Están levantando las calles que rodean mi piso por cuarta o quinta vez en los cinco años que llevo viviendo aquí. Una estuvo más que justificada, que fue para rehabilitar las calles, que estaban en un estado lamentable. Lo que no tiene justificación es que desde entonces las hayan reventado cuatro o cinco veces más para meter tubos del agua, de la luz, de ONO o de su puta madre. Ahora andan dando por culo los del gas natural. Todos estos despropósitos no solo tendrán un coste oneroso para nuestros bolsillos sino que contribuyen a amargarme uno a uno los veranos por mor del inmisericorde ruido de los taladros y al trajín constante de dúmpers, camiones y excavadoras.
Todas estas vicisitudes me traen a la memoria recuerdos de otros tiempos, esos lejanos tiempos de mi tierna juventud en los que yo también colaboré en las encomiables tareas de hacer alcantarillas, arquetas, calzadas y aceras. No voy a rememorar todos y cada uno de los trabajos ridículos que tuve que realizar en los tres veranos que pasé en la construcción porque sería interminable. Trabajaba para unos contratistas –pistoleros los llamamos en mi pueblo- y había semanas en las que me cambiaban dos o tres veces de obra. Era un peón multifunción que podía hacer las tonterías que hacía en cualquier parte.
Hoy solo me quiero acordar de los días que pasé en la finalización de un tramo de la M-40, el tramo que pasa cerca de Canillejas y el Parque Juan Carlos I (en cuyas calles, alcantarillas y lagos también tuve la fortuna de participar). Corría el verano de 1990.
Hoy solo me quiero acordar de los días que pasé en la finalización de un tramo de la M-40, el tramo que pasa cerca de Canillejas y el Parque Juan Carlos I (en cuyas calles, alcantarillas y lagos también tuve la fortuna de participar). Corría el verano de 1990.
Por entonces supongo que el precio de algunas obras públicas no estaría acordado y cerrado de antemano. Si no, no se entenderían las cosas que vi en aquella obra. Para empezar, la empresa constructora pedía a los contratistas para los que yo trabajaba todos los peones que podía justificar. Y en ocasiones se pasaba. Fue en la única obra en la que un encargado me echó la bronca y fue por hacer mi trabajo demasiado deprisa. Cuando se quedaba sin tajo donde ponernos, se ponía de muy mal humor. Luego salía del paso inventándose alguna tarea sin mucho sentido o mandándonos repetir algo que ya habíamos hecho.
La obra estaba llegando a su fin y hacíamos principalmente remates y tareas de limpieza. Me recuerdo durante varios días con otros compañeros limpiando de hierbas y rastrillando el mismo tramo de carretera una y otra vez. Porque había que guardar las apariencias. El encargado sabía que a veces no hacíamos nada, pero cuando se acercaba con su C15 teníamos que fingir que trabajábamos con entusiasmo, que no queríamos que se cabreara con nosotros.
Lo mejor de todo fue que, cuando se aproximaba la fecha de inauguración, había un montón de tareas de limpieza pendientes y tuvieron que contratarnos los fines de semana, que era algo que a muchos nos gustaba porque nos pagaban tres o cuatro veces más que un día normal.
Pero la gran chapuza que quería contar es una que me viene a las mientes siempre que paso por ese tramo de la M-40. Algunas veces incluso se me pasa por la cabeza la posibilidad de que den en el telediario la noticia de alguien que ha muerto electrocutado en la M-40 por apoyarse en algún quitamiedos.
El problema se lo encontraron los electricistas, pero ni ellos fueron los culpables ni entraba dentro de sus competencias solucionarlo. Cuando metían el cableado de las farolas por los tubos que van bajo tierra, se toparon con un atasco. Después de una investigación en profundidad descubrieron que en un tramo de unos 100 o 200 metros muchos de los postes de los quitamiedos habían reventado el tubo que tenía que alojar los cables. La solución hubiera sido tan sencilla como volver a cavar una zanja al lado del quitamiedos y poner tubos nuevos, pero supongo que la fecha de la inauguración se les echaba encima, supongo que la máquina que podía hacer la zanja ya no estaba allí, supongo que hacerlo a mano hubiera sido muy lento, supongo que ya habían devuelto los tubos que habían sobrado, y supongo que los electricistas tenían que acudir a otras obras y no podían esperar allí de brazos cruzados. Y supongo todo eso porque haría falta una buena justificación para la solución que buscaron a la desesperada.
Los artífices encargados de llevarla a cabo fuimos dos de los peones más jóvenes e inexpertos, un muchacho de un pueblo cercano al mío y yo, dos mancheguitos que habíamos pasado muchas horas juntos barriendo y rastrillando o fingiendo que lo hacíamos, que era mucho más extenuante. Durante un par de días trabajamos duro para que aquella chapuza llegara a buen término. Nos pusieron a las órdenes de los electricistas e hicimos lo que nos dijeron, estupefactos pero sin rechistar.
Cuando la guía y los cables de los electricistas topaban con uno de los postes, cavábamos hasta descubrir el tubo, le hacíamos un agujero –creo que era de PVC- y por el boquete sacábamos los cables. Luego hacíamos lo mismo en el otro lado del poste. Descubríamos el tubo, lo rompíamos e introducíamos los cables por el nuevo agujero bordeando el poste. Como resultado de esta operación los gruesos cables del alumbrado público quedaban sobre la tierra pegados al poste de metal. Para disimular la chapuza, el encargado nos ordenó que pusiéramos encima del cable un trocito de plástico del tubo que habíamos roto y luego tapáramos todo el despropósito con tierra asegurándonos de que quedaba bien compactada. No sé cuántos postes tuvimos que sortear de esta manera. Creo que estuvimos casi dos días con los chispas mirándonos el cogote. A mí se me hicieron eternos.
Si no se electrocuta nadie, la sorpresa se la llevarán –puede que se la hayan llevado ya- los electricistas que algún día tengan que ir a renovar el cableado. Supongo que no darán crédito y esta vez estará justificada la invectiva que estos profesionales siempre sueltan contra los colegas que les han precedido en un trabajo.
Creo que hoy las obras públicas salen a concurso –al menos aparentemente- y tienen un precio ajustado antes de llevarse a cabo, un precio que todos sabemos que es normalmente abusivo. La administración siempre paga unas facturas abultadísimas por cualquier trabajo que encarga. Las empresas tienen que pensar del dinero del Estado lo mismo que los atracadores del dinero de los bancos: que no es de nadie y tonto el que no lo coja a puñados.
En los años de construcción galopante de la burbuja inmobiliaria no he tenido la suerte de disfrutar de los placeres de la construcción. Tiene que haber sido muy divertido ver las soluciones extraordinarias que en muchas ocasiones se habrán tomado por culpa de las prisas, de los materiales de baja calidad, de la falta de cualificación de oficiales y encargados, y de los constructores sin escrúpulos. Seguro que en las reformas que se hagan en el futuro se encontrarán bajo las baldosas y detrás de los azulejos muchas sorpresas.
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