(Curioso e insólito ejercicio literario de
analepsis y prolepsis, simultáneas.)
Voto
a Dios que me espanta esta grandeza…
Pues
sepan vuestras mercedes que estuve en el reino de España los días pasados, y
fue justo en esos días que tuvo lugar la proclamación y coronación del nuevo
rey, el que llaman ya Felipe VI en todos los rincones del orbe. Hallábame de
paso en tierras españolas y tuve la fortuna de vivir de cerca unos
acontecimientos de los que quiero dejar constancia por escrito pues podría ser
que alguien halle en ellos algo que le agrade.
Para
los que no tengan conocimiento de los últimos sucesos acaecidos en España, diré
que el rey Juan Carlos I, rey otrora muy querido por sus súbditos y al que
deseo que Dios dé salud durante muchos años, abdicó en su hijo Felipe, heredero
legítimo desde su nacimiento, porque, aun siendo el tercero en la cuenta de los
vástagos reales, fue el primer varón, que así está dispuesto y ordenado en el
sagrado libro de la Constitución Española, ese que todos los herejes se empeñan
en injuriar y ultrajar como si fuera libro de los de condenar a la hoguera.
Estos mismos malnacidos son los que dicen que fueron los escándalos de
corrupción y latrocinio de algunos de los parientes del rey los que dieron al
traste con el próspero y glorioso reinado del nieto de Alfonso XIII, y eso
cuando no lo achacan a las cacerías de elefantes, pasatiempo tan vistoso para
un monarca como antipático para el pueblo inculto y soez. Y no podré yo rebatir
las injurias por carecer de pruebas que no están a mi alcance, mas a cualquier
cristiano bienquisto se le alcanza que fueron los achaques de la edad y el buen
juicio del monarca los que le llevaron a abdicar en favor de su hijo, que, Dios
mediante, será el rey que la corona española necesita para enfrentarse a las
adversidades de los procelosos tiempos presentes, como otrora hiciera su
progenitor en la incertidumbre de aquel periodo convulso que hoy los cronistas han
dado en llamar transición.
Los
actos del día de la proclamación dieron comienzo en el Palacio de la Zarzuela,
donde aconteció el encuentro entre el rey cesante y el heredero, y al que
acudieron, además de la futura reina, los consejeros áulicos, los chambelanes, los
senescales, los secretarios, los palafreneros, los edecanes, los bufones, los seguratas
y demás servidumbre de palacio. En el acto, el rey Juan Carlos I hizo entrega a
su hijo del fajín de Capitán General de los ejércitos de España. Y fue un
momento solemne y damos gracias a Dios de que todo saliera según el protocolo
ensayado durante varios días, que el rey anciano no tropezó, como es su
costumbre, ni mandó callar a nadie.
Y
así fue como, investido de tal dignidad y engalanado con el uniforme del
Ejército de Tierra, el heredero salió de palacio en dirección a las Cortes y en
compañía de la futura reina consorte y de sus hijas, de todo el cortejo real y de dos millares de guardias y alabarderos a los que las horas extras les iban a
venir pintiparadas para las inminentes vacaciones estivales. A la hora prevista
y siguiendo rigurosamente el protocolo, el príncipe arribó al Congreso y
ascendió por la escalinata que custodian dos leones de bronce con sendas bolas
bajo sus zarpas.
Tras
el recibimiento en el Salón de Pasos Perdidos, el futuro rey, con gesto serio y
porte gallardo, entró en el hemiciclo con una admirable mezcla de prosopopeya y
sencillez, que bien pudiera ser la seña de identidad de un monarca que ya
apunta estilo propio, aunque los más optimistas lo prevén insulso y aburrido, y
se dirigió hacia el espacio reservado para el acto de la proclamación en el
Salón de Sesiones.
No
estaba su padre entre los presentes, que el anciano monarca había decidido no
asistir a la ceremonia, bien por no restarle protagonismo al nuevo rey, bien
porque hubiera quedado con alguna de sus amantes aprovechando que el palacio se
quedaba vacío, que en este punto los tertulianos no acertaron a ponerse de
acuerdo. Mas sí asistieron la egregia reina madre y la infanta Elena, que nada
más ver a su hermano empezó a bailar el waka waka. La otra infanta ni estaba ni
se la esperaba, que en gran medida era ella responsable de aquella precipitada
abdicación. Y no por los escándalos y corruptelas de la que la acusaban los
villanos en los mentideros de Internet, sino porque era su cónyuge, el duque
Empalmado, el que había hecho envejecer al monarca de manera prematura e
ineluctable por los innumerables disgustos que le había dado.
Ante
la corona y el cetro, y frente a los diputados, senadores y demás dignidades
del reino de España, el nuevo rey prestó juramento de desempañar con denuedo y
responsabilidad sus funciones, y de guardar y hacer guardar la Santa
Constitución Española, y de respetar los derechos de los súbditos de los diferentes
territorios del reino. Luego pronunció una breve alocución el presidente del
Congreso para inmediatamente devolverle la palabra al nuevo monarca, que sorprendió
a la concurrencia diciendo algunas frases en las lenguas vernáculas del reino, y
emocionó a los asistentes y a los televidentes con un discurso cuyo contenido
me ahorraré por que no se me acuse de prolijidad.
La
ceremonia concluyó con un recorrido en olor de multitudes por las calles de la capital del reino. La
carroza real, custodiada por los dos mil albarderos y antidisturbios armados
hasta los dientes, se dirigió al paseo del Prado para llegar a la Cibeles y
marchar por la calle Alcalá camino del Palacio Real. Los pocos huecos que
dejaban los dos mil alabarderos y antidisturbios fueron ocupados por súbditos
forofos y entusiastas que agitaban innumerables banderas. Algún tertuliano
televisivo dijo, no sin mala baba, que de tantas oriflamas rojigualdas tenía la
culpa el mundial de fútbol, y que los españoles habían decidido salir a
ondearlas el día de la proclamación por mor del descalabro de la selección, que
estaba visto que esta vez no íbamos a llegar ni a cuartos.
Y
aunque el que esto escribe no pudo asistir en primera persona a los
acontecimientos que aquí refiere, sí es cierto que pude gozar de su retransmisión a través de la
pantalla de mi teléfono móvil mientras esperaba un avión para regresar a
Alemania, pues, aunque soy natural de un pueblo de la Mancha, llevo ya unos
años viviendo en tierras teutonas, donde tuve que marchar en busca de mejor
fortuna, que lo que mi patria me ofrecía, por ser hombre versado en el
conocimiento de la ciencia y los ingenios técnicos, era pasar hambre o servir jarras
de sangría a los anglosajones ebrios que invaden durante la canícula las playas del levante
español. Por evitar circunloquios innecesarios concluiré diciendo que es mi
profesión la de ingeniero.
Y
esto fue en el día diecinueve de junio del año del Señor de MMXIV, a la sazón
Día del Corpus Christi, en la villa y corte de Madrid. Dios bendiga a los
Borbones. Amén.
Vale.