Hace
tiempo un buen amigo al que el fútbol le resbala tanto como a mí me dijo que
era una pena que no nos gustara este deporte. Y me hizo ver que los forofos del
fútbol eran afortunados porque tenían un montón de entretenimientos a su
disposición, especialmente los fines de semana: partidos de fútbol, tertulias
radiofónicas, programas de televisión, la mitad de los telediarios, periódicos
deportivos, quinielas, apuestas… Hasta ese momento no me había parado a pensar
en la cantidad de pasatiempos que orbitaban alrededor del fútbol. Además, el
fútbol servía para integrarse socialmente, para participar del entusiasmo o del
cabreo colectivo en campos de fútbol o bares, y para tener de qué hablar con un
montón de gente con la que nunca sabes qué decir: compañeros de trabajo, vecinos,
parroquianos de tu mismo bar… También para tener algo que decir en las redes
sociales. Pensaba este amigo mío que debía de ser muy divertido ser fanático de
un equipo para compadrear con los afines y picar a los rivales. Por eso a veces
intentaba ser madridista. Y a su manera lo era, pero sin pasión, sin entusiasmo,
sin convicción. Bien sabía él que no era un madridista de verdad. Porque veía a
su padre, que se subía por las paredes viendo los partidos, que le daba gritos
a la tele, que se deprimía si perdía una vez más la liga, y comprendía que su
indiferencia ante la derrota poco tenía que ver con un sentimiento futbolero auténtico.
Y desde luego no era por culpa de su padre, que desde niño se preocupó por que
viviera la pasión merengue y no dejó de hacer todo lo que un padre preocupado
de la educación de su hijo hace en esos casos: le compró una equipación de
futbolista madridista, lo llevó a ver partidos al campo de fútbol, consiguió que
asistiera a algún entrenamiento y en una ocasión llegó a hacerle una foto con
el mítico Juanito. Pero ni por esas.
A
veces a mí me pasa como a mi amigo y tengo la sensación de estar perdiéndome
algo en este país tan lleno de entretenimientos que a mí me dejan indiferente,
o que directamente me la pelan. Y no solo pienso en el fútbol, en el ciclismo, en
las motos o en todos esos deportes que apasionan a los españoles. Estoy pensando,
por ejemplo, en la gente que vive las procesiones de Semana Santa con una
pasión que no se corresponde en absoluto con su falta de devoción. O en los que
corren a Benidorm a pelearse por un metro cuadrado de arena en cuanto hay un
puente o llegan las ansiadas vacaciones. O en esos que todos los inviernos
pierden el culo por ir a una estación de esquí. O en los que viven con un
entusiasmo tan patriótico como descerebrado la tortura taurina o las fiestas
patronales en las que se maltratan animales. O en los que se dan de hostias por
comprar las entradas para el próximo concierto de Pablo Alborán. O en los que hacen
cola en la taquilla del cine para ver el estreno de la nueva entrega de
Torrente o de los ocho apellidos vascos, catalanes o extremeños. O en los que se
saben de memoria los nombres y apellidos de todos esos seres raros que protagonizan
los programas de Telecinco. O en todos los que se pasan todo el año esperando esas
fiestas a las que nunca he ido y a las que pienso que jamás iré: la Fallas, los
Sanfermines, el Rocío... O en esa gente extraña que asiste al desfile de las
fuerzas armadas en el Día de la Hispanidad, quizá para recordar que fue
mediante el fuego y la violencia como se extendió la hispanidad por el mundo.
A
veces me pregunto si mi amor por la siesta es razón suficiente para sentirme plenamente
español. Porque la verdad es que me siento ajeno a casi todo lo que emociona a
la mayoría de los españoles. Siempre aparezco en la barra pequeña del gráfico
de las estadísticas. En las encuestas marco normalmente la opción de “Otros”. Casi
nada de lo que me interesa sale en el telediario. No conozco a los artistas que
aparecen en las listas de éxitos de Spotify ni a ninguno de los que recibieron
un Grammy el año pasado. Y soy más de salir los jueves que los días festivos, y
de viajar a las ciudades cuando los que viven en ellas las desalojan para ir a
las playas.
Pero al contrario que a mi amigo, a mí no me importa. Me gusta vivir en un país que siempre miro con los ojos del recién llegado, en ocasiones incluso con la ingenua mirada del extraterrestre. Confieso que experimento cierto placer viviendo a contrapelo, caminando siempre en la dirección que se supone incorrecta, como Richard Ashcroft en el vídeo de “Better sweet simphony”, aunque yo siempre esquivo a los que vienen de frente y les dejo pasar, puede que para que no sean ellos los que me arrollen a mí. Y entretenimientos no me faltan. De hecho, mi principal entretenimiento yo diría que es España.
Pero al contrario que a mi amigo, a mí no me importa. Me gusta vivir en un país que siempre miro con los ojos del recién llegado, en ocasiones incluso con la ingenua mirada del extraterrestre. Confieso que experimento cierto placer viviendo a contrapelo, caminando siempre en la dirección que se supone incorrecta, como Richard Ashcroft en el vídeo de “Better sweet simphony”, aunque yo siempre esquivo a los que vienen de frente y les dejo pasar, puede que para que no sean ellos los que me arrollen a mí. Y entretenimientos no me faltan. De hecho, mi principal entretenimiento yo diría que es España.
5 comentarios:
Ya somo dos, yo me siento igual. Mi única afición 100% española es la siesta.
Ahora no me siento un bicho raro. Ya semos al menos tres.
Gracias a Internet los frikis nos sentimos menos solos :-)
Somos cuatro, aunque yo soy de Argentina.
Pues casi somos dos almas gemelas. Y digo casi porque coincido contigo en todo menos en la siesta: me pone de mala leche y me produce acidez de estómago ;)
Publicar un comentario