ciencias Económicas, aquellas muestras de entusiasmo ante la más cruda adversidad solo podían ser del profesor Pangloss.
−¡Por la gloria de Adam Smith! Qué suerte he tenido al encontrarte –continuó este congratulándose de su fortuna.
−No quisiera ser entrometido, profesor, pero después de haberle ofendido con esa miserable limosna, permítame que le pregunte, si no es indiscreción, cómo ha llegado a esta situación tan desesperada.
−Ah, es largo de contar y no quisiera entretenerte.
−Tranquilo, profesor, estoy en paro y voy sin prisas. Me dirigía a la escuela de idiomas a pasar un poco el rato. La verdad es que los cuatro idiomas que estudio simultáneamente me tienen un poco turulato y ya no sé bien distinguir unos de otros.
−¿Estás en el paro? ¿Cómo puede ser eso? Siempre fuiste uno de mis alumnos más brillantes.
−Sigo esperando mi oportunidad. Hay poco trabajo y gente con mejores currículos que el mío. Después de la carrera y del doctorado quise hacer otra carrera, pero mis recursos económicos eran exiguos y solo pude acabar cuatro másters. Pero no hablemos de mí. Sin duda su vida ha experimentado cambios más bruscos que la mía, que no deja de ser siempre una sucesión de clases que no llevan a ninguna parte.
−Oh, Cándido, Cándido, por dónde empezar. Mi rueda de la fortuna no deja de girar hacia abajo y solo saber que en cualquier momento tocará fondo y empezará a subir me da esperanzas para seguir luchando. Todo comenzó cuando privatizaron todas las universidades y me echaron de allí. ¿Lo recuerdas?
−Recuerdo la privatización de la universidad, pero no comprendo que le echaran de allí. Usted siempre creyó en ese proyecto.
−Ah, eironeia. También creo en la vida y mira cómo me lo paga. Por ir resumiendo: privatizaron la universidad, hicieron recortes y me quedé en la calle.
−Pero usted era uno de los mejores profesores de la universidad.
−Ah, no siempre hay justicia en esta vida. Ya sabes, también hay envidias, rivalidades, vendettas que un día se consuman...
−¿Y no lo contrató ninguna otra universidad? Usted decía que la empresa privada siempre seleccionaría a los mejores empleados para desempeñar los cargos.
El profesor Pangloss pareció no escuchar esa última observación y continuó su relato:
−La verdad es que no me importó que no me reclutaran en ninguna de las universidades emergentes que nacieron fruto del derrumbe de la pública. Lo vi como una oportunidad. Toda la vida me había dedicado a enseñar a otros a convertirse en hombres de negocios prósperos y nunca había utilizado todo ese conocimiento en mi propio provecho. Por eso decidí arriesgarme y empecé a invertir en Bolsa. Pero los continuos vaivenes de los valores bursátiles jugaron en mi contra y en un par de operaciones desafortunadas perdí la mitad de mi modesto capital. Fue entonces cuando decidí invertir en un negocio más real y puse en marcha una pequeña cadena de comida rápida: Come y Calla. ¿La recuerdas?
−Recuerdo haber comido en un Come y Calla en alguna ocasión. Ya hace tiempo los cerraron, ¿no?
−Las cuentas no salían. Trabajábamos a precios menos competitivos que las grandes cadenas, y eso que apenas pagaba a los trabajadores y me valía de jóvenes desesperados que incluso hubieran pagado por trabajar unos días. Recorté también en la calidad de los productos, pero no fue suficiente. Había que crecer para poder estar al nivel de las grandes multinacionales a las que quería enfrentarme. Fue entonces cuando perdí a mi mujer.
−No comprendo.
−Mi mujer venía de una familia adinerada y su padre murió. En el momento que yo veía peligrar mi pequeño imperio hostelero, ella heredó una fortuna. Vi el cielo abierto y, sin preguntarle, cogí todo aquel dinero y multipliqué por dos nuestros locales, amplié nuestra flota de reparto, creé una fábrica para elaborar gran parte de nuestros productos y mejoré nuestro departamento de marketing y publicidad.
−Recuerdo los anuncios de Come y Calla. Estaban por todas partes en internet. ¿Y qué pasó luego?
−Lo que tenía que pasar. Mejoramos nuestros productos y pudimos bajar moderadamente los precios para ser más competitivos. Y cuando creíamos haber encontrado la fórmula del éxito, las grandes compañías empezaron campañas muy agresivas para superar todas y cada una de nuestras promociones. Si hubiera tenido dinero para aguantar unos meses, no me habrían derrotado. Las otras compañías estaban perdiendo dinero y no hubieran podido mantener durante mucho tiempo su campaña de acoso y derribo. A la desesperada busqué un socio capitalista que pudiera respaldarme en aquellos momentos cruciales y no hubo suerte. Lo perdí todo: las empresas, mis dos casas, el chalet en la playa, los tres coches y, finalmente, la libertad. Mis acreedores me llevaron a juicio y estuve dos años en la cárcel. Cuando salí me encontré solo. Mi mujer se había divorciado de mí y mis dos hijos renegaban de su padre.
−¿Qué ha sido de ellos?
−Mi mujer trabaja de cajera en un supermercado o algo así. No sé bien en qué trabaja, pero sí que es una empleada y que le pagan un sueldo de mierda. Todavía me sigue considerando el responsable de su situación actual y se niega a perdonarme.
−¿Y sus hijos?
−Mejor no hablemos de ellos. Para mí están muertos.
−¿Muertos?
−Peor que eso. No te lo vas a creer si te digo en qué teorías económicas del pasado siguen creyendo.
−¿En las de Keynes?
−¡En las de Marx! ¡En las de Karl Marx, que ya podía haber sido en las de Groucho! No creas que se lo confieso a todo el mundo. Tengo dos hijos marxistas. Y eso es lo que más me avergüenza, y no zambullirme en el fondo de estos inmundos cubos de basura en busca de una cáscara de plátano. Además se han unido a grupos antisistema y antiglobalización, ¿te lo puedes creer? Les eduqué en las mejores universidades para que ahora deshonren mi apellido.
−¿Pero usted sigue creyendo que el neoliberalismo económico es el mejor sistema económico posible?
−¡Por supuesto! ¡Por la memoria inmarcesible de Margaret Thatcher, no puedes dudarlo ni un instante! Tú fuiste uno de mis mejores alumnos y bien sabes que un profesor universitario está obligado a defender su tesis doctoral hasta la muerte. Ahora están un poco olvidadas mis teorías, pero en cualquier momento habrá una revisión histórica y quizá me harte de dar conferencias en las mejores universidades del mundo. Además, ¡me cago en Marx!, deberías saber que con el capitalismo el hombre ha alcanzado unas cotas de bienestar más altas que con cualquier otro sistema económico. Lo importante son las estadísticas, los porcentajes positivos y no los que se quedan fuera de ellos. También sé que es el único sistema que puede premiar a una persona solo por el hecho de ser inteligente. Y eso es lo que me mantiene con vida, eso y la libertad.
−¿Qué libertad?
−La libertad de rebuscar en el cubo de basura que quiera. Si hubieras estado en la cárcel como yo, entenderías bien lo que quiero decir.
−¿Y no hay comedores sociales o bancos de alimentos que le puedan ayudar?
−No, afortunadamente el Gobierno acabó con esa lacra hace poco. La caridad del Estado solo crea parásitos y las sociedades protectoras son la placenta de seres blandos y vulnerables. Y si Darwin no estaba equivocado, hay que evitar todo aquello que pueda debilitar a nuestra especie. Aquí solo han de sobrevivir los más fuertes. Es el precio de la libertad, y no me parece caro.
Cándido sacó la cartera y cogió el único billete que guardaba en ella. Era un billete de 50 euros.
−Acepte esto profesor.
−Ah, no es posible. Es demasiado.
−Tómelo como un préstamo a fondo perdido. Me hubiera gustado darle más, pero soy un pobre estudiante y es lo único que tengo.
El profesor Pangloss terminó cogiendo el billete, aunque añadió:
−Solo lo aceptaré a condición de que tenga que devolvértelo con intereses.
−¿A un 10% le parece bien?
−De acuerdo –dijo, y volvió a lucir los pocos dientes que albergaban sus encías−. Ya presentí esta mañana al ver el sol radiante sobre las copas de los árboles del parque donde pernocto que hoy sería un gran día. Puede que este billete sea el pasaporte hacia mi felicidad.
−No creo que sea para tanto. Con eso, controlándose y con suerte, puede que le alcance para comer dos o tres días.
−¿Es que acaso crees que me lo gastaré en comer? Este billete lo invertiré en algo que me pueda resultar rentable. Compraré algo a buen precio y lo revenderé por una cantidad más elevada. Con lo que saque volveré a repetir la operación, y así hasta que salga de la calle y vuelva a ser un hombre de negocios respetable. Si todo va como preveo, en poco tiempo veré cómo la rueda de la fortuna empieza a girar a mi favor, hacia lo más alto.
Cándido pensó que era mejor no contradecirle porque el optimismo siempre ayuda a los desesperados. Y consideró que era el momento de despedirse antes de que alguno de los dos estropeara aquel maravilloso encuentro. Aguantando las náuseas, Cándido le dio un abrazo, le ayudó a salir del cubo de basura y se alejó de allí. Antes de torcer la esquina, volvió la cabeza. El profesor Pangloss había desgarrado el plástico de la bolsa de su basura y devoraba con fruición las mondas de naranja que previamente aderezaba con unas cuantas virutas de lapicero. Al mismo tiempo sonreía y miraba el billete con los ojos como platos, como alucinado. Cándido creyó escuchar a lo lejos que, entre mordisco y mordisco, repetía algo así como “mi tesoro, mi tesoro, mi tesooooro…”
−Tenga usted, buen hombre –le dijo al ofrecerle el óbolo.
El hombre extendió la mano, calculó el montante de la limosna y dejó escapar un par de lagrimones. Luego, con exageradas muestras de agradecimiento, quiso corresponder con unas palabras a la generosidad de Cándido, pero se interrumpió en mitad del ditirambo y escrutó el rostro de su interlocutor con el gesto del que ve a un aparecido:
−¡Cándido! –gritó de pronto− ¿Acaso no me reconoces?
El muchacho lo miró atentamente intentando imaginarse a aquel hombre en unas condiciones más higiénicas y menos lamentables. Sin aquellos pelos largos, enmarañados e hirsutos, sin toda aquella mugre que cubría su cuerpo como una segunda piel, sin aquella cara tiznada que solo dejaba entrever una nariz roja y nervuda y una boca desdentada de la que salía un fétido aliento solo semejante al hedor de las profundidades del averno.
−No sé por qué, pero algo me decía que hoy iba a ser un día maravilloso –añadió el harapiento esbozando una amplia y mellada sonrisa.
Fueron aquellas palabras de optimismo, y no la voz carraspeante y cazallera con que las pronunció, las que le dieron la pista definitiva a Cándido.
−¡Demonios! ¡Es usted el profesor Pangloss! Qué alegría verle, aunque sea en este estado y en esta apurada situación.
−Recuerda, Cándido, que la vida puede ser maravillosa, pero nunca es fácil.
Sin duda era él. Aunque aquel walkingdead distaba mucho del atildado profesor que le había dado clase durante varios años en la facultad de Ciencias Económicas, aquellas muestras de entusiasmo ante la más cruda adversidad solo podían ser del profesor Pangloss.
−¡Por la gloria de Adam Smith! Qué suerte he tenido al encontrarte –continuó este congratulándose de su fortuna.
−No quisiera ser entrometido, profesor, pero después de haberle ofendido con esa miserable limosna, permítame que le pregunte, si no es indiscreción, cómo ha llegado a esta situación tan desesperada.
−Ah, es largo de contar y no quisiera entretenerte.
−Tranquilo, profesor, estoy en paro y voy sin prisas. Me dirigía a la escuela de idiomas a pasar un poco el rato. La verdad es que los cuatro idiomas que estudio simultáneamente me tienen un poco turulato y ya no sé bien distinguir unos de otros.
−¿Estás en el paro? ¿Cómo puede ser eso? Siempre fuiste uno de mis alumnos más brillantes.
−Sigo esperando mi oportunidad. Hay poco trabajo y gente con mejores currículos que el mío. Después de la carrera y del doctorado quise hacer otra carrera, pero mis recursos económicos eran exiguos y solo pude acabar cuatro másters. Pero no hablemos de mí. Sin duda su vida ha experimentado cambios más bruscos que la mía, que no deja de ser siempre una sucesión de clases que no llevan a ninguna parte.
−Oh, Cándido, Cándido, por dónde empezar. Mi rueda de la fortuna no deja de girar hacia abajo y solo saber que en cualquier momento tocará fondo y empezará a subir me da esperanzas para seguir luchando. Todo comenzó cuando privatizaron todas las universidades y me echaron de allí. ¿Lo recuerdas?
−Recuerdo la privatización de la universidad, pero no comprendo que le echaran de allí. Usted siempre creyó en ese proyecto.
−Ah, eironeia. También creo en la vida y mira cómo me lo paga. Por ir resumiendo: privatizaron la universidad, hicieron recortes y me quedé en la calle.
−Pero usted era uno de los mejores profesores de la universidad.
−Ah, no siempre hay justicia en esta vida. Ya sabes, también hay envidias, rivalidades, vendettas que un día se consuman...
−¿Y no lo contrató ninguna otra universidad? Usted decía que la empresa privada siempre seleccionaría a los mejores empleados para desempeñar los cargos.
El profesor Pangloss pareció no escuchar esa última observación y continuó su relato:
−La verdad es que no me importó que no me reclutaran en ninguna de las universidades emergentes que nacieron fruto del derrumbe de la pública. Lo vi como una oportunidad. Toda la vida me había dedicado a enseñar a otros a convertirse en hombres de negocios prósperos y nunca había utilizado todo ese conocimiento en mi propio provecho. Por eso decidí arriesgarme y empecé a invertir en Bolsa. Pero los continuos vaivenes de los valores bursátiles jugaron en mi contra y en un par de operaciones desafortunadas perdí la mitad de mi modesto capital. Fue entonces cuando decidí invertir en un negocio más real y puse en marcha una pequeña cadena de comida rápida: Come y Calla. ¿La recuerdas?
−Recuerdo haber comido en un Come y Calla en alguna ocasión. Ya hace tiempo los cerraron, ¿no?
−Las cuentas no salían. Trabajábamos a precios menos competitivos que las grandes cadenas, y eso que apenas pagaba a los trabajadores y me valía de jóvenes desesperados que incluso hubieran pagado por trabajar unos días. Recorté también en la calidad de los productos, pero no fue suficiente. Había que crecer para poder estar al nivel de las grandes multinacionales a las que quería enfrentarme. Fue entonces cuando perdí a mi mujer.
−No comprendo.
−Mi mujer venía de una familia adinerada y su padre murió. En el momento que yo veía peligrar mi pequeño imperio hostelero, ella heredó una fortuna. Vi el cielo abierto y, sin preguntarle, cogí todo aquel dinero y multipliqué por dos nuestros locales, amplié nuestra flota de reparto, creé una fábrica para elaborar gran parte de nuestros productos y mejoré nuestro departamento de marketing y publicidad.
−Recuerdo los anuncios de Come y Calla. Estaban por todas partes en internet. ¿Y qué pasó luego?
−Lo que tenía que pasar. Mejoramos nuestros productos y pudimos bajar moderadamente los precios para ser más competitivos. Y cuando creíamos haber encontrado la fórmula del éxito, las grandes compañías empezaron campañas muy agresivas para superar todas y cada una de nuestras promociones. Si hubiera tenido dinero para aguantar unos meses, no me habrían derrotado. Las otras compañías estaban perdiendo dinero y no hubieran podido mantener durante mucho tiempo su campaña de acoso y derribo. A la desesperada busqué un socio capitalista que pudiera respaldarme en aquellos momentos cruciales y no hubo suerte. Lo perdí todo: las empresas, mis dos casas, el chalet en la playa, los tres coches y, finalmente, la libertad. Mis acreedores me llevaron a juicio y estuve dos años en la cárcel. Cuando salí me encontré solo. Mi mujer se había divorciado de mí y mis dos hijos renegaban de su padre.
−¿Qué ha sido de ellos?
−Mi mujer trabaja de cajera en un supermercado o algo así. No sé bien en qué trabaja, pero sí que es una empleada y que le pagan un sueldo de mierda. Todavía me sigue considerando el responsable de su situación actual y se niega a perdonarme.
−¿Y sus hijos?
−Mejor no hablemos de ellos. Para mí están muertos.
−¿Muertos?
−Peor que eso. No te lo vas a creer si te digo en qué teorías económicas del pasado siguen creyendo.
−¿En las de Keynes?
−¡En las de Marx! ¡En las de Karl Marx, que ya podía haber sido en las de Groucho! No creas que se lo confieso a todo el mundo. Tengo dos hijos marxistas. Y eso es lo que más me avergüenza, y no zambullirme en el fondo de estos inmundos cubos de basura en busca de una cáscara de plátano. Además se han unido a grupos antisistema y antiglobalización, ¿te lo puedes creer? Les eduqué en las mejores universidades para que ahora deshonren mi apellido.
−¿Pero usted sigue creyendo que el neoliberalismo económico es el mejor sistema económico posible?
−¡Por supuesto! ¡Por la memoria inmarcesible de Margaret Thatcher, no puedes dudarlo ni un instante! Tú fuiste uno de mis mejores alumnos y bien sabes que un profesor universitario está obligado a defender su tesis doctoral hasta la muerte. Ahora están un poco olvidadas mis teorías, pero en cualquier momento habrá una revisión histórica y quizá me harte de dar conferencias en las mejores universidades del mundo. Además, ¡me cago en Marx!, deberías saber que con el capitalismo el hombre ha alcanzado unas cotas de bienestar más altas que con cualquier otro sistema económico. Lo importante son las estadísticas, los porcentajes positivos y no los que se quedan fuera de ellos. También sé que es el único sistema que puede premiar a una persona solo por el hecho de ser inteligente. Y eso es lo que me mantiene con vida, eso y la libertad.
−¿Qué libertad?
−La libertad de rebuscar en el cubo de basura que quiera. Si hubieras estado en la cárcel como yo, entenderías bien lo que quiero decir.
−¿Y no hay comedores sociales o bancos de alimentos que le puedan ayudar?
−No, afortunadamente el Gobierno acabó con esa lacra hace poco. La caridad del Estado solo crea parásitos y las sociedades protectoras son la placenta de seres blandos y vulnerables. Y si Darwin no estaba equivocado, hay que evitar todo aquello que pueda debilitar a nuestra especie. Aquí solo han de sobrevivir los más fuertes. Es el precio de la libertad, y no me parece caro.
Cándido sacó la cartera y cogió el único billete que guardaba en ella. Era un billete de 50 euros.
−Acepte esto profesor.
−Ah, no es posible. Es demasiado.
−Tómelo como un préstamo a fondo perdido. Me hubiera gustado darle más, pero soy un pobre estudiante y es lo único que tengo.
El profesor Pangloss terminó cogiendo el billete, aunque añadió:
−Solo lo aceptaré a condición de que tenga que devolvértelo con intereses.
−¿A un 10% le parece bien?
−De acuerdo –dijo, y volvió a lucir los pocos dientes que albergaban sus encías−. Ya presentí esta mañana al ver el sol radiante sobre las copas de los árboles del parque donde pernocto que hoy sería un gran día. Puede que este billete sea el pasaporte hacia mi felicidad.
−No creo que sea para tanto. Con eso, controlándose y con suerte, puede que le alcance para comer dos o tres días.
−¿Es que acaso crees que me lo gastaré en comer? Este billete lo invertiré en algo que me pueda resultar rentable. Compraré algo a buen precio y lo revenderé por una cantidad más elevada. Con lo que saque volveré a repetir la operación, y así hasta que salga de la calle y vuelva a ser un hombre de negocios respetable. Si todo va como preveo, en poco tiempo veré cómo la rueda de la fortuna empieza a girar a mi favor, hacia lo más alto.
Cándido pensó que era mejor no contradecirle porque el optimismo siempre ayuda a los desesperados. Y consideró que era el momento de despedirse antes de que alguno de los dos estropeara aquel maravilloso encuentro. Aguantando las náuseas, Cándido le dio un abrazo, le ayudó a salir del cubo de basura y se alejó de allí. Antes de torcer la esquina, volvió la cabeza. El profesor Pangloss había desgarrado el plástico de la bolsa de su basura y devoraba con fruición las mondas de naranja que previamente aderezaba con unas cuantas virutas de lapicero. Al mismo tiempo sonreía y miraba el billete con los ojos como platos, como alucinado. Cándido creyó escuchar a lo lejos que, entre mordisco y mordisco, repetía algo así como “mi tesoro, mi tesoro, mi tesooooro…”
2 comentarios:
No suelo comentar, pero leo todo lo que publicas (con más entusiasmo las prosas), me gusta el estilo y comulgo con el gusto ácido que tienen la mayoría de los relatos. Lo felicito y le mando un saludo desde Argentina, Pergamino.
Me alegra que compartamos el sentido del humor. Un abrazo, Guido.
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