lunes, 19 de octubre de 2015
martes, 13 de octubre de 2015
viernes, 9 de octubre de 2015
Niebla
Algún
día alguien tendrá que hacer un estudio para evaluar el daño que los profesores
de lengua y literatura le hemos hecho a la literatura. Sería curioso conocer la
cifra aproximada de personas que han aborrecido la lectura por nuestra culpa. Aunque
no toda la responsabilidad es nuestra. Recomendar libros siempre es una tarea
ardua, y más si tienes que hacerlo frente a una caterva de
adolescentes con las hormonas a flor de piel y las neuronas de botellón. Tampoco
ayuda el insalvable abismo generacional que se abre entre los profesores y los
alumnos, y el no menos insalvable abismo cultural. Sin embargo, no es tan
difícil saber en muchos casos qué libros aborrecen, que la sinceridad, a veces
hiriente y poco diplomática, de estas nuevas generaciones es un valor al que no
siempre sacamos el suficiente partido. Ignoro por qué muchos compañeros y
compañeras de profesión, a los que no quiero presumirles maldad, estulticia o
sadismo, desoyen las súplicas y los lamentos de estos pobres adolescentes y
siguen infligiéndoles lecturas desfasadas, insufribles, martirizantes.
En
el Bachillerato estamos obligados, por currículum, a mandar lecturas
relacionadas con los periodos de la historia que se estudian en cada curso, pero
en la ESO son opcionales. En la ESO los profesores de literatura nos dividimos
en dos grupos: los partidarios de la literatura para jóvenes y los
fundamentalistas de los clásicos españoles. Estos últimos son menos, pero se
sienten superiores por defender un legado cultural avalado por la tradición y
los púlpitos universitarios. Algunos rechazan toda la literatura para jóvenes
porque la consideran de baja calidad, otros, en cambio, solo buscan una excusa
para no esforzarse en la búsqueda de libros que agraden a los alumnos. Los
profesores de la ESO que preferimos los libros para jóvenes en lugar de los
clásicos españoles intentamos, con mayor o menor acierto, crear lectores. En el
amplio universo de lo que hemos dado en llamar literatura juvenil también hay
obras maestras y escritores admirables, y mucha mierda, claro, pero no menos
que la que encontramos en la literatura para adultos. La verdad, no sé muy bien
qué es lo que pretenden los fundamentalistas de los clásicos españoles mandando
el Cantar de Mio Cid, Fuenteovejuna o La Regenta a chicos y chicas de catorce o quince años, sin tener en
cuenta que para apreciar esos libros hace falta cierta perspectiva histórica que
te permita valorarlos dentro del contexto en el que fueron creados.
He
llamado antes fundamentalistas a los profesores de literatura obsesionados por
los clásicos españoles porque solo la fe les puede haber convencido de que esas
lecturas son sagradas e intocables. Parecen, como los fundamentalistas
religiosos, personas a las que les han lavado el cerebro, personas que no ven
más allá por culpa de esa niebla que llamamos cultura oficial y que intentan
inocularnos en las facultades de humanidades. Conmigo no funcionó. Estudié
Filología Hispánica y ya en los primeros años de la carrera comprendí que todo
aquello que llamábamos historia de la literatura era una farsa, que
estudiábamos la historia que habían pergeñado una serie de catedráticos admitiendo
y desechando ciertas obras por conveniencias personales o por prejuicios más o
menos despreciables. Cuántas obras estupendas se han quedado fuera de los
libros de texto porque no sirven de ejemplo para ilustrar una corriente
literaria que los catedráticos ensalzan sobre las demás. Cuántos escritores han
sido injustamente olvidados por no ajustarse a los patrones de un movimiento
literario. Cuántos libros y escritores tachados porque no cumplían los mínimos
de pedantería exigibles para que un catedrático se sienta importante
mencionándolos. Y eso por no hablar del elitismo y la afectación de un
colectivo que muchas veces vive al margen del mundo real. Ya estoy deseando
leer dentro de unos años la historia de la literatura española de la década de
los noventa y de la primera de este nuevo siglo para enterarme por fin de los
libros que debería haber leído y que seguro que ni me suenan. La leeré con el
escepticismo del agnóstico y con la media sonrisa con que hojearía una revista
de tendencias esnob y elitista.
Supongo
que parte de la culpa del cabreo que me ha llevado a escribir este artículo la
tiene la relectura que acabo de hacer de Niebla,
el celebérrimo libro de don Miguel de Unamuno con el que varias generaciones de
profesores sádicos y fundamentalistas han estado atormentando a sus alumnos. Llevaba
años evitando este libro porque el recuerdo que tenía de él era muy malo. Solo
por cierto prurito profesional decidí volver a darle otra oportunidad. Había
olvidado casi toda su trama –excepto el manido juego metaliterario que
inevitablemente aparece en todos los libros de texto– y por un momento pensé
que quizá no fuera un libro tan horrible como recordaba. Habían pasado más de
veinte años desde que lo leí por primera vez. Ya no era alumno, sino profesor.
Contaba con unos conocimientos mucho más amplios de la generación del 98. En
fin, que llegué a pensar que podía estar equivocado. Pero no. Porque lo
fundamental permanecía inalterable: yo seguía siendo yo y el libro seguía
siendo el mismo.
En esta segunda lectura, Niebla me ha parecido igual de cargante, aburrido, pedante, idiota y afectado que en la primera. Hasta el juego de las contradicciones típico de Unamuno me parece tonto y pueril, contradicciones de jardín de infancia que debieron de hacer las delicias de los transgresores de mesa camilla de hace cien años y que hoy provocan vergüenza ajena. El mismo Unamuno debía de ser consciente de la mierda que estaba escribiendo y por eso se tuvo que inventar el timo de la “nivola”, una excusa como otra cualquiera para hacer una novela mala parapetándose en cierto sentido del humor que no llega ni a la categoría de chiste malo, con personajes subnormales, diálogos de oligofrénicos y soliloquios con ínfulas de tesis doctoral que no pasan de pajas mentales. He sufrido en todas y cada una de las páginas del libro. Por las estupideces que leía y porque no dejaba de pensar en los millones de jóvenes que han sido obligados a padecer ese via crucis. Y ahora solo puedo imaginarme las aulas como pequeños campos de exterminio en los que durante décadas, año tras año, evaluación tras evaluación, hemos ido ejecutando, con el convencimiento indolente del verdugo, a millones de lectores. Y no sólo por los libros malos que hemos sacralizado, sino también por haber convertido grandes obras maestras de la literatura en tareas de clase, en deberes, en exámenes. La literatura debería ser justo lo contrario.
En esta segunda lectura, Niebla me ha parecido igual de cargante, aburrido, pedante, idiota y afectado que en la primera. Hasta el juego de las contradicciones típico de Unamuno me parece tonto y pueril, contradicciones de jardín de infancia que debieron de hacer las delicias de los transgresores de mesa camilla de hace cien años y que hoy provocan vergüenza ajena. El mismo Unamuno debía de ser consciente de la mierda que estaba escribiendo y por eso se tuvo que inventar el timo de la “nivola”, una excusa como otra cualquiera para hacer una novela mala parapetándose en cierto sentido del humor que no llega ni a la categoría de chiste malo, con personajes subnormales, diálogos de oligofrénicos y soliloquios con ínfulas de tesis doctoral que no pasan de pajas mentales. He sufrido en todas y cada una de las páginas del libro. Por las estupideces que leía y porque no dejaba de pensar en los millones de jóvenes que han sido obligados a padecer ese via crucis. Y ahora solo puedo imaginarme las aulas como pequeños campos de exterminio en los que durante décadas, año tras año, evaluación tras evaluación, hemos ido ejecutando, con el convencimiento indolente del verdugo, a millones de lectores. Y no sólo por los libros malos que hemos sacralizado, sino también por haber convertido grandes obras maestras de la literatura en tareas de clase, en deberes, en exámenes. La literatura debería ser justo lo contrario.
jueves, 1 de octubre de 2015
El pequeño fascista que me habita
El pequeño fascista que
me habita
tiene esas cosas que
tiene cualquiera
dice esas cosas que todos
pensamos
aunque las escondamos en
nuestro propio infierno
El pequeño fascista que
me habita
es un pepito grillo hijo
de puta
que jamás ha tenido la
desdicha
de enfrentarse a ese
ángel que le pare los pies
Me acorrala a menudo e
intenta persuadirme
de que con mano dura se
arreglan los problemas
que las respuestas tibias
son propias de cobardes
que el orden mundial se
impone a base de hostias
y que con las medidas que
él pondría en marcha
en veinticuatro horas
todo se enmendaría
la avalancha de moros que
vienen en pateras
la invasión de sudacas
que nos está anegando
la insubordinación odiosa
de los jóvenes de hoy
las execrables masacres
de tantos terroristas
o el incordio constante
de los nacionalistas periféricos
Me dice que debieran
restaurar las torturas
que siempre funcionaron
en casos de excepción
que el vulgo echa de menos
las siempre edificantes
ejecuciones públicas, o
los desollamientos
o las lapidaciones, o la
Ley del Talión
La gente echa de menos
las leyes sin dobleces ni oscuros subterfugios
reclaman sin descanso que
vuelvan cuanto antes
los juicios sumarísimos,
los justos linchamientos
que son más eficaces que
el tardo mecanismo de la justicia de hoy
El pequeño fascista que
me habita
varias veces me ha dicho
que aprenda a fabricar explosivos caseros
que habría que volar el
Congreso, el Senado o cualquier edificio del Gobierno
Debería, me dice,
conseguir un buen rifle y dar clases de tiro
Con un solo disparo en el
punto de mira de un francotirador
se elimina de un soplo a
un político indigno
El pequeño fascista que
me habita
no siempre trabaja en
estos ambiciosos proyectos de estado
Acostumbra también a
hablarme de mi vida
para que no me olvide de
lo mal que la llevo
Me dice que debiera no
dejar cabos sueltos
y ajustar esas cuentas
que aún tengo pendientes
Sabe que hubo traidores
que dejé sin venganza
Sabe que ahora me atacan
y que no me defiendo
Mi pequeña conciencia
justiciera me dice que ha llegado
la inaplazable hora de la
dulce venganza
que hay formas de hacer
daño
que son como accidentes
que no provoca nadie
y que me ayudaría a
preparar las trampas
y a limpiar toda huella
que pudiera implicarme
Al pequeño fascista que
me habita
termino casi siempre
callándole la boca
sacándolo a patadas del
zaguán de mi mente
Pero él nunca se rinde y
espera con paciencia
al lado del umbral de mi
cabeza
para meter su zarpa en cuanto me descuide
para meter su zarpa en cuanto me descuide
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