Y fue entonces cuando la política se volvió
un diálogo de besugos. A escala planetaria. Todo era siempre así en aquellos
días. Desde la Gran Recesión nada era local, ni siquiera el terrorismo, que los
yihadistas habían extendido por todo el planeta como si se tratara de una
franquicia del mal. Antes de aquel colapso bursátil, el mundo era como una
bomba con la mecha puesta en las entidades financieras de Estados Unidos. La
burbuja inmobiliaria explotó, los recortes no tardaron en llegar y la gente
ocupó las calles de medio mundo. Y en todas partes pasaba lo mismo: se culpaba
a los políticos locales, que en el mejor de los casos no pasaban de esbirros o
lacayos del sistema. Puede que ahí empezaran a darse cuenta los políticos de la
grave miopía que padecían los ciudadanos. Las deficiencias de la ciudadanía
siempre han servido de orientación a los jefes de prensa de los políticos. Y
saltaba a la vista que aparte de la miopía, la ciudadanía padecía una grave
sordera y, aun en los casos en los que se enteraba de algo, tenía dificultades
para comprender bien los mensajes. Todo eso, sin duda, fue lo que animó a unos
y a otros a establecer un diálogo inconexo y absurdo, inútil pero entretenido,
que es lo que se pretende en el mundo del show
business. Los ciudadanos, ya convertidos en meros espectadores, valoraron
mucho aquel galimatías disparatado y ridículo que servía de guion a los
telediarios.
Así, mientras unos hablaban de derechos
humanos, de justicia social, de rescate ciudadano y de otras utopías, los otros
empezaron a hablar de banderas, de patrias y naciones, de fronteras y purgas
selectivas. El público jaleaba a unos y a otros dependiendo de cómo le fuera en
la feria o de qué ecos o retazos de frases le llegaran a través de los medios
de comunicación, que contribuían al caos saturando a los espectadores con un
caudal informativo imposible de asimilar. Unos proponían patear el culo a las
grandes fortunas y a las poderosas multinacionales. Otros hablaban de poner
muros enormes en sus naciones para joder vivos a los que se quedaran fuera.
Pero ni unos ni otros sabían cómo se le ponía el cascabel al gato ni puñetera
falta que les hacía. Unos y otros llamaban a sus rivales populistas sin que nadie
tuviera muy claro lo que significaba. Lo importante era ganar aquel debate de
besugos, y en los debates lo importante no es tener la razón, sino parecer que
la tienes. Y más si se trata de un debate de besugos, en el que lo de menos es
el peso de los argumentos. En los diálogos de besugos lo importante es hacer
disfrutar a los espectadores. Y eso, normalmente, lo consigue el más idiota de
los interlocutores. Así que no os será difícil imaginar cómo terminó todo
aquello.
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