domingo, 21 de abril de 2013

La diligencia


Recuerdo que fue en clase de Religión cuando comprendí lo peligrosas que podían ser las palabras. Tenía yo entonces once o doce años y un profesor de doctrina cristiana totalmente obtuso que nos obligaba a aprendernos el libro sin cambiar ni una coma y sin entender casi nada. Catolicismo en estado puro. Por eso no me atreví a pedirle una explicación cuando nos tropezamos con las virtudes teologales y en mi cabeza se produjo un cortocircuito. Las virtudes teologales venían a ser la alternativa a los pecados capitales y creo recordar que se formulaban así: contra soberbia, humildad; contra lujuria, castidad, etcétera. No sé si yo entonces entendería palabras como lujuria o castidad y no creo que aquel profesor pacato y simple se atreviera a explicarlas, pero no suponían ningún problema porque en aquella clase estábamos acostumbrados a memorizar oraciones y oraciones, de las dos, sin preguntarnos qué demonios podían significar. El cortocircuito lingüístico apareció en mi cabeza cuando llegamos a aquella virtud teologal que decía: contra pereza, diligencia. Podía aceptar el uso de palabras raras en un contexto del que ya en aquella edad temprana empezaba a recelar, pero aquello era totalmente absurdo. Yo sabía lo que era una diligencia porque había visto muchas películas del Oeste y no podía evitar, cada vez que recitábamos las virtudes teologales y llegábamos a la diligencia, ver en mi cabeza un coche de caballos atravesando el desierto mientras sus pasajeros rezaban para que no les asaltaran los bandidos ni les arrancaran el cuero cabelludo los sioux.

No sé cuándo aprendí que la palabra diligencia también significaba prontitud y prisa en la ejecución de alguna tarea. No fue con aquel profesor. Eso seguro. Me acordé de esta historia mucho tiempo después, cuando empecé a estudiar semiología y comprendí lo arbitrarios que son los signos lingüísticos y lo frágil que es la relación entre el significante y el significado, y entre estos y aquello a lo que se refieren. Incluso las palabras cuyos significados se pueden dibujar y representar mediante iconos crean en cada una de nuestras cabezas una imagen distinta aunque aproximada. Quiero decir que si dos personas leyeran en un libro que había una mesa vieja de madera en un rincón de la habitación y ambas dibujaran aquella mesa en aquella habitación seguro que los dibujos no serían exactamente iguales. Y si eso sucede con palabras tan sencillas como mesa, vieja, rincón y habitación, podemos hacernos una idea de la magnitud del problema cuando nos enfrentamos a palabras abstractas como soberbia, humildad, lujuria o castidad. Las palabras abstractas no se pueden dibujar. Si quiero representar el amor y dibujo a una pareja de enamorados que se besan, no estoy dibujando el amor, sino una de sus manifestaciones. Las palabras abstractas lamentablemente solo se pueden explicar con otras palabras que en muchas ocasiones también son abstractas. No creo que todos entendamos lo mismo al leer que el amor es un “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Porque no las tendrían todas consigo los que hicieron el diccionario cuando, después de esa definición, escribieron esta otra: “Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear”. Y estas son solo las dos primeras definiciones de las catorce que aparecen en el DRAE.

Últimamente he estado pensando en esto porque observo que mis alumnos, cuando no entienden una palabra, en lugar de consultar su significado en el diccionario, se inventan otro que normalmente es un absoluto dislate. Supongo que están acostumbrados a los cortocircuitos mentales y a las ideas absurdas e incomprensibles y por eso no se extrañan. A veces imagino sus cabezas llenas de diligencias que atraviesan el desierto, de bandidos que las asaltan, de sioux que arrancan cabelleras y de soldados del Séptimo de Caballería que intentan poner orden en ese caos. Luego pienso en todas esas personas que ya ni siquiera estudian, que tienen un vocabulario paupérrimo y que nunca se han molestado en buscar el significado de una palabra en el diccionario. Siento entonces algo inefable, entre una pena enorme y cierto miedo ontológico. Porque no sé qué puede entender toda esa gente si incluso las personas con mayor caudal léxico y más formación vemos mundos totalmente diferentes por culpa de una herramienta de comunicación tan imperfecta e inconsistente como el lenguaje. Ya no estoy seguro de que todos entendamos lo mismo cuando escuchamos términos como sociedad, ciudadano, democracia, futuro, solidaridad, educaciónpolítica, corrupción, economía, mercado, terrorismo, guerra, fascismo, naciónliberalismo, genocidio, religión o libertad, y no solo por la polisemia o por las connotaciones de las que inevitablemente se van cargando las palabras, sino porque sus significados denotativos son borrosos y discutibles.

Termino este texto con cierta sensación de impotencia y con el presentimiento de que muchos no lo entenderán. Ni yo mismo puedo estar seguro de haber dicho lo que hubiera querido decir.

jueves, 11 de abril de 2013

Pobre Froilán


Pobre Froilán, ni el gusto de ser el artífice del hundimiento de la Casa Real le van a dejar. Ya sabéis que yo soy froilanista convencido y que siempre he defendido la primogenitura de la infanta Elena, que vale, que sí, que puede que sea tonta como dicen algunos, que yo no tengo el gusto de conocerla, pero es la primogénita de los reyes y eso debería ser lo importante. ¿Es que acaso se puede consentir en la época de la paridad y de la reivindicación del papel de la mujer un atropello de este calibre? A veces me da por pensar que las feministas no dan la cara por la infanta porque les parece que está más bueno el príncipe de Beckelar.

Pobre Froilán, a lo mejor hasta él mismo piensa que su madre es tonta. Por no reclamar lo que es suyo o porque ahora se acuerda de que durante varios años le explicó que ella y Marichalar no estaban divorciados, sino solo “cesados temporalmente en la convivencia”.

Pobre Froilán, qué triste se va a sentir cuando se entere de que todo el mundo piensa que aquella cosa que le dio a su padre fue el resultado de su afición a la farlopa. Porque se lee en Internet a poco que uno meta en Google su apellido. Para colmo puede que un día, si su madre le pilla metiéndose algo, le diga “vas a ser como tu padre”, que es lo que hay que decirle a un joven si se quiere hundirlo en la depresión o lanzarlo a una espiral incontrolable de consumo de sustancias estupefacientes y bebidas espirituosas.

Pobre Froilán, desheredado por una madre que no supo defender lo que en rigor debería pertenecerle y que lo condenó a la quinta posición en la línea sucesoria, que es lo mismo que decir que no reinará en la puta vida, que, según está dispuesto, tras Felipe de Beckelar irían sus dos hijas y, solo después, la infanta Elena. Siempre pensé que cuando creciera y comprendiera la magnitud de la infamia que le ha apartado de la Corona, montaría en cólera y la liaría parda hasta no dejar piedra sobre piedra en el Palacio de la Zarzuela.

Para mí ser froilanista ha sido una postura posibilista de republicano sin esperanzas. Me imaginaba a Froilán con unos años más, borracho, puesto hasta el culo de farlopa, rodeado de fulanas y pegando tiros al tuntún sin venir a cuento. También podía soñar con cientos de portadas de las revistas de las peluquerías dedicadas a Froilán, que, en un remedo de Aragorn castizo y pijeras, exigiría a su tío que le devolviera el trono o sacaría a la luz todos los trapos sucios de la familia.

Pobre Froilán, ni ese consuelo le va a quedar. Yo no podrá tener la exclusiva de los chanchullos de su tío el duque empalmado, ni de la presunta connivencia de su tía Cristina, ni de las cacerías de elefantes de su abuelo, ni de sus amantes y corinas, ni de la relación inexistente del rey y la reina, ni del aborto de su devota y divorciada tía Letizia, ni del derroche incontrolado de una Casa Real desgobernada. Solo le quedará buscar desesperado alguna mancha en el impoluto expediente de su tío Felipe VI el Usurpador, cuya figura, para colmo, cada vez sale más fortalecida en las encuestas.

Pobre pobre Froilán, va a tener que hacer algo muy gordo si quiere entrar en la historia y reclamar lo que debería haber sido suyo. Darles patadas a las niñas o volarse un pie no va a ser suficiente para hacerse notar entre tanto dislate.