sábado, 10 de junio de 2017

Losers

Hace unos días estaba leyendo Soy yo, Édichka, de Eduard Limónov, y en algunos pasajes del libro no pude evitar pensar en los terroristas yihadistas. Supongo que a la mayoría de vosotros os pasará como a mí: me cuesta entender ese fenómeno. Sobre todo cuando se trata de yihadistas con nacionalidad europea y con familias integradas en nuestra sociedad. No me cuesta tanto entender que haya yihadistas en Irak o en Afganistán. En las zonas de conflicto el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades.

Soy yo, Édichka nada tiene que ver con el yihadismo. Limónov lo escribió a finales de los 70 y en él narra sus desventuras como emigrante en Nueva York. Se puede leer como una novela, pero, por lo que se sabe, es en gran medida un libro autobiográfico. Limónov, un poeta maldito ruso con un conocimiento del inglés bastante deficiente, malvive a duras penas, como un paria, en la Gran Manzana gracias a trabajos precarios y a una prestación social que le permite no morirse de hambre. El personaje, que además se llama igual que el autor, siente un rencor profundo contra el mundo. Odia Rusia porque allí no le publican sus poemas a pesar de ser un poeta con cierto reconocimiento. Y Estados Unidos, donde viaja con grandes expectativas,  acaba convirtiéndose en una enorme decepción, un lugar en el que no es capaz de encajar y en el que todo le va a peor: su carrera literaria, sus opciones laborales y su vida amorosa. Elena, su mujer, su gran amor, uno de los ejes principales de la trama, lo abandona para irse con otros hombres con más dinero que él. Si a eso le sumamos su equívoca y desconcertante orientación sexual, que le lleva a tener varias relaciones homosexuales con hombres negros (en Francia esta novela se tituló El poeta ruso prefiere a los negros grandes), tenemos una bomba de relojería, un desclasado, un resentido, un marginado que haría cualquier cosa para cambiar su vida. En varios momentos del libro fantasea con la posibilidad de unirse a algún grupo terrorista. En las últimas páginas podemos leer:
“A lo mejor me uno a un grupo de extremistas armados, igual de renegados que yo, y muero durante el secuestro de un avión o expropiando un banco. A lo mejor no lo hago y me voy a algún sitio, con los palestinos, si sobreviven, o con el coronel Gadafi a Libia o a algún otro sitio a poner la vida de Édichka al servicio de alguna gente, de algún pueblo.
Soy un tipo que está dispuesto a todo. Intentaré darles algo. Mi hazaña. Mi muerte absurda.”

Al leer a Limónov pensé que ese sentimiento está ahí, dentro de nosotros, el deseo de acabar con todo y con todos cuando tu vida es una mierda, cuando te sientes inferior, humillado, pisoteado. Alguna vez he escuchado a algún amigo decir que si se suicidara, antes se llevaría a unos pocos por delante. Morir matando, convirtiendo tu muerte en una venganza. Pero no suele pasar. Las personas hundidas y desahuciadas acaban en el psiquiátrico o colgadas de una viga, sin daños a terceros. Normalmente. En los crímenes por violencia de género suele darse la excepción. Limónov, por cierto, también se plantea en repetidas ocasiones asesinar a Elena, su exmujer.

He leído mucho en los últimos años sobre los yihadistas europeos. Son inadaptados, resentidos, perdedores. Losers. Así llamaba Donald Trump a los terroristas del Manchester Arena hace unos días. Debe de ser la única vez que he estado de acuerdo con este tipo. Pero no podemos ignorar que son el síntoma de una enfermedad, de las dificultades de integración de los hijos o nietos de emigrantes de países islámicos que llegaron a Francia o a Inglaterra y se conformaron con encontrar su espacio en los puestos más bajos de la sociedad. Quién sabe si en España, dentro de unos años, se dará un fenómeno similar con los hijos o nietos de los inmigrantes musulmanes que han llegado a España en los últimos años.

El islam, que es inocuo para los creyentes que no están en esa situación, viene a ser para estos individuos desahuciados el relato necesario para dar sentido a sus delirios, el macabro abracadabra que activa su mecanismo destructor. A unas personas con esa predisposición para vengarse del mundo no debe de ser muy difícil convencerles de que todos sus problemas se los ha causado Occidente. En el islam se rompen las fronteras nacionales porque todos se sienten identificados con la umma, la comunidad de creyentes musulmanes de todo el planeta, que ahora además cuenta con Internet para sentirse unida. Esa es la “patria” a la que les hacen creer que pertenecen. El Corán, interpretado literalmente, acaba siendo la mecha que prende la carga explosiva. En el Corán se habla de la Yihad como la obligación de todo musulmán de luchar contra los infieles y apóstatas, esto es, contra todos los que no somos musulmanes. Y ya sabemos el peligro que tiene interpretar literalmente los libros que se consideran sagrados.

Dice Limónov en su libro: “Ese tipo de tristeza, ya sabéis, que hace que uno agarre una ametralladora y empiece a disparar a la multitud.” Quizá los yihadistas solo sean eso: un puñado de tipos tristes que buscan en el terror una salida a la desesperada. Y ni siquiera necesitan una ametralladora. Les basta con un cuchillo, un coche, un camión. El reto de los países occidentales es descubrir la manera de desactivar su tristeza.

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