Hace
unos quince años anduve elaborando un proyecto para mi tesis doctoral. Y
supongo que las semanas que estuve dándole vueltas en mi cabeza y las dos
tardes que pasé redactándolo lo tuve que hacer emocionado y dispuesto, condiciones
muy necesarias para aventurarse en algo así. Se lo presenté a Fanny Rubio y
estuvo de acuerdo en ser la directora de mi tesis. Recuerdo que se entusiasmó
con el tema que propuse –aunque ahora que lo pienso puede que no fuera para
tanto; era entusiasta por naturaleza–, aunque luego, antes de darme el sí, se
puso seria y me preguntó si sabía dónde me estaba metiendo, si comprendía que
una tesis requería mucho esfuerzo y dedicación, si estaba dispuesto a darme en
cuerpo y alma a aquel proyecto. Le dije que por supuesto y a continuación,
inconsciente y feliz, me fui corriendo a apuntarme a los cursos de doctorado.
No
sabría decir a cuántas clases asistí. Tres o cuatro probablemente. Solo
recuerdo dos. Dos y un trágico epílogo. Una de las clases que recuerdo fue con
Marina Mayoral. Creo que la asignatura que nos iba a impartir era sobre el
cuento en el siglo XX o algo así. En la primera clase nos dijo que en aquella
asignatura nos dedicaríamos a analizar las técnicas narratológicas y los
recursos expresivos propios del cuento actual, algo que no me hubiera parecido
mal si no hubiera añadido que el objeto de nuestros análisis
serían los cuentos que ella misma había escrito. Exclusivamente. Y esto lo dijo,
sin ningún pudor, poniéndonos delante un libro de relatos que lucía en la parte
superior el nombre de la autora, que no era otra que ella misma. No tardó en
ponerse a leer un fragmento para comentarnos a continuación lo genial que había
estado la autora, ella misma, a la hora de utilizar tal o cual recurso o de
elegir con gran acierto esta o aquella estructura narrativa,
etcétera. No podía dar crédito. No sabía si aquello era arrogancia o
desesperación. Puede que simplemente estuviera frustrada por no tener muchos lectores
y buscara a la desesperada una forma de animar las ventas.
La
otra clase que recuerdo fue la última a la que asistí. Fanny Rubio, la misma
que iba a dirigir mi tesis, se encargaba de darnos un curso sobre historia del
periodismo español, una asignatura que me parecía muy interesante porque era un
tema que apenas había tratado en la carrera. Además me gustaban mucho las
clases de Fanny Rubio y era una reconocida experta en aquella materia. El
problema que tenía Fanny Rubio es que a veces era un poco anárquica, errática y
digresiva. No era algo que me molestara. Siempre me han gustado los paréntesis
y las notas a pie de página, y los pensamientos que te llevan de un sitio a
otro hasta que pierdes la ruta y no sabes ni adónde te diriges. Con Fanny Rubio
era normal estar hablando de Fernando de Rojas y terminar comentando un estribillo
de Joaquín Sabina. En aquella ocasión la exposición, que supongo que versaba
sobre los inicios del periodismo español, desembocó por arte de birlibirloque en
Antonio Gala, que por entonces había publicado varias novelas y estaba muy de
moda. No sé por qué Fanny quiso saber qué pensábamos de sus novelas. Yo, que me
había interesado por el fenómeno, acababa de leer La pasión turca. En aquellos tiempos todavía me esforzaba por
terminar los libros que me disgustaban y este se me hizo especialmente tortuoso.
Tan malo me parecía que lo rebauticé con el nombre de La tortura china. No tenía nada contra Gala. Me gustaba, por
ejemplo, leer sus artículos, pero como novelista pensaba que no valía un
pimiento, sobre todo porque todos sus personajes hablaban de una forma
sofisticada y artificiosa, que no era ni más ni menos que la forma sofisticada
y artificiosa con la que hablaba él. No sé por qué no metí mucha baza en aquel
debate, que yo soy bocazas por naturaleza y me cuesta mucho morderme la lengua.
El caso es que me aguanté, les dejé hablar y mis compañeros, que no serían más
de siete u ocho, llegaron a la sorprendente conclusión de que era un novelista estupendo.
Fue entonces cuando sucedió la tragedia. Escuchamos ruidos, carreras, no sé si
algún grito y salimos del despacho en el que nos daban la clase a ver qué
pasaba. Pronto lo supimos: un muchacho se acababa de tirar desde una de las
plantas más altas del edificio.
Me asomé por una ventana y vi su cuerpo exánime estrellado sobre el techo voladizo del acceso principal. Estábamos en el edificio B de Filosofía y Letras de la Complutense, al que, cariñosamente, llamábamos la caja de cerillas, un edificio alto del que era difícil sobrevivir a poco que uno se esforzara en elegir la altura adecuada. Ver a un suicida me hizo pensar en mi propio suicidio. Lo primero que se me ocurrió fue un brochazo de humor negro. Pensé: “Chaval, no sé por qué has decidido acabar con tu vida. Al fin y al cabo tú no has tenido que escuchar lo que acaban de decir estos sobre Antonio Gala.” Entonces me puse a pensar en la engreída de la Marina Mayoral, en lo mal que lo había pasado leyendo La tortura china y en los compañeros cretinos que me habían tocado en suerte en los cursos de doctorado. Lo que vino después no supe o no quise evitarlo. Ni yo mismo lo sé. Dejé que mi tesis doctoral se arrojara por aquella ventana y no hice nada para impedirlo. La vi caer junto al cadáver de aquel pobre muchacho y me fui de allí sin despedirme de nadie.
Me asomé por una ventana y vi su cuerpo exánime estrellado sobre el techo voladizo del acceso principal. Estábamos en el edificio B de Filosofía y Letras de la Complutense, al que, cariñosamente, llamábamos la caja de cerillas, un edificio alto del que era difícil sobrevivir a poco que uno se esforzara en elegir la altura adecuada. Ver a un suicida me hizo pensar en mi propio suicidio. Lo primero que se me ocurrió fue un brochazo de humor negro. Pensé: “Chaval, no sé por qué has decidido acabar con tu vida. Al fin y al cabo tú no has tenido que escuchar lo que acaban de decir estos sobre Antonio Gala.” Entonces me puse a pensar en la engreída de la Marina Mayoral, en lo mal que lo había pasado leyendo La tortura china y en los compañeros cretinos que me habían tocado en suerte en los cursos de doctorado. Lo que vino después no supe o no quise evitarlo. Ni yo mismo lo sé. Dejé que mi tesis doctoral se arrojara por aquella ventana y no hice nada para impedirlo. La vi caer junto al cadáver de aquel pobre muchacho y me fui de allí sin despedirme de nadie.
Durante
mucho tiempo me conté a mí mismo esta historia para convencerme de que una
serie de circunstancias y signos agoreros inequívocos me habían disuadido de mi
empeño de ser doctor. Ahora comprendo que no hice el doctorado ni nunca empecé
mi tesis porque realmente no quería hacerlo. Estuve unos años más engañándome a
mí mismo, diciéndome que en cualquier momento retomaría el proyecto. Luego
pensé que aquel tema que había pensado para mi tesis ya no me entusiasmaba como
antes. Finalmente me dije que solo haría el doctorado cuando encontrara un tema
genial que me apasionara lo suficiente para hacer ese sacrificio. Ahora sé que
ese tema no existe, que no hay nada que me atraiga de esa manera, que los
que se especializan en algo me recuerdan a aquel trágico asno de Nietzsche, que
arrastraba un peso que no podía llevar ni arrojar. Me gustan demasiadas cosas y
sería incapaz de centrar mi atención solo en una. Y estoy convencido de que si alguna
vez encontrara el tiempo suficiente para hacer un doctorado, terminaría
malgastándolo escribiendo alguna novela o lo dedicaría a leer por fin, desde el
primero al último, todos los Episodios
nacionales de Galdós.
7 comentarios:
enorme félix!
Cuál era el tema de la tesis? Por curiosidad. Gala era un peñazo y Fanny Rubio también.
A mí Fanny Rubio me caía muy bien y acerté llevándole mi propuesta porque le gustó. No pensaba decir el tema de la tesis porque total, qué más da. Pero ya que me lo preguntas tú, lo digo. Iba a hacer un análisis de las letras del rock español. Lo que no recuerdo es si llegué a acotar los años en los que iba a centrar mi trabajo. Por ahí andará el borrador del proyecto.
Impresionante historia.
Hombre, Biru!!! Dichosos los ojos que te leen. Se suicidó tu blog y dejé de saber de ti. A ver si lo retomas.
Curioso lo que cuentas sobre Marina Mayoral, todo un alarde de egocentrismo. Yo, en su lugar, no sería capaz de hacer algo así porque a ver quién tiene redaños, en el caso de que se genere un debate, de decir algo negativo de alguno de sus cuentos. Lo lógico es que los asistentes a su clase no se atrevan a llevarle la contraria, por educación y respeto.
Con respecto a Gala, hace poco en un artículo de la Fiera Literaria citaban, según una encuesta, las peores novelas españolas del siglo XX; "La pasión turca" ocupaba el segundo lugar. De Gala yo también me quedó con sus artículos y con algunos de sus relatos breves. Recuerdo que cuando los leí me gustaron, pero eso fue hace mucho tiempo. Tendría que releerlos ahora para emitir un juicio con más criterio.
Suena muy bien lo del análisis de letras del rock español. No me extraña que eligieras letras de rock y no de pop. También podrías hacer un análisis de las letras de las canciones de Bisbal y Bustamante :).
Me sorprenden la controversia y la indignación que algunas letras pueden llegar a suscitar, sobre todo aquellas que están escritas en primera persona, como "La mataré" de Loquillo, "Soy un macarra" de Ilegales o "El rey del pollo frito" de Ramoncín. Algunos piensan, escribir en primera persona conlleva ese riesgo, que lo que se cuenta o se dice corresponde al pensamiento del autor o del intérprete, nada que ver en la mayoría de los casos.
Cuando leas los Episodios nacionales de Galdos, haces un resumen y lo cuelgas en tu blog, así me ahorro leerlos. Los empecé hace algunos años, pero me cansé. En opinión de algunos, no han aguantado bien el paso de los años.
Madurar es casarte, tener tres o cuatro hijos, dos hipotecas y pluriempleo para pagarlas, algo complicado en estos tiempos que corren ;)
Pues lo de leer los "Episodios nacionales", si la Parca no lo impide, lo haré, Orion. Pero sin hacer resúmenes, que hay por ahí mucho por leer. Un saludo.
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