sábado, 1 de abril de 2017

En la picota

A mí me da miedo la Audiencia Nacional, lo que pueda hacer con ciertas leyes que a unos jueces les permiten decidir, de forma subjetiva y parcial, y con un sesgo ideológico marcado, qué es o no “enaltecimiento del terrorismo”. Pero más miedo que la Audiencia Nacional me dan todas esas personas que aplauden y jalean que condenen a alguien por un puñado de chistes de humor negro.

He leído comentarios en Internet de gente que se alegra de la condena de Cassandra Vera porque sus chistes no les parecen graciosos, porque el humor negro no les gusta, porque la consideran moralmente despreciable por ciertos tuits en los que deseaba la muerte a alguien. También he visto a algunos que se referían a ella en masculino para burlarse de su condición de trans o a otros que directamente la insultaban. Esta chica no solo ha sido condenada a un año de prisión y siete de inhabilitación, sino también a la humillación en la picota de la opinión pública.

En otros tiempos, las ejecuciones, los tormentos y las humillaciones públicas se llevaban a cabo en mitad de las plazas –con picotas de verdad, sambenitos y autos de fe– para disfrute de gran parte de la plebe, que insultaba, escupía y arrojaba inmundicias a los condenados para participar de la fiesta de la justicia. Hoy estas humillaciones públicas tienen lugar en las redes sociales y los medios de comunicación. Basta con echar un rápido vistazo a los comentarios de las noticias en los periódicos digitales para saber de lo que estoy hablando. El único avance significativo de estos tiempos es que en Internet no se puede escupir ni arrojar inmundicias, como no sea metafóricamente.

En el caso de Cassandra Vera han dado mucho que hablar unos tuits que se le atribuyen en los que se burlaba del accidente de moto que tuvo Cristina Cifuentes en 2013. Si son suyos, no deberíamos olvidar que se trata de bromas –de dudoso gusto, por supuesto– de una chica que, por entonces, ni siquiera tenía dieciocho años. Seguro que muy pocos de nosotros soportaríamos un escrutinio meticuloso de todo lo que hemos dicho y opinado a lo largo de nuestras vidas, y mucho menos si pudiéramos rescatar los disparates que probablemente dijimos en nuestra adolescencia, ese periodo de la vida sin grises ni tonos intermedios. Si tuviéramos que condenar a todas aquellas personas que en algún momento han deseado la muerte de alguien o que se han reído de alguna desgracia ajena, en España casi no quedaría nadie fuera de las cárceles. Para empezar habría que meter en ellas a algunos de los que hoy están celebrando la condena de Cassandra Vera, que es lo mismo que celebrar que en España haya desaparecido la libertad de expresión.

No sé cuántos miles o millones de personas jalean hoy las sentencias represoras de la Audiencia Nacional, pero tengo la sensación de que no es una parte desdeñable de nuestra sociedad. Y eso es lo que me aterra. En democracia, los políticos solo se atreven a legislar despropósitos como la bien llamada Ley Mordaza cuando saben que cuentan con un gran respaldo de su electorado. Y nuestra sociedad parece estar olvidando que la defensa de la libertad de expresión debe ser firme y sin fisuras, sin peros, sin disensiones. Incluso para defender la libertad de expresarse de gente como los de Hazte Oír. Otra cosa muy distinta es que piense que esas asociaciones deberían perder todo tipo de subvenciones públicas o exenciones fiscales por difundir mensajes de odio y rechazo hacia ciertos colectivos. Tampoco me parecería bien, obviamente, que ningún organismo público patrocinara el Twitter de Cassandra Vera.

Si en las redes sociales hay personas que te desagradan porque no te gusta el humor negro, porque te parece que sus chistes no tienen ni puta gracia o porque piensas que son repugnantes, no hace falta que las metas en la cárcel para que desaparezcan de tu vida. Es tan fácil como hacer clic y dejar de seguirlas. La libertad para expresarse siempre debe ir acompañada de la libertad para taparse los oídos o dejar de leer. Y esa de momento nadie nos la ha arrebatado.