martes, 13 de marzo de 2012

Los santos inocentes

Aunque tengo 40 años recién cumplidos, yo diría que empecé a trabajar allá por los albores del siglo XX, y no digo el XIX porque más o menos por las fechas en las que nací mi padre vendió las mulas y compró un Barreiros de segunda mano, lo que vino a traer la revolución industrial a mi casa.  El Barreiros y la aparición de la cosechadora, que acabó con las hoces y los segadores,  eran los únicos elementos anacrónicos en un escenario más propio de una sociedad agraria preindustrial, en parte de autoconsumo y principalmente de subsistencia. Los calendarios que te regalaban las cajas de ahorros, que llevaban un ritmo distinto, andaban por los primeros años de la década de los 70.
Yo empecé a ayudar en el campo siendo muy niño y nunca me pareció raro. Casi todos los chicos de mi edad cuyos padres tenían tierras ayudaban en las labores agrícolas. Nunca se nos pasó por la cabeza que aquello pudiera estar mal. Ni mucho menos que pudiera tratarse de explotación infantil. Era la costumbre en el terruño manchego.
Siendo ya  un adolescente gané mis primeros jornales vendimiando ajeno, que así se llama en mi pueblo ir a recoger la uva de otro a cambio de un jornal exiguo. Por entonces, para estas recolecciones no te daban de alta en la Seguridad Social y el amo, que así se llamaba y creo que se sigue llamando al dueño de las viñas, te pagaba en metálico. En el campo incluso había trabajos en los que aún pagaban en especie, o más bien en especia, que recuerdo que a los que mondaban la rosa del azafrán se les daba una tercera parte de su producción. Los sicalípticos calendarios de los talleres mecánicos andarían ya por la segunda mitad de la década de los 80 y todo lo que yo sabía de la modernidad se lo debía a La bola de cristal, aunque muchas veces me quedaba sin ver el programa por la inveterada costumbre que tenía mi padre de llevarme casi todos los sábados al campo.
Por todo este bagaje supongo que no me resultó extraño empezar a trabajar de camarero sin que me hicieran contrato. Cuando dejé de ser aprendiz y me concedieron los galones de camarero, recuerdo que mi jefe me ofreció alguna vez, sin mucho entusiasmo, la posibilidad de darme de alta en la Seguridad Social a cambio de restar de mi triste salario el importe de ese capricho. Por entonces trabajaba solo los fines de semana y los periodos vacacionales y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir para pagarme los estudios. Le dije que no, claro. Tampoco me parecía tan raro trabajar sin contrato. Era algo que llevaba haciendo toda la vida.
En los 90 me fui a Madrid y pasé varios veranos en la construcción a las órdenes de contratistas que me hacían firmar mi despido voluntario el mismo día que firmaba el contrato. En mi solicitud de despido quedaba en blanco la fecha para rellenarla cuando estimaran oportuno. Salvo un mes que trabajé para unos impresentables, nunca tuve ningún problema. Todo se basaba en la buena voluntad de ambas partes y tengo que reconocer que siempre me despidieron cuando yo lo pedía, que solía coincidir con el final del verano y el arranque del curso universitario. Yo sabía que todo aquello era, cuanto menos, irregular, pero me parecía de lo más natural. Era lo que todo el mundo hacía. Y a mí al menos me hacían contrato, que por entonces ya había en la construcción muchos inmigrantes trabajando de forma ilegal y por un sueldo inferior al mío.
En aquellos primeros años de la década de los 90 también tuve mi primer contrato totalmente legal. Fue con una empresa de limpieza, que me contrató para que sacara lustre a los cristales de algunas sucursales bancarias. En aquel trabajo me sorprendió que la nómina reflejara con exactitud las horas que trabajaba y el dinero que cobraba. La falta de costumbre. En la construcción, que había sido hasta el momento mi único trabajo más o menos regularizado, solía cobrar en B las horas extras.
A rachas volví a trabajar de camarero, sin contrato o con un contrato de veinte horas semanales por si algún inspector de trabajo tenía la feliz idea de darnos una sorpresa, que en aquellos tiempos las inspecciones empezaron a ser un poco más serias.
Cuando terminé la carrera, la crisis era tan galopante que tuve que volver a la hostelería para no tener que irme de Madrid. Encontré trabajo en una cadena de cafeterías. Firmé un contrato de 40 horas semanales para terminar trabajando más de 60 sin cobrar horas extras, y a un ritmo tan frenético que solo algunos inmigrantes desesperados eran capaces de aguantar durante mucho tiempo. Yo lo conseguí durante todo un verano.
Ese fue el último sitio en el que me explotaron. Poco después encontré un trabajo que me gustaba y en el que, aunque no me pagaban mucho, todos mis derechos sindicales estaban reconocidos según convenio.
No quería contar todo esto para hacer un retrato dickensiano y lacrimógeno de mi infancia y juventud, sino para reflexionar sobre las ideas que me inculcaron, ya en plena democracia, sobre los derechos laborales. Supongo que las vivencias de muchos españoles no distan mucho de las mías. Son prácticas que incluso hoy, cuando los calendarios de los móviles indican que estamos en el siglo XXI, se han seguido manteniendo, aunque los afectados hayan sido en muchas ocasiones inmigrantes. Hasta ayer mismo veíamos con normalidad, incluso con comprensión e indulgencia, el incumplimiento de los convenios sindicales. Y de los sindicatos verticales del franquismo, que fueron anteayer, mejor no acordarse.
Puede que todo esto explique por qué en este país no hay un sentimiento sindical arraigado. Estoy convencido de que los cuarenta años de dictadura franquista son los responsables de que el movimiento sindical no haya evolucionado en España de forma natural. Supongo que lo mismo hubiera pasado en toda Europa si Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial.
Con la llegada de la democracia intentamos importar el sistema de las socialdemocracias europeas. Sin revoluciones, sin violencia, sin estridencias, como no se cansan de repetirnos. Pero esa transición pactada con los reaccionarios e impuesta por un referéndum sin alternativas solo nos sirvió para crear una copia defectuosa de lo que debería ser una democracia. Los sindicatos nacieron de la mano del Estado y nunca han llegado a cuajar porque los liberados sindicales no dejan de parecernos una suerte de funcionarios pesebreros y protestones.
No sé si en Madrid, en Cataluña, en el País Vasco y en el resto de zonas más industrializadas de España el sentimiento sindical tiene un arraigo mayor, pero sí sé que muchos españoles pasamos de un día para otro del Antiguo Régimen a una revolución industrial tardía lastrada por las convenciones del régimen franquista, que poco a poco había ido haciendo concesiones a los oropeles de la sociedad de consumo para disimular sus taras.
Muchos españoles todavía no han terminado de creerse que los trabajadores tengan que tener unos derechos. Seguro que ven mucho más razonable –porque así ha sido desde siempre- agachar la cabeza y obedecer sin rechistar al patrón (o al amo), que para eso es el que paga.

1 comentario:

Antonio Díez dijo...

en todo el blanco: desde mi casa, en pie, te aplaudo...