Hoy voy a dedicar esta sección a la
mitología, que siempre nos aporta enseñanzas que resisten el paso de los
siglos:
Cuentan que aquel dios nació de una
virgen y que, aunque era hijo de Dios, valga la redundancia, vino al mundo en
una cueva. No se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento, pero más o menos
debió de ser en torno al 25 de diciembre porque se dice que coincidió con el solsticio
de invierno. Fue un alumbramiento tan humilde que ninguna persona de alta
alcurnia asistió a contemplar el milagro, ni mucho menos ningún rey. Acudieron,
eso sí, unos pastores. Según algunas versiones, pudieron ser tres.
Cuando se hizo mayor se dedicó a
extender el rito del bautismo, que para él y sus seguidores representaba la
resurrección del alma. Los que creían en él unas veces le llamaban Salvador y
otras, Hijo de Dios. Llevó a cabo numerosos milagros, algunos tan efectistas
como aquel en el que estando en una boda convirtió el agua en vino. Por cosas
así llegó a ser muy célebre. Se cuenta que una vez entró en una ciudad subido
en una burra mientras las multitudes le aclamaban y le recibían levantando hojas de palma.
Murió una primavera para así redimir los
pecados del mundo.
Su cadáver bajó a la morada de los
muertos, pero al tercer día resucitó y ascendió a los Cielos. Sus seguidores o followers estaban convencidos de que regresaría al
final de los tiempos para juzgar a los hombres.
Los que creían en él no le olvidaron y,
durante varios siglos, tuvo adoradores que continuaron con los rituales de
bautismo que él les había enseñado. Al principio sacrificaban un toro y se
bautizaban con su sangre. Más tarde, quizá por lo caro o aparatoso que resultaba
el sacrificio de un toro, cambiaron la sangre del toro por agua bendita. En las
entradas de los templos subterráneos donde se reunían pusieron pilas llenas de
esta agua para que los devotos pudieran mojarse con ella la frente antes de
entrar.
Uno de los rituales que practicaban
consistía en una suerte de banquete en el que comían pan y bebían vino. El pan
representaba la carne del Salvador y el vino, su sangre. Cuentan que esto es lo
que les había dicho antes de morir: “Quien no coma mi cuerpo y no beba de mi
sangre para hacerse uno conmigo y yo con él, no conocerá la salvación.”
Sus adoradores estaban organizados en seis
niveles. El más alto era el páter, que se cubría la cabeza con un gorro frigio y llevaba una vara y un anillo.
Esta es la historia de Mitra, dios adorado por los persas.
Mitra aparece mencionado por primera vez
en los Vedas, los libros sagrados del mazdeísmo, la religión que precedió al
hinduismo. Puede que fueran escritos entre dos y tres milenios antes de Cristo.
En estos textos Mitra aparece como una divinidad que depende del dios supremo Aura Mazda.
A mediados del segundo milenio antes de
Cristo, la religión mitraica pasó de la India a Persia. En esta zona, las
creencias mazdeístas contarían con profetas tan célebres como Zoroastro.
El culto a Mitra empezó a extenderse en
el Imperio romano a partir del siglo II a.C. Puede que por entonces una
religión mistérica resultara mucho más convincente que el sicalíptico Olimpo
grecorromano, que paulatinamente iría perdiendo seguidores o followers hasta desaparecer pocos siglos más tarde.
La moraleja de esta edificante y fascinante
historia es que si tienes una buena idea, ve corriendo al Registro de la
Propiedad Intelectual, que si no, otros pueden apropiársela y forrarse a tu
costa. En la Antigüedad, la ausencia de leyes que defendieran la propiedad
intelectual solo benefició a los piratas,
que ya existían entonces sin necesidad de que se hubieran inventado el eMule,
el Ares o Megaupload. Los historiadores deberían estudiar si los judíos de aquellos tiempos ya tenían algo parecido al Rincón del Vago.
2 comentarios:
Las buenas ideas no deberían defenderse, porque corren tanto que traen tantísimas más y mejores en ocasiones, que es siempre una amplitud, o al menos una riqueza multicultural, y dime ¿quién dice que no a eso?
Un cariño, porque también ¿quién dice que no a eso?
Nená
¡Eso si que es una copia en toda regla! Nada que ver con los plagios de una de nuestras más famosas escritoras, a la que iban a crucificar por transcribir algunos versos y copiar literalmente de un blog de psicología. Qué quisquillosos e intransigentes nos hemos vuelto.
En la Antigüedad, como usted dice, no había ni registro de la propiedad ni, prácticamente, registro de ningún tipo. Ni Facebook, ni Twitter, ni Emule, ni Ares... Y seguro que eran más felices que nosotros.
¡Saludos!
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