sábado, 23 de abril de 2016

No leemos el mismo libro

Puede que tu libro y el mío tengan las mismas pastas, el mismo título en la portada, el número exacto de páginas e idéntica tipografía, pero tu libro y el mío, que comparten código de barras y año de edición, no son iguales. No leemos el mismo libro.

No puedes leer el mismo libro que yo porque si en una novela, por ejemplo, me describen una estación de trenes con pocos pasajeros en el andén, yo casi siempre me acuerdo de la de Alcázar de San Juan, que es la que más cerca está de mi pueblo. Y dudo mucho que tú puedas imaginarte la estación de un pueblo en el que nunca has estado y que a lo mejor ni siquiera sabes que existe.

Y aunque tú y yo conozcamos Madrid, me sorprendería que viéramos el mismo Madrid si lo leemos en un libro. Porque si la historia sucediera en los noventa y el protagonista pasara por la Gran Vía, estoy seguro de que yo seguiría viendo Madrid Rock y el Palacio de la Música, e incluso puede que en mi libro apareciera un Wendy’s que duró muy poco tiempo y al que no recuerdo si entré alguna vez. Y si me diera por imaginar las carteleras de los cines, vería los carteles de películas como Pulp Fiction, o El Día de la Bestia, o Delicatessen, aunque sean películas que se estrenaron en años distintos y algunas las viera en los Renoir o los Alphaville y nunca se proyectaran en los cines de la Gran Vía. No me extrañaría que en tu libro hubieran desaparecido algunos de esos lugares, o que no hubieras reparado en los estrenos de los cines, o que solo hubieras visto unas carteleras difusas con los títulos borrosos.

Y todavía sería mucho más difícil que tu libro y el mío se parecieran si la historia se situara en una ciudad que ni tú ni yo conocemos. Pongamos, por ejemplo, que sucediera en Vigo. A mí Vigo se me antojaría como una mezcla caprichosa entre Gijón y La Coruña, que son ciudades norteñas que conozco mejor y que puede que tú ni siquiera hayas visitado.

No, no puedes leer el mismo libro que yo. Porque en mis libros los personajes se parecen a gente que tú no conoces: un viejo amigo de mi pueblo, una novia que tuve en la universidad, aquel profesor idiota que me daba Matemáticas en el instituto, la vecina de enfrente o una prima lejana. A veces también les pongo caras de actores y de actrices, y ya sería casualidad que si dicen que era una chica joven, guapa, morena y de ojos marrones, pensaras, como yo, en Maribel Verdú cuando rodó Belle Époque. Y doy por descontado que si me invento sus caras y sus cuerpos y sus gestos no existe ni una remota posibilidad de que los personajes de tu libro sean los mismos que los del mío.

Por eso cuando me dices que no te ha gustado ese libro, que tiene la misma portada que el mío, el mismo código de barras y las mismas palabras en cada una de sus páginas, lo único que puedo pensar es que no hemos leído el mismo libro. Ese libro que dices que es una mierda será el tuyo. Porque el que yo he leído era una obra maestra y, si hubieras podido entrar en sus páginas, seguro que no te atreverías a decir algo así.

viernes, 15 de abril de 2016

'Segundas personas': Premio Bubok de Creación Literaria

Segundas personas vuelve. No estaba muerto, solo mal enterrado, como DiCaprio en El renacido. Publiqué este libro hace un tiempo en Bubok y pensé que ya había dado por terminado este episodio, pero anoche se hizo público el fallo del concurso de narrativa que convoca esta editorial y el VIII Premio Bubok de Creación Literaria ha sido para Segundas personas. Eso significa que tendrá una nueva edición en la colección Nueva Biblioteca de la editorial Lengua de Trapo. Ayer ya lo tuve en mis manos y a principios de mayo vosotros también podréis conseguirlo en cualquier librería. Me encanta cómo ha quedado la nueva edición.

Muchas gracias a todos los que me apoyasteis con la primera edición de este libro. Espero que ahora sean muchos más los que se animen a adentrarse en sus páginas.




domingo, 3 de abril de 2016

Entretenimientos patrióticos

Hace tiempo un buen amigo al que el fútbol le resbala tanto como a mí me dijo que era una pena que no nos gustara este deporte. Y me hizo ver que los forofos del fútbol eran afortunados porque tenían un montón de entretenimientos a su disposición, especialmente los fines de semana: partidos de fútbol, tertulias radiofónicas, programas de televisión, la mitad de los telediarios, periódicos deportivos, quinielas, apuestas… Hasta ese momento no me había parado a pensar en la cantidad de pasatiempos que orbitaban alrededor del fútbol. Además, el fútbol servía para integrarse socialmente, para participar del entusiasmo o del cabreo colectivo en campos de fútbol o bares, y para tener de qué hablar con un montón de gente con la que nunca sabes qué decir: compañeros de trabajo, vecinos, parroquianos de tu mismo bar… También para tener algo que decir en las redes sociales. Pensaba este amigo mío que debía de ser muy divertido ser fanático de un equipo para compadrear con los afines y picar a los rivales. Por eso a veces intentaba ser madridista. Y a su manera lo era, pero sin pasión, sin entusiasmo, sin convicción. Bien sabía él que no era un madridista de verdad. Porque veía a su padre, que se subía por las paredes viendo los partidos, que le daba gritos a la tele, que se deprimía si perdía una vez más la liga, y comprendía que su indiferencia ante la derrota poco tenía que ver con un sentimiento futbolero auténtico. Y desde luego no era por culpa de su padre, que desde niño se preocupó por que viviera la pasión merengue y no dejó de hacer todo lo que un padre preocupado de la educación de su hijo hace en esos casos: le compró una equipación de futbolista madridista, lo llevó a ver partidos al campo de fútbol, consiguió que asistiera a algún entrenamiento y en una ocasión llegó a hacerle una foto con el mítico Juanito. Pero ni por esas.

A veces a mí me pasa como a mi amigo y tengo la sensación de estar perdiéndome algo en este país tan lleno de entretenimientos que a mí me dejan indiferente, o que directamente me la pelan. Y no solo pienso en el fútbol, en el ciclismo, en las motos o en todos esos deportes que apasionan a los españoles. Estoy pensando, por ejemplo, en la gente que vive las procesiones de Semana Santa con una pasión que no se corresponde en absoluto con su falta de devoción. O en los que corren a Benidorm a pelearse por un metro cuadrado de arena en cuanto hay un puente o llegan las ansiadas vacaciones. O en esos que todos los inviernos pierden el culo por ir a una estación de esquí. O en los que viven con un entusiasmo tan patriótico como descerebrado la tortura taurina o las fiestas patronales en las que se maltratan animales. O en los que se dan de hostias por comprar las entradas para el próximo concierto de Pablo Alborán. O en los que hacen cola en la taquilla del cine para ver el estreno de la nueva entrega de Torrente o de los ocho apellidos vascos, catalanes o extremeños. O en los que se saben de memoria los nombres y apellidos de todos esos seres raros que protagonizan los programas de Telecinco. O en todos los que se pasan todo el año esperando esas fiestas a las que nunca he ido y a las que pienso que jamás iré: la Fallas, los Sanfermines, el Rocío... O en esa gente extraña que asiste al desfile de las fuerzas armadas en el Día de la Hispanidad, quizá para recordar que fue mediante el fuego y la violencia como se extendió la hispanidad por el mundo.

A veces me pregunto si mi amor por la siesta es razón suficiente para sentirme plenamente español. Porque la verdad es que me siento ajeno a casi todo lo que emociona a la mayoría de los españoles. Siempre aparezco en la barra pequeña del gráfico de las estadísticas. En las encuestas marco normalmente la opción de “Otros”. Casi nada de lo que me interesa sale en el telediario. No conozco a los artistas que aparecen en las listas de éxitos de Spotify ni a ninguno de los que recibieron un Grammy el año pasado. Y soy más de salir los jueves que los días festivos, y de viajar a las ciudades cuando los que viven en ellas las desalojan para ir a las playas.

Pero al contrario que a mi amigo, a mí no me importa. Me gusta vivir en un país que siempre miro con los ojos del recién llegado, en ocasiones incluso con la ingenua mirada del extraterrestre. Confieso que experimento cierto placer viviendo a contrapelo, caminando siempre en la dirección que se supone incorrecta, como Richard Ashcroft en el vídeo de “Better sweet simphony”, aunque yo siempre esquivo a los que vienen de frente y les dejo pasar, puede que para que no sean ellos los que me arrollen a mí. Y entretenimientos no me faltan. De hecho, mi principal entretenimiento yo diría que es España.