Un hombre que era dueño de
varios esclavos los mandó llamar y les dijo:
–He decidido concederos la libertad.
Los esclavos encajaron mal
la noticia y el hombre no entendió sus caras de disgusto. Uno de los esclavos
habló en nombre de todos:
–Es que así no puede ser. La libertad la
tenemos que conseguir nosotros. Si tú nos obligas a ser libres, ya no somos
libres de elegirla.
–Bien, de acuerdo, lo entiendo. Decidme entonces
si queréis que os dé la libertad o no. Pedídmela vosotros y os la concederé.
El enfado de los esclavos
fue en aumento:
–¡Pero
no nos puedes dar órdenes!
–¡Así nunca podremos ser libres!
–¡Somos
nosotros los que debemos decidir cuándo y de qué manera!
Ni los esclavos ni su amo fueron capaces de
solucionar aquel malentendido y el conflicto terminó en una guerra larguísima,
una guerra en la que los contendientes llegaron a olvidar la razón por la seguían luchando.
Siempre
que pienso en los problemas que nuestra sociedad tiene para llegar a la
emancipación femenina o a la liberación total de la mujer, me acuerdo de esta
historia, y hoy me ha parecido un buen día para contarla. Para un hombre, opinar sobre este tema es terreno resbaladizo y
peligroso. Esa es la razón por la que no suelo atreverme. No quiero parecer
como esos hombres que se declaran abiertamente feministas y de forma condescendiente
y paternalista les conceden a las mujeres, al menos de boquilla, el derecho a ser
iguales. La condescendencia y el paternalismo implican siempre un podio más
elevado, y no me parece un buen punto de partida para llegar a la igualdad que
uno de los bandos se sitúe en un plano superior.
Por
eso estoy convencido de que deben ser las mujeres, de que debéis ser vosotras
las que tenéis que poneros a la altura de los hombres, a nuestra altura, y
ocupar el espacio que os corresponde sin necesidad de esperar a que os demos
ningún tipo de autorización. Nosotros no podemos concederos lo que solo vosotras, por
vosotras mismas, podéis conseguir.
Después
de al menos cien años de lucha, es bastante desolador ver que en los países
occidentales –de los otros mejor no hablamos– las mujeres aún no se han
liberado de las obligaciones que la sociedad heteropatriarcal les ha impuesto.
Vivimos en un mundo en el que un puñado de feministas gritan mucho en las
barricadas mientras son legión las que, en mayor o menor medida, se siguen
resignando a cargar con esas imposiciones. Quizá todo se acabe el día en el que
todas, o al menos la mayoría, lo tengan claro. Ese día poco importará lo que
pensemos los hombres.
Y
aquí lo dejo, que seguro que a estas alturas, como el amo de los esclavos, ya he metido la pata
en algún punto y hay por ahí alguna feminista que se está cabreando mientras
lee estas líneas. Hoy, para variar, no es mi intención meterme en ningún lío, y
menos con las feministas, que de alguna forma me imponen mucho respeto. Tenía
este cuento en la cabeza y no he podido evitar contarlo.
1 comentario:
Me parecen muy acertadas tus palabras, ya que hay algo en nosotras que nos impide salir de esta situación de estancamiento y ver como extremas y lejanas posturas que defienden labios ajenos.
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