Aquella tarde, como cada día, llegué a la iglesia media hora antes de la misa. Me
sorprendió que la puerta estuviera aún cerrada. El cura solía venir siempre a
esa hora. Llegábamos un poco antes porque había que comprobar que
todo estuviera a punto. El cura se encargaba del altar y yo cambiaba las
lamparitas de cera que encendían los devotos a cambio de unas pesetas. Así,
mientras yo deambulaba por la iglesia con la caja de las velas, él se afanaba
en comprobar que las vinajeras tuvieran agua y vino, que el cáliz se encontrara
en el sagrario provisto de las hostias necesarias y que el nuevo
testamento estuviera a punto para la lectura del día. Luego entrábamos en la
sacristía y se ataviaba con la vestimenta litúrgica, que estaba compuesta de
varias prendas de las que nunca llegué a aprender el nombre, y que cambiaban de
color –blanco, verde, morado, rojo…- en algunas fechas señaladas del calendario
eclesiástico.
Las misas de entresemana no las
celebrábamos en la iglesia principal, sino en la ermita del Santo Cristo de
Santa Ana, el patrón de mi pueblo. Está en una plazoleta en la que poco podía
hacer para entretenerme, así que me senté a esperar. Cuando empecé a preocuparme
por la tardanza del cura, apareció su padre. A veces era él quien venía a abrir
y no me extrañó demasiado. Probablemente algún contratiempo tenía entretenido
al cura en alguna parte.
Entré en la iglesia detrás del padre
del cura y, como con él no tenía confianza y era tímido con los desconocidos,
me senté a esperar en uno de los bancos laterales que estaban junto al altar.
La tarde iba llegando a su fin y
solo una luz apagada que entraba por las ventanas iluminaba de forma tenue el
templo. Me llamó la atención que el hombre -que primero entró en la sacristía y
luego subió al campanario para regresar de nuevo a la sacristía- no encendiera
las luces. No sé si en aquel rato estuve observándolo o me puse a rezar algo
para entretenerme, que en aquel momento, pocos meses después de haber hecho la
comunión, mi devoción era profunda y sincera. Sí recuerdo el momento en que lo
vi salir de la sacristía y dirigirse con paso decidido hacia la puerta
principal. Las palabras no encontraron el camino o fue mi timidez la que me
ahogó el grito que pudiera alertarle de mi presencia. Todo fue muy rápido.
Alcanzó la puerta del vestíbulo y un instante más tardé escuché el portazo
inequívoco que vino a certificar que la puerta de la calle se había cerrado. Y
allí me quedé, convertido en estatua de sal, al fondo de una de las naves
laterales, sentado en un banco entre las tinieblas.
Debía de ser otoño. Los días cada vez
eran más cortos. La luz cenital que entraba a través de las vidrieras apenas
iluminaba las formas y los objetos. Sin apenas atreverme a respirar por miedo a
despertar a las sombras, valoré incrédulo la situación en la que me encontraba.
La ermita del Cristo de Santa Ana está llena de tallas de santos, cristos y
vírgenes que desfilan en procesión en cada Semana Santa con el castizo nombre de “procesión de los santos en rilera”. Y solo pude pensar en aquella historia
terrorífica que me habían contado en infinidad de ocasiones. Los “santos en
rilera” por las noches se bajaban de sus poyetes y peanas y recorrían el templo
en una siniestra procesión que se prolongaba hasta el amanecer. Así lo atestiguaban las mujeres de la limpieza que
los habían encontrado de aquella manera algunas mañanas que habían llegado
demasiado pronto al tajo.
No sé cuánto tiempo pude aguantar
quieto y silente en aquel banco. Empecé a escuchar pasos, golpes lejanos, como
de objetos que caían al suelo, y además voces, voces susurrantes que
articulaban palabras incomprensibles. Llegó un momento en el que el miedo dejó
de atenazarme y se convirtió en resorte, en estímulo. Eché a correr y mis pasos
resonaron en las baldosas con mil ecos que a mí se me antojaron los pasos de
todas aquellas figuras que un momento antes me escrutaban desde sus nichos.
Alcancé la puerta de salida con la
sensación de que manos vaporosas intentaban atraparme y voces sibilantes me
hablaban al oído. Pero aún me quedaba por superar la prueba más espeluznante. Me
sumergí a ciegas en el vestíbulo, un cubículo de paredes de madera donde
reinaba la más absoluta oscuridad. Una angustia como nunca había sentido antes se
apoderó de mí. Me abalancé hacia donde pensé que estaba la salida y empecé a
tentalear la enorme puerta en busca de algún mecanismo que me permitiera
abrirla. Rogué a Dios con todas mis fuerzas que solo hubiera que quitar un
pestillo y que al padre del cura no se le hubiera ocurrido echar la llave.
Me creeréis si os digo que fui el
ser más dichoso del mundo cuando encontré el tirador que accionaba el pestillo
y se abrió la puerta. Y aunque nada ni nadie me perseguía, y ya no había manos
vaporosas ni voces susurrantes, sentí un gran alivio al poner el pie en la
plazoleta y cerrar la puerta tras de mí.
No os aburriré demorándome en el
desenlace de la historia. Al cura no le había pasado nada. Ni siquiera se había
retrasado. Es solo que yo me equivoqué al mirar la hora y había llegado una
hora antes. Me di cuenta cuando iba camino de la casa del cura para preguntar
por qué no había misa aquel día. Así que no le comenté nada del incidente -más
que nada porque me daba un poco de vergüenza- y volví a la iglesia a la hora
correcta para ayudar en misa como cada día.
Fui un agnóstico precoz. Me recuerdo con once
o doce años muy nervioso el día que decidí contarle a mi mejor amigo de
entonces, que era muy devoto, que todo aquello del viejo barbado con el
triángulo, el hijo crucificado y la paloma me parecía un absoluto disparate. Creo
que también fui yo el que unos años
antes le había dicho que lo de los Reyes Magos era pura filfa, que uno ha sido
siempre un poco aguafiestas.
Cuestionarme la divinidad me llevó a recelar de
todo lo sobrenatural. Después de interesarme durante algunos años por los fenómenos
paranormales, llegué a la conclusión de que no había espíritus ni fantasmas ni
apariciones marianas ni ninguna chorrada que pudiera cuestionar las leyes de la
física.
Me convertí en un ateo virulento y vitriólico. Y en gran medida fue por rencor. No entendía que los
mayores me hubieran llenado la cabeza de todas aquellas fantasías idiotas que
me habían impedido ver la realidad como de verdad era. De no haber creído en todo aquello, no habría tenido ningún miedo el día que me quedé encerrado
en la iglesia. Nada hay más inofensivo que una sombra o una talla de madera.
Unos años después me dio por ir a
pasear a los cementerios con algunos amigos y amigas. Supongo que por
transgredir y dármelas de excéntrico. Porque los muertos y los espíritus no me
daban ningún miedo. Solo temí en algunas ocasiones que algún gilipollas pudiera
darnos un susto o hacernos algo malo por estar en un lugar apartado, o que
algún perro rabioso se cruzara en nuestro camino. Solo los vivos y otros
animales peligrosos me dan miedo desde entonces.