A
comienzos de los noventa, en mis años universitarios, me ganaba la vida como
podía. Durante el curso, una de mis fuentes de ingresos eran las clases
particulares. Solía dar clases de sintaxis o latín, pero, como se trataba de
sobrevivir a toda costa, si me salía cualquier otra cosa para la que me viera
capaz, la aceptaba. Sin duda, el caso más curioso que tuve fue una madre pija
que me contrató para que le transmitiera a su hija el amor por la lectura.
Vivían en un piso enorme por la zona de Diego de León. No recuerdo los
detalles, pero sí que todo estaba impoluto –supongo que tenían servicio–, que
era un piso moderno y sofisticado, con líneas rectas y muebles de diseño, y que
la madre, una mujer aún joven y tremendamente atractiva, parecía diseñada para
ir a juego con su casa. No así su hija, que desentonaba igual que una cagada de
paloma en un vestido de novia. Aunque iba a verla por las tardes, en muchas
ocasiones la encontraba aún con el uniforme del instituto de monjas. Creo que
cursaba entonces segundo de BUP. No era guapa como la madre. Tenía cara de
novicia amargada, la piel blanquecina, la mirada triste y el pelo siempre recogido
en una cola de caballo.
A
la chica sí le gustaba leer. Lo comprendí después de pasar con ella dos o tres
tardes. No leía por falta de tiempo. O de fuerzas. Cuando un día me contó su
rutina diaria, su vida me pareció un verdadero suplicio. Aparte del instituto,
estudiaba guitarra clásica, una actividad que le absorbía muchas horas. Jugaba
en un equipo de balonmano bastante serio que entrenaba varias veces a la
semana. Formaba parte de un grupo de boy
scout o algo así, puede que fuera una asociación cultural y recreativa de
su colegio de monjas. Iba a clases particulares de inglés y, para colmo, tenía
que soportar una vez a la semana a un tipo que le preguntaba si se había leído
el libro que habían acordado la semana anterior. Un puto infierno.
Arrostré
el riesgo de perder aquel pingüe beneficio y, después de una de mis clases,
cuando fui a recoger el par de billetes crujientes que cobraba por mis
servicios, se lo expliqué a la madre. Su hija no tenía ningún problema con la
lectura. El problema era su apretada agenda, en la que la lectura no cabía ni
metiéndola a empujones. No me despidió. Tampoco me entendió. Me dijo que de
acuerdo y que se alegraba de que a su hija le gustara leer.
Durante
los meses que seguí yendo a aquella casa, hasta el final del curso, no volví a
mandarle a la chica que se leyera ningún libro. Le llevaba cuentos y los
leíamos juntos en la hora que teníamos programada. Recuerdo sus ojos tristes y
cansados y su expresión ausente escuchándome con estoica resignación mientras seguro
que pensaba en las tareas de clase que aún tenía sin hacer o en la hora de
guitarra clásica que tendría un poco más tarde. Pensé en dimitir y no lo hice
porque me venían muy bien aquellos dos crujientes billetes que me llevaba cada
semana por no hacer prácticamente nada.
Mi
infancia y mi juventud fueron las antípodas de las de aquella pobre chica.
Nunca fui a ninguna actividad extraescolar. Por precariedad, por pura miseria,
esa es la verdad. En mi casa vivíamos con lo justo y aquellos gastos
extraordinarios ni se planteaban.
Cuando
yo iba a la escuela, creo que en mi pueblo los jóvenes podían hacer actividades
extraescolares como piano, guitarra, baile o artes marciales. Yo nunca tuve
envidia de los que iban a esas actividades. Puede que un poco más mayor me
hubiera gustado aprender algo de música, pero entonces estaba totalmente feliz
por no tener ninguna de aquellas obligaciones. No todos, pero algunos de los
que iban a esas cosas lo hacían a regañadientes. Y mientras ellos entretenían
la tarde con aquellas actividades programadas, yo hacía lo que me daba la gana.
Normalmente leía libros y mortadelos, o jugaba con mis amigos en la calle, a
veces al fútbol, otras, las mejores, a inventar juegos ingeniosos y fascinantes.
En ocasiones vagaba por el pueblo con algún amigo o salíamos a las afueras a
deambular por el campo. Si estaba solo, aparte de leer, veía la televisión, escuchaba música, escribía alguna historia o simplemente me quedaba mirando el techo mientras
dejaba que mi pensamiento bogara a la deriva.
No
saben mis padres cuánto les agradezco que, aunque fuera accidentalmente, me regalaran
toda aquella libertad.
Los
jóvenes de hoy, en general, me inspiran la misma tristeza que aquella pobre
chica rica de Diego de León. Los imagino llegando a casa derrotados después de
toda la mañana en el instituto, con el tiempo justo para comer y hacer a toda
prisa las tareas, saliendo de casa atropelladamente para no llegar tarde a la academia
de inglés, o al gimnasio, o a las clases particulares de música, o al entrenamiento
con el equipo de fútbol, y sin apenas tiempo para jugar, para leer, para
pensar, para soñar. Y luego pienso en sus padres y madres, esos seres amargados
y abnegados que se pasan las tardes haciendo de chóferes de sus hijos e hijas
para llevarlos a todas esas actividades que ellos imaginan que les hacen
mejores padres y madres. Sorprendentemente, son estos padres que sobrecargan a
sus hijos de actividades extraescolares los mismos que protestan porque llevan demasiadas
tareas del cole. En muchos casos porque son ellos mismos los que, en su afán por ser los mejores padres del mundo, terminan haciendo las tareas de sus hijos.
No tengo hijos para poder demostrarlo, pero os prometo que si los tuviera, no los llevaría a ninguna actividad extraescolar a no ser que me lo suplicaran de rodillas. Y si cediera y accediera a llevarlos, tened por seguro que los desanimaría todo lo que estuviera en mi mano.
No tengo hijos para poder demostrarlo, pero os prometo que si los tuviera, no los llevaría a ninguna actividad extraescolar a no ser que me lo suplicaran de rodillas. Y si cediera y accediera a llevarlos, tened por seguro que los desanimaría todo lo que estuviera en mi mano.
4 comentarios:
A veces los más pudientes atiborran a sus hijos de actividades, quizás las que ellos quisieron practicar algún día y no lo hicieron. Alguna está bien pero tantas como alguno tiene... sobran. Saludos.
Me encanta leer la historia de la gente, no aventis imaginadas. Quizá por eso disfruté tanto leyendo a García Márquez en Vivir para contarla. Quizá por eso me ha gustado tu relato.
Y no solamente los más pudientes esclavizan a sus hijos con actividades extraescolares inhumanas.....
Me topé contigo y tu artículo, ¡y bien si es cierto! tengo un hijo al que crío con "demasiada libertad" según el mundo moderno. Nacen esclavos, primero hijos de padres que no tienen tiempo para ellos que terminan criados por niñeras, maestras, tutoras... ¿Cómo es posible que un niño de 7 años tenga que pensar en lo que significa un alto nivel académico? pienso que es pura y mera ignorancia, el creer que todo ser humano debe ser "exitoso" está acabando con sueños, juego, en fin... vida
Pienso como tú, en lo que se refiere a las actividades extraescolares. A mí también me da pena de esos niños que se pasan todo el día fuera de casa, que si dibujo, piano, inglés, judo... Muy bueno lo de los padres, también esclavizados, haciendo de chóferes de sus hijos. Yo tampoco tengo hijos, pero si los tuviera, los ayudaría en algo que les apasionara de verdad. Lo que no haría es colapsar su tiempo libre con un montón de actividades que seguramente no les interesan y que abandonarán en cuanto puedan, cuando dejen de ser niños y empiecen a decidir por sí mismos.
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