Tenemos cientos de películas y series pirateadas,
y por poco dinero muchas más en plataformas como Wuaki o Netflix; en Internet, las
cadenas de televisión también ofrecen infinidad de programas totalmente
gratuitos en streaming; con la música
pasa otro tanto de lo mismo, hay tantos discos accesibles en sitios como Spotify
o Youtube que desde hace tiempo da hasta pereza piratear; en nuestros hogares
se apilan las diferentes consolas de videojuegos que hemos ido acumulando con
el paso de los años; y en muchas ocasiones ya no sabemos dónde meter tantos
libros, muchos sin leer, como esas toneladas de libros que se marchitan en los
anaqueles de las bibliotecas esperando que alguien venga a adoptarlos, o como
esos cinco mil e-books que te pasó un amigo y se mueren de aburrimiento en tu
ordenador; y no me olvido de la prensa, todos esos periódicos y todas esas revistas que
antes costaban el esfuerzo de bajar al kiosco y aflojar la pasta y que ahora
encuentras en tu móvil con un leve toque en la pantalla por el módico precio de
una conexión wifi o 3G.
Nadie puede negar que el mundo del
entretenimiento ha experimentado en los últimos años una revolución sin precedentes.
Aquellos tiempos en los que unos cuantos libros (pocos), la prensa de papel y
las dos cadenas de la televisión (la primera y la segunda) eran los únicos
recursos para entretener las horas de ocio se han convertido ya en un capítulo
de Cuéntame.
Aún me recuerdo en décadas pasadas
manteniendo aquella discusión (entonces bizantina) en la que intentábamos dirimir
si los programas de la tele eran malos porque los espectadores los preferían
así o si la gente los veía solo porque no había otras alternativas. Los
optimistas, con su irreductible fe en el ser humano, se aferraban entonces a la
segunda opción. Los pesimistas y escépticos como yo éramos más de la primera. Hoy,
lamentablemente, la realidad nos da la razón. Y si no, que alguien me explique
por qué siguen siendo millones de personas las que mantienen en los primeros
puestos de los rankings de televisión
programas tan patéticos como Sálvame,
Gran Hermano, Tu cara me suena o el
programa de Bertín Osborne. Por no hablar de esos absurdos concursos de cocina en los que el
espectador juzga a los cocineros sin probar bocado.
“El medio es el mensaje”, dijo Marshall
McLuhan, y a lo mejor eso lo explica todo. Puede que la televisión solo sea un
medio lelo y pueril, más adecuado para emitir payasadas como el Sálvame Deluxe que para los documentales
de la 2. Aunque no deja de ser desalentador que haya tantos millones de personas
que lo elijan entre tantos posibles entretenimientos.
Perdonad que mi misantropía no pueda irse de
vacaciones ni en Navidad, pero es que sin querer estuve un rato viendo la tele.