(Paráfrasis
o parodia de Larra.)
Supongo
que hubo un tiempo –ya ni me acuerdo– en el que me sorprendía por todo lo que
tiene que ver con este país: la ineptitud de la clase política, su latrocinio
continuado, la necedad de los electores, su pasividad a la hora de pedir
dimisiones y reformas profundas… Hoy, día de difuntos de 2014, ya no me
sorprende nada. Con la mitad de casos de corrupción que se han destapado
últimamente, deberíamos estar, como poco, en la antesala de unas elecciones
anticipadas. Pero ni la oposición las pide con la vehemencia necesaria ni la
gente sale a la calle a exigirlas por la fuerza. Estamos tan acostumbrados al
bochornoso espectáculo de esta lamentable clase política como a ver las miserias
de África a la hora de comer. Puede que en algún momento estuviéramos
indignados, no lo dudo, pero desde hace tiempo el significado de ese término
debe de haberse suavizado. He ahí un término que los académicos deberían haber
revisado en la última edición del diccionario de la RAE. Yo habría propuesto lo
siguiente: “Dícese del que finge estar muy cabreado con la situación política y
no hace nada para cambiarla”. Lo sé muy bien porque yo mismo soy un indignado.
Hace
un par de días entré en un estado cercano a la depresión. No sabría decir
exactamente por qué, pero sé que me sentía como el interino que lleva tres o
cuatro años sin trabajar, como el emigrante español que se va a Alemania
siguiendo los pasos de su abuelo, como el inmigrante que se jugó la vida en la
valla de Melilla para terminar explotado en régimen de pseudoesclavitud en la
finca de algún terrateniente andaluz o como el corrupto que atraviesa el umbral
de Soto del Real pensando que es injusto que entre tantos de su misma ralea le
haya tenido que tocar a él.
En
esas circunstancias, no pude tener peor idea que acercarme a mi pueblo. Si a mi
pueblo le pusiéramos una tapa de pino en el lugar del cielo, sería lo mismo que
un inmenso ataúd. Anduve recorriendo sus calles a las siete de la tarde y tuve
la sensación de caminar por un pueblo fantasma, o por los escenarios donde a veces
se ruedan mis pesadillas. Casualmente, pasé por una parte del pueblo donde yo
jugaba mucho de niño y me sorprendió ver que ya no había chavales en la
calle. Los imaginé en su casa mandando Whatsapps o yendo a todas esas actividades programadas
que tanto les gustan a los padres. Casi no me crucé con nadie mientras admiraba
las ostentosas viviendas que se construyeron en los felices años de la burbuja inmobiliaria
y los muchos solares con vallas de metal que durante las próximas décadas
afearán casi todas las calles de España. Aunque ya se iba haciendo de noche,
muchas de las casas estaban a oscuras. Intenté calcular cuántas casas de mi
pueblo están deshabitadas la mayor parte del año y me perdí en la cuenta. Cada
vez son más los que se van. No hay futuro para un pueblo que vivía en gran
medida de la construcción y de las fábricas de puertas, que saltaron por los
aires en el instante que explotó la burbuja. En el centro del pueblo, en la
plaza, algunas madres vigilaban a los pocos niños que jugaban en el parque
infantil. En los bancos, algunos viejos miraban sin emoción pasar la poca vida
que pasaba. En los bares no había casi nadie. Miré la iglesia. Unos meses antes
estaba de reformas. Pensé en pasar a ver qué habían hecho, pero no lo hice. Me
parecía una broma de mal gusto que la iglesia fuera lo único que había mejorado
desde mi última visita. En una extraña asociación de ideas, me acordé de la
gran aportación de nuestro joven alcalde al embellecimiento del municipio: un breve
y espantoso monumento a la bandera española en la plaza, supongo que para reafirmar
nuestro sentimiento patriótico. Como los que le precedieron, ni se ha planteado
quitar de la plaza el monumento a los caídos por Dios y por España. También
debe de ser algo muy patriótico. Como se acercaba el Día de Todos los Santos y
tenía la sensación de que me faltaba el aire dentro de aquel ataúd, decidí
salir corriendo de allí antes de que a alguien se le ocurriera ir a visitarme
con una corona de flores.
Volví
a Toledo todo lo rápido que pude, entré en mi casa y con un gran alivio cerré
la puerta a mis espaldas, como si viniera huyendo de una hueste de walking dead. Momentáneamente me sentí a
salvo.
Hoy,
sin embargo, me doy cuenta de que haber escapado de un ataúd no me ha servido
para salir del cementerio. Y en estos momentos pienso en esos infelices que
salen de sus casas para acudir a los cementerios a ver a los muertos. No se dan
cuenta de que para cumplir con el rito de ir a ver a los muertos les valdría solo
con buscar un espejo. Y si quieren ver zombis caminando torpemente, yendo a
ninguna parte, confusos y desconcertados, solo tienen que abrir las ventanas y
mirar a los que pasan. Porque estamos rodeados. Cada pueblo de España no es
nada más que un sepulcro. Cada ciudad, una inmensa colmena de nichos. El país
entero, un cementerio. Quizá para disuadir a los que intentan saltar las vallas
de Melilla solo habría que hacerles ver que lo que intentan sortear son las
tapias de un enorme cementerio.
Miro
los titulares de los periódicos y tengo la sensación de estar leyendo
epitafios.
Veo
a muchos de nuestros gobernantes corruptos intentando defenderse con el argumento
de que todos roban, sin darse cuenta de que incluso dentro del crimen podemos
hacer rankings.
Veo a políticos que dicen que la economía española está despegando mientras no deja
de aumentar el número de personas que pierden sus casas y van a los bancos de
alimentos.
Veo
que los políticos que se llaman a sí mismo liberales han sido funcionarios toda
su vida y entienden que ser emprendedores es privatizar lo que es de todos y
conseguir adjudicaciones de servicios públicos mediante sobornos. Y sabemos que
no van a parar hasta expoliarlo todo.
Veo
que algunos quieren dejar de ser españoles sin darse cuenta de que para lograr
algo así no basta con cambiar de himno y de bandera, ni mucho menos con poner
otra tapia para construir su propio cementerio.
Veo
la palabra constitución en manos de los que nunca creyeron en ella, salvo
cuando se dieron cuenta de que podrían pervertirla para sus intereses.
Veo
cómo los grandes empresarios y los banqueros tratan a los políticos como si
fueran marionetas y exigen, con el arte del ventrílocuo, que los obreros tengan
los mismos derechos y usos que un Kleenex, y que los pequeños empresarios se
acostumbren a vivir de sus desechos.
Veo
a jueces corruptos que apoyan a los suyos a cambio de prebendas mientras que
hay otros jueces condenados por prevaricación por perseguir a tipos poderosos
que comparten vajilla y mantel con los ministros.
Veo
a algunos periodistas vendidos al poder. Y a otros como simples escribanos que
acuden al trabajo a copiar ruedas de prensa sin molestar demasiado.
Y
veo a algún corrupto que es detenido como cabeza de turco para distraer a la opinión
pública. Es una táctica común de la mafia mejicana. De vez en cuando dejan que
caiga uno de los suyos para que la gente crea que la policía, que está a sueldo
de las mafias, hace su trabajo.
Que estemos todos muertos y nos hayamos convertido en zombis es la única explicación que encuentro para que no salgamos a la calle, en masa, a reventarlo todo, a poner este país patas arriba para poder empezar a ordenarlo de nuevo. Me gustaría pensar que hay algún superviviente que ha sobrevivido a la invasión zombi, pero en el corazón de un cadáver caben pocas esperanzas y sospecho que, si lo descubriéramos, no duraría mucho entre nosotros.
Que estemos todos muertos y nos hayamos convertido en zombis es la única explicación que encuentro para que no salgamos a la calle, en masa, a reventarlo todo, a poner este país patas arriba para poder empezar a ordenarlo de nuevo. Me gustaría pensar que hay algún superviviente que ha sobrevivido a la invasión zombi, pero en el corazón de un cadáver caben pocas esperanzas y sospecho que, si lo descubriéramos, no duraría mucho entre nosotros.
1 comentario:
Que triste realidad
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