martes, 15 de julio de 2014

Contra el aprendizaje de idiomas

“Admirose un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supieran hablar francés.”
            Nicolás Fernández de Moratín

Donkey, baudet, somaro, esel, ruc, magarac,  osel, somár, asna, astoa, aasi, asyn, ezel, izimbongolo y szamár son la misma palabra pero en diferentes lenguas, a saber, inglés, francés, italiano, alemán, catalán, bosnio, checo, eslovaco, islandés, vasco, finlandés, galés, holandés, zulú y húngaro, respectivamente. Y podría haber seguido -con el traductor de Google esto de las lenguas se pone a tiro de clic- si hubiera sabido cómo demonios se escribe en ruso, griego, chino, árabe, hebreo u otros alfabetos no latinos con el ordenador. ¿Y todo este esfuerzo para qué? Pues para terminar diciendo lo mismo que habría dicho con la palabra burro en castellano y llegar a un mismo concepto:
“Animal solípedo, como de metro y medio de altura, por lo común, ceniciento, con las orejas largas y la extremidad de la cola poblada de cerdas. Es muy sufrido y se le emplea como caballería y como bestia de carga y a veces también de tiro.” (DRAE)

Una pérdida de tiempo y no otra cosa es el aprendizaje de idiomas: multiplicar en tu cabeza los significantes gráficos y acústicos sin ampliar apenas los significados. Imaginaos lo rentable que nos saldría todo ese tiempo si en lugar de a ese fin lo dedicáramos a disciplinas tan estimulantes como la química aplicada, la economía financiera, la filosofía kantiana, la física cuántica, la robótica, la neurociencia, la nanotecnología, la historia contemporánea o el taichí.

Entendedme bien: saber lenguas me parece algo estupendo, lo que me parece horrible es tener que aprenderlas en el cole, en una academia o en una escuela oficial de idiomas. Envidia me dan, por ejemplo, aquellos que, ya sea por vivir en una zona donde se hablan dos lenguas, por tener dos padres de distintas nacionalidades o por haber emigrado a otro país, han terminado siendo bilingües. Eso es tener suerte. Como también pienso que tienen suerte los hablantes de inglés, y no por ninguna cualidad intrínseca de esa lengua en ocasiones ininteligible, sino porque el inglés es la lengua franca del mundo, la que permite que científicos, economistas, políticos (excepto los españoles) y turistas puedan comunicarse de forma más o menos defectuosa con gente de todas las nacionalidades. Por no hablar de internet y del mundo de las nuevas tecnologías, que ya nació colonizado por esta lengua. La suerte que tiene un hablante de inglés es que puede despreocuparse de aprender cualquier otra lengua y centrarse en el desarrollo de otro tipo de actividades más apasionantes. Porque todas las lenguas que no son el inglés solo sirven para ampliar tus posibilidades geográficas, y eso no sirve para nada si no tienes ninguna motivación o necesidad que te empuje a abandonar tu país.

Qué bien entendieron todo esto en la segunda mitad del siglo XIX todos aquellos iluminados que creyeron que la solución a todos los problemas de incomunicación planetaria se acabarían con una lengua universal como el volapük o el esperanto. Lamentablemente fracasaron. Y eso vino a demostrar que una lengua no es solo una correspondencia de significantes y significados y una serie de reglas para construir enunciados. Una lengua también es un contexto y una historia y una geografía, en definitiva, un alma, y ningún filólogo del mundo podrá inventar jamás el alma de una lengua.

Los apasionados del aprendizaje de idiomas, que de todo debe haber en la viña del señor, no se cansan de repetir lo bonito que es saber decir “burro” en muchos idiomas y, si ven que no resultan muy convincentes, terminan diciendo bobadas como que es maravilloso leer a Hemingway o a Dickens en su propia lengua. Claro que sí, y a Kafka y a Dostoyevski. Pero para disfrutar de la lectura en otra lengua tienes que tener un nivel elevadísimo, estratosférico. No vale solo con entender el significado de las oraciones. Hay que paladear los sonidos, saborear la selección del léxico, sentir el ritmo de la sintaxis y comprender esa lengua, esa expresión concreta de esa lengua, dentro de un contexto que le dé sentido. Que una lengua no es solo una equivalencia entre significantes y significados lo demuestra el extrañamiento que produce en un receptor una variedad diacrónica de su misma lengua (algunos hablantes de español no se sienten a gusto leyendo una novela de hace cien años, aunque entiendan todas las palabras) o una variedad sincrónica, es decir, cualquier dialecto (y para comprender esto solo hay que ver el rechazo que provoca en un espectador español una película extranjera doblada en ese castellano panamericano inventado que han dado en llamar “latino”). Estaréis de acuerdo conmigo en que para apreciar todo esto, para sentir una lengua, tienes que tener un nivel avanzadísimo, y que ese nivel no se alcanza solo estudiando un idioma a ratos, sino sumergiéndote en él, viviendo en él y bregando duro hasta domarlo y hacerlo tuyo. Yo llevo toda mi vida estudiando inglés de forma intermitente y si en lugar de “hello” dijera “jao” hablaría perfectamente el dialecto de los indios de las películas del oeste. Solamente dedicándote en cuerpo y alma a una lengua aprendida o viviendo durante mucho tiempo en un lugar donde no se hable otra cosa se puede llegar a ese nivel maravilloso del que hablan, muchos de ellos de oídas, los amantes de las escuelas oficiales de idiomas, esos que ya se sacaron el título de inglés y que, sorprendentemente, siguen viendo las películas made in Hollywood con subtítulos.

Y es que aprender una sola lengua ya es difícil. Yo todavía, con más de cuarenta años y habiendo vivido siempre en España, sigo estudiando castellano y creo que no lo terminaré de aprender jamás. Los idiomas son códigos complejos e inabarcables. Por ejemplo, no todos los hablantes de nuestra lengua saben que burro es lo mismo que asno, borrico, jumento o pollino. Y supongo que muchos extranjeros que la estudian ignoran que también usamos esa palabra como adjetivo y que, en ese caso, sirve para llamar a alguien tonto o bruto. No, no es nada fácil, como veis, conocer todas las posibilidades de un mismo código lingüístico.

Me tiraría mucho más tiempo hablando de este apasionante tema, pero lo voy a dejar aquí, que me tengo que ir a estudiar inglés.

1 comentario:

Orion dijo...

Los españoles tenemos suerte, pues nuestro idioma, junto con el inglés, es uno de los que más se hablan en el mundo.

La mayoría de los que estudian un idioma lo hacen con la intención de mejorar en su ámbito laboral o profesional: camarero, recepcionista, relaciones públicas, guía turístico… Luego están los que estudian idiomas como hobby. Como dice un amigo mío: cada uno se mata como quiere y cada uno invierte su tiempo en aquello que más le satisface. Hay quien opina que leer narrativa es una pérdida de tiempo, y a mí, sin embargo, es una de las cosas que más me apasionan y a la que dedico una buena parte de mi tiempo libre.

Supongo que también habrá gente que estudie idiomas para presumir de ello. Hace poco vi un vídeo en Youtube de un menda que hablaba no sé cuántos idiomas, diez o doce lo menos. Por lo visto hay quien valora mucho eso y lo considera una proeza intelectual, como esos que hacen cálculos matemáticos en menos tiempo del que tú empleas con una calculadora, o leen mil quinientas palabras por minuto.

Estoy de acuerdo contigo en que por muy bien que hables un idioma es muy difícil captar la esencia de una obra literaria. Como bien dices, tendrías que tener un nivel altísimo y además, añadiría yo, haber leído muchos libros en ese idioma.

Yo creo que quien estudia algún idioma no pretende alcanzar ese conocimiento tan profundo del que tú hablas, sino ser capaz de mantener una conversación, más o menos banal, con alguien de otra nacionalidad.

Si vas a estudiar inglés, dale recuerdos de mi parte al señor Vaughan :)