lunes, 30 de noviembre de 2015

Cucarachas

En caso de hecatombe nuclear
solo las cucarachas
y otros inmundos seres
poblarán el planeta

Seguro que los hombres
se encuentran en la lista
del arca de Noé
Al menos esa élite
que pueda costear
el precio del pasaje
y el elevado importe
de las operaciones
quirúrgicas que permitan
adaptarse a las nuevas
condiciones atmosféricas

Los pregoneros del apocalipsis
pueden estar tranquilos
Quien dijo cucarachas
probablemente hablaba
de forma metafórica
a modo de parábola


viernes, 27 de noviembre de 2015

Ajedrez

En una partida de ajedrez en la que te encuentres acorralado y a punto del jaque mate, no te servirá de mucho lamentarte por aquella jugada en la que perdiste a la reina o por aquel torpe movimiento que te costó las dos torres. Lo que aprendiste de aquellos errores quizá te sirva para futuras partidas, pero no para esta, en la que ya no quedan ni torres ni reina que defender.

Lo único que debe importarte en esta partida es buscar a la desesperada una estrategia ganadora con las pocas fichas que aún conservas sobre el tablero. No será fácil. Tendrás que emplear todos los recursos que tengas a tu alcance para perjudicar a tu adversario y para salir del hoyo en que te has metido. Poco importa a estas alturas que seas tú el responsable de haber cavado un hoyo tan profundo.

En los juegos de estrategia en los que hay vencedores y vencidos, independientemente de lo grande que sea el tablero y del número de fichas que estén en juego, siempre pasa esto. No importa mucho el desarrollo de la partida, sino elegir con acierto la próxima jugada.

Es obvio que no habría vencedores ni vencidos si la partida no hubiera comenzado, pero ya es un poco tarde para volver atrás. Sobre todo cuando tu adversario no está dispuesto abandonar, ni mucho menos a negociar unas tablas.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Vuelven Los Impresentables a El Internacional

El ciclo de poesía más informal y desfaratado de Toledo regresa este sábado. En esta ocasión tenemos un cartel increíble. Vienen a visitarnos Ángel Petisme y Luis Farnox, y solo eso ya es motivo de celebración. Estoy seguro de que va a ser una noche increíble.

Esta vez no subiré al escenario, pero me encontraréis entre el público preocupándome por que todo salga bien. Nos vemos allí.


domingo, 8 de noviembre de 2015

El infierno de las actividades extraescolares

A comienzos de los noventa, en mis años universitarios, me ganaba la vida como podía. Durante el curso, una de mis fuentes de ingresos eran las clases particulares. Solía dar clases de sintaxis o latín, pero, como se trataba de sobrevivir a toda costa, si me salía cualquier otra cosa para la que me viera capaz, la aceptaba. Sin duda, el caso más curioso que tuve fue una madre pija que me contrató para que le transmitiera a su hija el amor por la lectura.

Vivían en un piso enorme por la zona de Diego de León. No recuerdo los detalles, pero sí que todo estaba impoluto –supongo que tenían servicio–, que era un piso moderno y sofisticado, con líneas rectas y muebles de diseño, y que la madre, una mujer aún joven y tremendamente atractiva, parecía diseñada para ir a juego con su casa. No así su hija, que desentonaba igual que una cagada de paloma en un vestido de novia. Aunque iba a verla por las tardes, en muchas ocasiones la encontraba aún con el uniforme del instituto de monjas. Creo que cursaba entonces segundo de BUP. No era guapa como la madre. Tenía cara de novicia amargada, la piel blanquecina, la mirada triste y el pelo siempre recogido en una cola de caballo.

A la chica sí le gustaba leer. Lo comprendí después de pasar con ella dos o tres tardes. No leía por falta de tiempo. O de fuerzas. Cuando un día me contó su rutina diaria, su vida me pareció un verdadero suplicio. Aparte del instituto, estudiaba guitarra clásica, una actividad que le absorbía muchas horas. Jugaba en un equipo de balonmano bastante serio que entrenaba varias veces a la semana. Formaba parte de un grupo de boy scout o algo así, puede que fuera una asociación cultural y recreativa de su colegio de monjas. Iba a clases particulares de inglés y, para colmo, tenía que soportar una vez a la semana a un tipo que le preguntaba si se había leído el libro que habían acordado la semana anterior. Un puto infierno.

Arrostré el riesgo de perder aquel pingüe beneficio y, después de una de mis clases, cuando fui a recoger el par de billetes crujientes que cobraba por mis servicios, se lo expliqué a la madre. Su hija no tenía ningún problema con la lectura. El problema era su apretada agenda, en la que la lectura no cabía ni metiéndola a empujones. No me despidió. Tampoco me entendió. Me dijo que de acuerdo y que se alegraba de que a su hija le gustara leer.

Durante los meses que seguí yendo a aquella casa, hasta el final del curso, no volví a mandarle a la chica que se leyera ningún libro. Le llevaba cuentos y los leíamos juntos en la hora que teníamos programada. Recuerdo sus ojos tristes y cansados y su expresión ausente escuchándome con estoica resignación mientras seguro que pensaba en las tareas de clase que aún tenía sin hacer o en la hora de guitarra clásica que tendría un poco más tarde. Pensé en dimitir y no lo hice porque me venían muy bien aquellos dos crujientes billetes que me llevaba cada semana por no hacer prácticamente nada.

Mi infancia y mi juventud fueron las antípodas de las de aquella pobre chica. Nunca fui a ninguna actividad extraescolar. Por precariedad, por pura miseria, esa es la verdad. En mi casa vivíamos con lo justo y aquellos gastos extraordinarios ni se planteaban.

Cuando yo iba a la escuela, creo que en mi pueblo los jóvenes podían hacer actividades extraescolares como piano, guitarra, baile o artes marciales. Yo nunca tuve envidia de los que iban a esas actividades. Puede que un poco más mayor me hubiera gustado aprender algo de música, pero entonces estaba totalmente feliz por no tener ninguna de aquellas obligaciones. No todos, pero algunos de los que iban a esas cosas lo hacían a regañadientes. Y mientras ellos entretenían la tarde con aquellas actividades programadas, yo hacía lo que me daba la gana. Normalmente leía libros y mortadelos, o jugaba con mis amigos en la calle, a veces al fútbol, otras, las mejores, a inventar juegos ingeniosos y fascinantes. En ocasiones vagaba por el pueblo con algún amigo o salíamos a las afueras a deambular por el campo. Si estaba solo, aparte de leer, veía la televisión, escuchaba música, escribía alguna historia o simplemente me quedaba mirando el techo mientras dejaba que mi pensamiento bogara a la deriva.

No saben mis padres cuánto les agradezco que, aunque fuera accidentalmente, me regalaran toda aquella libertad.

Los jóvenes de hoy, en general, me inspiran la misma tristeza que aquella pobre chica rica de Diego de León. Los imagino llegando a casa derrotados después de toda la mañana en el instituto, con el tiempo justo para comer y hacer a toda prisa las tareas, saliendo de casa atropelladamente para no llegar tarde a la academia de inglés, o al gimnasio, o a las clases particulares de música, o al entrenamiento con el equipo de fútbol, y sin apenas tiempo para jugar, para leer, para pensar, para soñar. Y luego pienso en sus padres y madres, esos seres amargados y abnegados que se pasan las tardes haciendo de chóferes de sus hijos e hijas para llevarlos a todas esas actividades que ellos imaginan que les hacen mejores padres y madres. Sorprendentemente, son estos padres que sobrecargan a sus hijos de actividades extraescolares los mismos que protestan porque llevan demasiadas tareas del cole. En muchos casos porque son ellos mismos los que, en su afán por ser los mejores padres del mundo, terminan haciendo las tareas de sus hijos.

No tengo hijos para poder demostrarlo, pero os prometo que si los tuviera, no los llevaría a ninguna actividad extraescolar a no ser que me lo suplicaran de rodillas. Y si cediera y accediera a llevarlos, tened por seguro que los desanimaría todo lo que estuviera en mi mano.