domingo, 21 de febrero de 2010

El inmenso desierto

Hace un par de días leía en El País un artículo muy interesante de Jesús Ferrero sobre un tema que desde hace tiempo me ronda la cabeza: el cambio que supone para la letra impresa la democratización de los recursos que ofrece internet.

Para Jesús Ferrero los grandes nombres de la Historia de la Literatura aparecían en el universo Gutenberg como cordilleras contrastables. Internet, sin embargo, vendría a ser una inmensa planicie donde apenas se puede reconocer si un punto está ligeramente más elevado que otro.

La comparación me parece curiosa, pero ofrece una visión demasiado idílica del pasado editorial. Siempre se ha publicado mucha morralla. Por otra parte, creo que hay cierto desdén elitista en sus palabras. Probablemente Jesús Ferrero soñaba que él algún día también sería una inmensa cordillera y de repente se ha encontrado con una nivelación total de la orografía del terreno. Menuda putada.

A mí, sin embargo, no me duele el cambio. La Historia de la Literatura está llena de injusticias. Para empezar, creo que siempre ha sido una planicie. La diferencia es que antes el espacio estaba acotado y era abarcable. En los tiempos de la creación de la imprenta, la gente que podía acceder a la cultura era escasa y los candidatos para ocupar los puestos elevados eran muy pocos. En el siglo XIX, con el empuje de la burguesía, aparecería el escritor profesional que empieza a vivir humildemente de su trabajo, aunque ya hubo entonces algunos best sellers que se enriquecieron con la venta de libros. En los últimos años, la ingente cantidad de candidatos y el abaratamiento de los costes de edición han hecho que el universo Gutenberg se haya expandido hasta límites insospechados. Se editan muchos más libros de los que el mercado puede asumir. Y desde hace décadas los escritores que habitan las cordilleras de las que habla Ferrero han sido aquellos que trabajaban para una gran editorial que ha tenido la pasta suficiente para encaramarlos en lo más alto. Otras grandes cordilleras que ofrece la Historia de la Literatura tienen unas vistas de dudosa calidad, sobre todo aquellas que obedecen a los gustos de alguna élite en exceso intelectual. Los estudiosos de la literatura han aupado a lo más alto a muchos autores del pasado por intereses eruditos o generacionales. Cervantes, por ejemplo, pasaría al Olimpo de los escritores doscientos años después de su muerte, cuando la novela se convierte en el género literario por excelencia. En su época la novela no era nada más que un género de entretenimiento, de mucha menos importancia que el teatro o la poesía, géneros en los que no tuvo tanta fortuna.

La desmesurada proliferación editorial de los últimos años no es nada si la comparamos con internet. Aquí ya no hay impresor ni editor ni distribuidor ni librería. El escritor le da a un botón y un segundo más tarde el lector puede tenerlo en su casa sin ningún coste. El problema es la inmensidad de internet y la poca gente que hay para colonizar y abarcar esa gran extensión. Para mí es como un desierto desproporcionado en el que todos andamos perdidos. Hay extensísimas zonas deshabitadas en las que apenas nos detenemos. En otras nos paramos un rato para echar un vistazo. Poco tiempo, porque constantemente nos acecha la sospecha de que más allá puede haber algo mejor. Los autores intentan llamar la atención de los que pasan igual que los predicadores charlatanes en la Judea de La vida de Brian. Los medios de comunicación cambian la forma de escribir. Es un hecho. En internet, los textos (posts) se hacen más breves para captar a los que van con prisas. El lenguaje se hace simple y coloquial para no excluir a los pocos transeúntes que puedan pasar cerca. No hay diferencia entre producción propia o ajena. Todo vale como reclamo: textos copiados o materiales gráficos, sonoros o visuales con los que captar al auditorio desde tu palestra.

Esperemos que el libro tradicional no desaparezca porque sería una gran pérdida, aunque tendrá que adaptarse a los nuevos tiempos. Está condenado a entenderse con internet, a buscar incluso su hueco en el inmenso desierto.

Estamos viviendo una época crucial que recogerán los libros de Historia dentro de unos años como un momento decisivo en el cambio de conductas de los seres humanos. Muchas de nuestras actividades, para bien o para mal, están siendo canalizadas actualmente por internet (comunicarnos con los amigos, buscar trabajo, ligar, leer, ver la televisión…). Y de momento es algo que nadie puede controlar porque no se le pueden poner puertas al campo. Es un momento emocionante e intrigante porque no se sabe dónde irá a parar todo esto. Aunque tengo la sospecha de que todo no puede nada más que empeorar. Quizá dentro de unos años tengamos que contar a los más jóvenes que un día internet fue un universo libre donde cada uno podía decir lo que quería sin temor a que lo persiguiera la Inquisición.

A pesar de no compartir al cien por cien la visión de Jesús Ferrero, me gustó mucho su artículo porque desde hace tiempo me venía imaginando internet como un inmenso desierto. Escribiendo en este blog me siento un poco así: como un chalado dando voces solo en mitad de las dunas. A veces tan ridículo como el buzo que iba por el desierto, se encontró a un beduino y le preguntó dónde quedaba el mar. El beduino, sorprendido ante aquella aparición desconcertante -bombonas de oxígeno, gafas de buceo y aletas en los pies-, le dijo que lejos, muy lejos, a unos doscientos kilómetros. A lo que el buzo respondió con una ingenua sonrisa de felicidad: “¡Cómo mola! ¡Qué pedazo de playa!”.

sábado, 6 de febrero de 2010

Cuentos con moraleja: la zorra y las uvas

Uno de los cuentos de Esopo que más fortuna ha tenido a lo largo de los siglos es el de la zorra y las uvas. Supongo que casi todos lo conoceréis. Lo cuento de memoria:

Una zorra encontró unas uvas en una parra e intentó alcanzarlas. Después de varios intentos frustrados en los que le fue imposible llegar a los racimos, desistió. Y se dijo a sí misma: “Da igual. No están maduras”.

La moraleja de Esopo es que algunas personas no reconocen su incapacidad para alcanzar ciertas metas y le echan la culpa a las circunstancias.

En el siglo XVIII, Félix María de Samaniego -que por extrañas razones que hoy se nos escapan pensó que era una gran idea reescribir los cuentos tradicionales en poemas rimados- hizo una versión del cuento en la que no es tan severo con los defectos del género humano. Su versión desarrolla un poco más la parte en la que la zorra hace mil intentos para alcanzar las uvas, pero es muy parecida a la original. Lo interesante es que al final, no sin cierta dosis de ironía, recomienda a un tal Fabio que no se corte y haga lo mismo que hizo la zorra cuando se encuentre en una situación similar.

En otras versiones ampliadas del cuento la zorra queda en peor lugar. Alguna he leído en la que la zorra se da cuenta de que hay otro animal que la ha estado observando y siente vergüenza. Y es por orgullo por lo que dice en alto que las uvas no están maduras, en un vano intento por no quedar en ridículo.

Quizá sería reprobable esa actitud orgullosa y altiva de la zorra si no fuera porque todos hemos pecado de lo mismo en alguna ocasión. No nos gusta reconocer nuestras limitaciones delante de los demás. Es comprensible, por tanto, la actitud de la zorra delante del otro animal. Sin embargo, me llama mucho más la atención la versión de Esopo porque en ella la zorra no tiene que disimular delante de nadie y parece que incluso se engaña a sí misma. Ese autoengaño en el que vivimos es el que me hace pensar que es una de las mejores fábulas que he leído. Esta pequeña historia vendría a explicar el destino de todos y cada uno de nosotros. En cada paso que damos en la vida estaría presente.

Como educador lo veo a diario. Los alumnos siempre dicen que no les gusta una asignatura cuando no se les da bien. Y los que no tienen facilidad para ninguna dicen que no les gusta estudiar. Que no les gusta, dicen, cuando la realidad es que no son capaces. Y no es que mientan. Es muy difícil que te guste algo que no entiendes, que te cuesta un trabajo enorme y que te produce frustración. Los mayores no somos muy distintos.

Me gusta la fábula pero no comparto el reproche final de la moraleja. ¿Por qué esforzarse por algo que no vamos a poder conseguir? Entiendo que merece la pena esforzarse si hay alguna posibilidad. Hay veces que es necesario entrenar para alcanzar ciertas metas. Pero de no ser así, pienso que sería mejor buscar otros racimos más accesibles, otras empresas que nos reporten más satisfacción. Me acuerdo ahora de amigos que echaron a perder su vida porque sus familias les obligaron a estudiar algo para lo que no estaban capacitados y terminaron sin conseguir el título. O si lo consiguieron, después mucho esfuerzo y mucho sufrimiento, hoy viven encadenados a un trabajo que odian y que les fastidia cada día de sus miserables vidas.

No todo el mundo puede alcanzar los mismos racimos por mucho que las leyes progresistas de educación se empeñen en ello. Casi todos podríamos aprender a jugar al tenis, pero muy pocos seríamos capaces de llegar a tenistas de élite, y muchos menos a ser tan buenos como Roger Federer o Rafa Nadal.

Por eso, no pasa nada por despreciar ciertos racimos y buscar otros que estén a nuestro alcance. No perdáis vuestra vida en algo que os produzca frustración. Lo lógico sería que reconociéramos con franqueza que no llegamos al racimo y siguiéramos adelante con desparpajo.

Dejé la música porque no era buen músico. Y no me dedico a cantar porque lo hago muy mal. Y no dibujo ni pinto porque no sé hacer la o con un canuto. Y no juego al fútbol porque de pequeño era muy malo y nadie me quería en su equipo. Y no me voy a esquiar porque con la nieve me resfrío. Y nunca he querido ir a Pasapalabra no por falta de léxico sino porque sé que soy muy lento y me faltarían reflejos. Y nunca me han interesado mucho las ciencias porque hay un montón de cosas que no soy capaz de entender. Y nunca hubiera sido cirujano porque tengo muy mal pulso. Y decidí estudiar literatura porque se me daba bien. Nunca me costó mucho trabajo hacer un comentario de texto. Y me hice profesor porque tengo facilidad para hablar en público y no me resulta arduo explicar los contenidos de mi asignatura. Y escribo porque escribir es algo que puedo hacer, mejor o peor, sin demasiado esfuerzo.

Resumiendo: que todos somos un poco zorras y que no pasa absolutamente nada.