jueves, 22 de diciembre de 2016

Spam

El mundo de las etimologías es tan fascinante como desconcertante. Hace unos días descubrí que la palabra spam se le ocurrió a alguien a principios de los años 90 estableciendo una analogía entre los correos basura que inundaban los buzones de los e-mails y un sketch de los Monty Python del año 1970. En aquel sketch los protagonistas preguntaban a la camarera de un bar qué podían pedir para comer y ella les recitaba una carta en la que todos los platos tenían, entro otros ingredientes, y en mayor o menor medida, “spam”. En Inglaterra llamaban así a un tipo de carne de cerdo que se vendía enlatada. La palabra “spam” se formó de la contracción de las palabras “Spiced Ham”, jamón especiado, que era lo que se podía leer en las latas. El que aplicó por primera vez el término al correo basura advirtió que en cada remesa de nuevos mensajes era inevitable toparse con toda esa publicidad no deseada de la misma manera que era imposible evitar el “spam” en cada uno de los platos del sketch de los Monty Python. Así de disparatado y casual puede ser esto de los neologismos: un rótulo en una lata, una abreviatura de ese rótulo, una asociación metafórica entre algo molesto y el jamón de un sketch de la televisión, y ya tenemos un término nuevo para referirnos a una nueva realidad.

Siempre me han llamado la atención todas las etimologías sorprendentes y cogidas por los pelos. Otra de mis favoritas es la de “bigote”, que, aunque no está totalmente demostrada, aparece en todos los diccionarios etimológicos como probable. El origen sería la expresión alemana “bei Gott”, o “bî God”, que significa “por Dios”, y que probablemente decían constantemente los germanos en la Edad Media. Alguna vez leí que los castellanos de la Edad Media, que nunca llevaron bigote, empezaron a llamar así a ciertos mercenarios extranjeros que participaron en la conquista del reino de Granada a finales del siglo XV, unos hombres extraños que debían de lucir unos mostachos considerables. Los etimólogos dicen que estos hombres bigotudos fueron probablemente normandos. Los normandos hablaban una lengua romance, pero pudieron aprender esta expresión de su trato con los ingleses. Sea como fuera, el caso es que la expresión “bei Gott” o “bî God” sirvió para motejar a unos hombres con mostacho, y fue el mismo mostacho, por metonimia, el que acabó apropiándose del término. De esa forma, la palabra de origen griego “mostacho”, que es el que suele prevalecer en el resto de lenguas romances, fue sustituida en la nuestra por un insólito neologismo del siglo XV.

El azar que determina en una lengua que un significado se relacione caprichosamente con un significante lo explican los semiólogos diciendo que los signos lingüísticos son convencionales y arbitrarios. Que sean convencionales significa que todos los hablantes aceptamos la relación entre significante y significado por más absurda que esta sea, y eso es una suerte, porque de no ser así estaríamos abocados a la incomunicación. Pero que la relación entre los significados y los significantes sea arbitraria, casual, inmotivada, inexplicable, y en ocasiones desconcertante o demencial, es lo que da mucho que pensar, y más cuando nuestro pensamiento se desarrolla gracias a los mismos significantes lingüísticos que nos llevan a considerar que este código de sonidos y garabatos con que nos comunicamos es algo totalmente disparatado.

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