“Admirose
un portugués
de
ver que en su tierna infancia
todos
los niños en Francia
supieran
hablar francés.”
Nicolás Fernández de Moratín
Donkey, baudet, somaro, esel, ruc, magarac,
osel,
somár, asna, astoa, aasi, asyn, ezel, izimbongolo y szamár son la misma palabra pero en diferentes lenguas, a saber,
inglés, francés, italiano, alemán, catalán, bosnio, checo, eslovaco, islandés, vasco,
finlandés, galés, holandés, zulú y húngaro, respectivamente. Y podría haber
seguido -con el traductor de Google esto de las lenguas se pone a tiro de clic-
si hubiera sabido cómo demonios se escribe en ruso, griego, chino, árabe,
hebreo u otros alfabetos no latinos con el ordenador. ¿Y todo este esfuerzo
para qué? Pues para terminar diciendo lo mismo que habría dicho con la palabra burro en castellano y llegar a un mismo
concepto:
“Animal
solípedo, como de metro y medio de altura, por lo común, ceniciento, con las
orejas largas y la extremidad de la cola poblada de cerdas. Es muy sufrido y se
le emplea como caballería y como bestia de carga y a veces también de tiro.”
(DRAE)
Una
pérdida de tiempo y no otra cosa es el aprendizaje de idiomas: multiplicar en
tu cabeza los significantes gráficos y acústicos sin ampliar apenas los
significados. Imaginaos lo rentable que nos saldría todo ese tiempo si en lugar
de a ese fin lo dedicáramos a disciplinas tan estimulantes como la química
aplicada, la economía financiera, la filosofía kantiana, la física cuántica, la
robótica, la neurociencia, la nanotecnología, la historia contemporánea o el taichí.
Entendedme
bien: saber lenguas me parece algo estupendo, lo que me parece horrible es tener
que aprenderlas en el cole, en una academia o en una escuela oficial de
idiomas. Envidia me dan, por ejemplo, aquellos que, ya sea por vivir en una
zona donde se hablan dos lenguas, por tener dos padres de distintas
nacionalidades o por haber emigrado a otro país, han terminado siendo
bilingües. Eso es tener suerte. Como también pienso que tienen suerte los
hablantes de inglés, y no por ninguna cualidad intrínseca de esa lengua en ocasiones ininteligible, sino porque el
inglés es la lengua franca del mundo, la que permite que científicos,
economistas, políticos (excepto los españoles) y turistas puedan comunicarse de
forma más o menos defectuosa con gente de todas las nacionalidades. Por no
hablar de internet y del mundo de las nuevas tecnologías, que ya nació
colonizado por esta lengua. La suerte que tiene un hablante de inglés es que puede
despreocuparse de aprender cualquier otra lengua y centrarse en el desarrollo
de otro tipo de actividades más apasionantes. Porque todas las lenguas que no
son el inglés solo sirven para ampliar tus posibilidades geográficas, y eso no
sirve para nada si no tienes ninguna motivación o necesidad que te empuje a
abandonar tu país.
Qué
bien entendieron todo esto en la segunda mitad del siglo XIX todos aquellos
iluminados que creyeron que la solución a todos los problemas de incomunicación
planetaria se acabarían con una lengua universal como el volapük o el esperanto.
Lamentablemente fracasaron. Y eso vino a demostrar que una lengua no es solo
una correspondencia de significantes y significados y una serie de reglas para
construir enunciados. Una lengua también es un contexto y una historia y una
geografía, en definitiva, un alma, y ningún filólogo del mundo podrá inventar
jamás el alma de una lengua.
Los
apasionados del aprendizaje de idiomas, que de todo debe haber en la viña del
señor, no se cansan de repetir lo bonito que es saber decir “burro” en muchos
idiomas y, si ven que no resultan muy convincentes, terminan diciendo bobadas
como que es maravilloso leer a Hemingway o a Dickens en su propia lengua. Claro que sí, y a Kafka y a Dostoyevski. Pero para disfrutar de la lectura en otra lengua tienes que tener
un nivel elevadísimo, estratosférico. No vale solo con entender el significado de las oraciones.
Hay que paladear los sonidos, saborear la selección del léxico, sentir el ritmo
de la sintaxis y comprender esa lengua, esa expresión concreta de esa lengua,
dentro de un contexto que le dé sentido. Que una lengua no es solo una
equivalencia entre significantes y significados lo demuestra el extrañamiento
que produce en un receptor una variedad diacrónica de su misma lengua (algunos
hablantes de español no se sienten a gusto leyendo una novela de hace cien años,
aunque entiendan todas las palabras) o una variedad sincrónica, es decir, cualquier
dialecto (y para comprender esto solo hay que ver el rechazo que provoca en un
espectador español una película extranjera doblada en ese castellano panamericano inventado
que han dado en llamar “latino”). Estaréis de acuerdo conmigo en que para
apreciar todo esto, para sentir una lengua, tienes que tener un nivel
avanzadísimo, y que ese nivel no se alcanza solo estudiando un idioma a ratos,
sino sumergiéndote en él, viviendo en él y bregando duro hasta domarlo y
hacerlo tuyo. Yo llevo toda mi vida estudiando inglés de forma intermitente y
si en lugar de “hello” dijera “jao” hablaría perfectamente el dialecto de los
indios de las películas del oeste. Solamente dedicándote en cuerpo y alma a una
lengua aprendida o viviendo durante mucho tiempo en un lugar donde no se hable
otra cosa se puede llegar a ese nivel maravilloso del que hablan, muchos de
ellos de oídas, los amantes de las escuelas oficiales de idiomas, esos que ya
se sacaron el título de inglés y que, sorprendentemente, siguen viendo las
películas made in Hollywood con
subtítulos.
Y
es que aprender una sola lengua ya es difícil. Yo todavía, con más de cuarenta
años y habiendo vivido siempre en España, sigo estudiando castellano y creo que
no lo terminaré de aprender jamás. Los idiomas son códigos complejos e
inabarcables. Por ejemplo, no todos los hablantes de nuestra lengua saben que burro es lo mismo que asno, borrico, jumento o pollino. Y supongo que muchos
extranjeros que la estudian ignoran que también usamos esa palabra como
adjetivo y que, en ese caso, sirve para llamar a alguien tonto o bruto. No, no
es nada fácil, como veis, conocer todas las posibilidades de un mismo código
lingüístico.