Tarde o temprano tenía que caer en esta sección el clásico de Andersen. Con el mismo respeto que ponía él en las versiones que hacía de los cuentos clásicos intentaré hacer mi propia versión de su relato:
Érase una vez un emperador obsesionado con la moda. Pongamos que se llamaba Galiano. Al emperador Galiano le encantaba estrenar trajes nuevos, caros y elegantes con los que sorprender a sus súbditos. Era lo único que le importaba. Sus consejeros y ministros gobernaban su reino mientras él salía a pasear o iba al teatro con el único fin de que todo el mundo se quedara admirado de las galas que lucía en ese momento.
Un día llegaron dos pícaros a la ciudad y se hicieron pasar por unos prestigiosos sastres. Aseguraban que confeccionaban unos trajes espléndidos con una tela única en el mundo, una tela que no solo era de una calidad sin parangón, sino que además tenía propiedades mágicas. Para empezar, su belleza no podía ser contemplada por todo el mundo. A los ojos de los tontos o de los que tuvieran un cargo del que no fueran dignos la tela se hacía invisible.
Al emperador le fascinó la idea. Podría vestir unos trajes preciosos al mismo tiempo que descubría cuáles de sus subordinados no se merecían el cargo que les había concedido. Mandó llamar a los dos supuestos sastres y les pidió que le hicieran un traje. Los dos pícaros aceptaron el encargo a cambio de una gran suma de dinero y gran cantidad de seda y oro para adornar la tela. El rey no dudó en concederles todo lo que le pedían.
Un buen día decidió que quería saber cómo avanzaba el trabajo de los dos sastres, pero no se atrevió a ir a su taller. Por un momento pensó que cabía una remota posibilidad de que él no fuera digno de ser emperador y pudiera quedar en ridículo. Por eso decidió mandar primero a uno de sus más fieles ministros, un hombre sabio, viejo y honrado que, sin duda, podría ver la tela y contarle con todo detalle cómo era el traje y si el trabajo estaba muy avanzado.
El viejo ministro fue al taller de costura y encontró a los dos sastres afanándose en los telares vacíos, con ovillos de hilo invisible y agujas que daban puntadas al aire sin descanso. Por un momento no supo qué hacer. Acababa de descubrir que no estaba capacitado para ser ministro o, mucho peor, que era un idiota. Los pícaros le trataron con mucha cortesía y le pidieron que dijera con toda sinceridad lo que pensaba de las ricas telas con las que confeccionaban el traje del emperador. El ministro, cuando logró salir del aturdimiento, optó por ensartar una retahíla de alabanzas sobre la riqueza del tejido y la belleza de los motivos y bordados que lo adornaban. Luego, totalmente confuso, salió de allí en cuanto pudo.
El viejo ministro le contó al emperador maravillas de la extraordinaria tela del traje y de los habilidosos sastres que trabajaban día y noche para complacerle.
En los días siguientes, el emperador envió a otros ministros y subordinados al taller de los dos impostores y les sucedió lo mismo que al viejo ministro. Todos, de igual manera, le contaron maravillas de la calidad del tejido y de los bordados que lo adornaban. Ninguno se atrevió a confesar que no lo había visto.
En la ciudad todo el mundo estaba expectante. Sobre todo porque deseaban descubrir cuál de sus vecinos no se merecía su puesto de trabajo o era tonto de remate.
El mismo emperador no pudo aguantar mucho más y terminó acudiendo al taller pocos días antes del desfile en el que pensaba estrenar el traje.
Al emperador Galiano se le hizo un nudo en el estómago cuando vio el telar vacío. Al principio no supo qué hacer y se quedó con los ojos como platos pensando cómo podría salir de aquella situación tan embarazosa. Mientras todos sus consejeros y ministros decían maravillas del traje que él era incapaz de ver, uno de los pícaros se le acercó y le preguntó si le pasaba algo. El emperador le dijo que no comprendía por qué le preguntaba eso. El falso sastre le explicó que no había sabido interpretar sus gestos y tenía miedo de que no estuviera satisfecho con su trabajo.
El emperador supo salir del apuro repitiendo las mismas mentiras que sus subordinados le habían dicho los días precedentes y que no dejaban de repetir en esos momentos. Para que no quedara duda de la satisfacción que le producía el traje decidió allí mismo conceder a los dos sastres un título honorífico, hacerles hijos adoptivos de la ciudad y pagarles más de lo que en principio habían acordado.
El día del gran desfile llegó y los estafadores se ofrecieron para vestir al emperador. Mientras le ponían con excesivo cuidado el supuesto traje que le habían confeccionado le explicaban que otra de sus cualidades prodigiosas era que no pesaba absolutamente nada. Era la tela más ligera que existía en el mundo.
Antes de salir de su vestidor, el emperador pasó un buen rato contoneándose delante del espejo. Veía su cuerpo desnudo, pero imaginaba lo impresionante que tenía que ser el traje basándose en las maravillas que contaban todos los que eran capaces de verlo.
Poco después el emperador ya estaba en la calle, desfilando altivo, mientras sus súbditos aplaudían entusiasmados para que nadie notara que no veían nada, excepto a su emperador en pelotas.
Tuvo que venir un niño a deshacer todo el hechizo. “¡Pero si ese señor está desnudo!”, gritó y se echó a reír.
La voz de la inocencia es muchas veces la voz de la lucidez. Toda la gente que estaba cerca del niño lo comprendió en ese momento. El niño decía la verdad. Todos se pusieron a gritar que el emperador iba desnudo y empezaron a reírse de lo grotesco que resultaba desfilar desnudo por las calles con aquella prosopopeya.
Solo el emperador, sus consejeros áulicos y sus ministros lameculos mantuvieron el tipo y -aunque todos comprendían, hasta el mismísimo emperador, que era verdad lo que decían- continuaron el desfile como si no pasara nada. El emperador Galiano incluso levantó más la cabeza y quiso convencerse de que todos los que se reían no eran nada más que unos idiotas.
Probablemente sea uno de los mejores cuentos que se han escrito no solo por lo divertido que es, sino también porque nunca ha dejado ni dejará de estar vigente. El cuento nos quiere decir que no debemos creer que algo es verdad solo por el mero hecho de que todo el mundo lo cree.
De este cuento te acuerdas siempre que se impone alguna moda horrorosa, o cuando todo el mundo compra el mismo producto inservible que a los pocos meses acaba en la basura, o cuando el fútbol se convierte en tema de interés nacional hasta el punto de que el presidente del Gobierno y su portavoz tienen que decir lo que piensan del próximo Real Madrid-Barça, o cuando los idiotas defienden la tauromaquia, o cuando los que no creen en Dios acuden a los cursillos que les permitirán casarse por la Iglesia, o cuando la gente desfila en procesión llevando sobre sus costillas enormes tallas policromadas de cristos, santos y vírgenes, etc.
Ayer me acordé del cuento hablando con un compañero de trabajo. Nos despedíamos hasta después de vacaciones y nos preguntábamos a qué íbamos a dedicar nuestro periodo de asueto. Por hacer la broma le pregunté si acaso parte de su tiempo iba a dedicarla a acarrear santos por las calles. Mi compañero no pudo evitar echarse unas risas para terminar preguntándome si no me parecía ridículo y absurdo todo eso de la Semana Santa. Lo decía riendo pero serio, como si no pudiera creerse a sus cuarenta y pico años que la gente no hubiera llegado a la misma conclusión que él.
Podíamos haber iniciado un debate sobre lo difícil que es cambiar los ritos de una civilización y habernos remontado a los primeros tiempos del cristianismo, en los que los mismos cristianos tuvieron que adaptar sus ritos y creencias a las que ya existían; o haber comentado lo incomprensible, incoherente y demencial que resulta que los católicos intenten convencernos de que su religión politeísta -que tiene un dios que en realidad son tres rodeado de una multitud de santos y vírgenes a veces más poderosos que el mismo dios- es en realidad una religión monoteísta. Pero no dijimos nada más y nos despedimos con prisa por empezar nuestras vacaciones cuanto antes.
Luego me quedé pensando qué sencillo es ver para el que tiene ojos y los quiere usar. Y me acordé de este cuento y pensé que había llegado el momento de escribirlo en mi blog. Y no pensé en hacer nada más. Porque también es ridículo hacer una procesión atea o intentar convencer a alguien de que una tradición es estúpida. Cuando alguien tiene una convicción arraigada es normal que no se avenga a razones. Ya dijo Nietzsche que las convicciones son cárceles. Si intentas razonar con personas así o te ríes de la absurdidad de sus costumbres, lo más fácil es que reaccionen como el emperador y se reafirmen aun más en sus posturas.
A mí, de cualquier forma, no me molesta la Semana Santa ni los pasacalles dramáticos y gores con que nos deleitan. Hace años que no veo ninguno. Y si a veces los tambores pueden incordiar un poco, a lo lejos, no es mayor molestia que cuando pitan los coches a altas horas de la noche porque su equipo de fútbol ha ganado algún título. Molestias inevitables de la vecindad a las que hay que quitarles importancia.
Desde hace un tiempo vivo bastante feliz porque en mi país, en mi España, en la que yo vivo y comparto mi vida con las personas que me importan, no hay procesiones, ni corridas de toros, ni casas reales, ni programas de Telecinco, ni elecciones a las que ir a votar a dos tontos muy tontos… Y aunque nuestros políticos sigan prohibiendo casi todo lo que es divertido o me bajen el sueldo por culpa de su incompetencia, yo vivo en una España cada vez mejor.
5 comentarios:
También es uno de mis cuentos favoritos, a ver si un día los seguidores de Apple se dan cuenta de que Steve Jobbs va desnudo también, por ejemplo..
Perdona, el cuento original titulado "El traje invisible" pertenece a la obra "Libro del Conde Lucanor" del Infante D. Juan Manuel (S.XIII-XIV)
Estimada Condesa Lucanora, dicen que Andersen se basó en una traducción del cuento de don Juan Manuel ("De lo que aconteçió a un rey con los burladores que fizieron el paño") para hacer su versión, pero el cuento original tampoco es suyo. Don Juan Manuel firmaba sus cuentos como si hubieran salido de su imaginación, pero la mayoría (si no todos) eran adaptaciones de cuentos que había escuchado o leído. Distintas versiones de esta historia pueden encontrarse en algunas literaturas orientales anteriores a don Juan Manuel. De cualquier forma, dos características me hacen preferir la versión de Andersen frente a la del sobrinísimo de Alfonso X. La primera, que en Andersen si no ven el traje, significa que son tontos o que tienen un cargo por encima de su capacidad. En don Juan Manuel, sin embargo, solo sirve para reconocer al que no es hijo del que dice ser su padre. Y la segunda, y más importante,que en don Juan Manuel el rey finalmente reconoce que ha sido engañado mientras que al emperador de Andersen su orgullo se lo impide. Creo que estas dos variaciones del cuento son los aciertos que han hecho que la versión de Andersen haya tenido mejor fortuna. Y yo quería versionar a Andersen, que versionó a don Juan Manuel, que versionó a algún autor oriental, etc.
JAJAJ, me ha encantado tu postura!!!, Es un buen cuento con una moraleja fantástica, besitos
Jamás hago comentarios en blogs, pero es que tu postura, en general ante la vida, me ha conmovido: "es exactamente igual a la mía". Me he encontrado el cuento haciendo un trabajo para la universidad y sólo puedo añadir que con más gente con criterio y que realmente tenga ojos para ver, las cosas nos irían muchííísimo mejor.
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