viernes, 9 de octubre de 2015

Niebla

Algún día alguien tendrá que hacer un estudio para evaluar el daño que los profesores de lengua y literatura le hemos hecho a la literatura. Sería curioso conocer la cifra aproximada de personas que han aborrecido la lectura por nuestra culpa. Aunque no toda la responsabilidad es nuestra. Recomendar libros siempre es una tarea ardua, y más si tienes que hacerlo frente a una caterva de adolescentes con las hormonas a flor de piel y las neuronas de botellón. Tampoco ayuda el insalvable abismo generacional que se abre entre los profesores y los alumnos, y el no menos insalvable abismo cultural. Sin embargo, no es tan difícil saber en muchos casos qué libros aborrecen, que la sinceridad, a veces hiriente y poco diplomática, de estas nuevas generaciones es un valor al que no siempre sacamos el suficiente partido. Ignoro por qué muchos compañeros y compañeras de profesión, a los que no quiero presumirles maldad, estulticia o sadismo, desoyen las súplicas y los lamentos de estos pobres adolescentes y siguen infligiéndoles lecturas desfasadas, insufribles, martirizantes.

En el Bachillerato estamos obligados, por currículum, a mandar lecturas relacionadas con los periodos de la historia que se estudian en cada curso, pero en la ESO son opcionales. En la ESO los profesores de literatura nos dividimos en dos grupos: los partidarios de la literatura para jóvenes y los fundamentalistas de los clásicos españoles. Estos últimos son menos, pero se sienten superiores por defender un legado cultural avalado por la tradición y los púlpitos universitarios. Algunos rechazan toda la literatura para jóvenes porque la consideran de baja calidad, otros, en cambio, solo buscan una excusa para no esforzarse en la búsqueda de libros que agraden a los alumnos. Los profesores de la ESO que preferimos los libros para jóvenes en lugar de los clásicos españoles intentamos, con mayor o menor acierto, crear lectores. En el amplio universo de lo que hemos dado en llamar literatura juvenil también hay obras maestras y escritores admirables, y mucha mierda, claro, pero no menos que la que encontramos en la literatura para adultos. La verdad, no sé muy bien qué es lo que pretenden los fundamentalistas de los clásicos españoles mandando el Cantar de Mio Cid, Fuenteovejuna o La Regenta a chicos y chicas de catorce o quince años, sin tener en cuenta que para apreciar esos libros hace falta cierta perspectiva histórica que te permita valorarlos dentro del contexto en el que fueron creados.

He llamado antes fundamentalistas a los profesores de literatura obsesionados por los clásicos españoles porque solo la fe les puede haber convencido de que esas lecturas son sagradas e intocables. Parecen, como los fundamentalistas religiosos, personas a las que les han lavado el cerebro, personas que no ven más allá por culpa de esa niebla que llamamos cultura oficial y que intentan inocularnos en las facultades de humanidades. Conmigo no funcionó. Estudié Filología Hispánica y ya en los primeros años de la carrera comprendí que todo aquello que llamábamos historia de la literatura era una farsa, que estudiábamos la historia que habían pergeñado una serie de catedráticos admitiendo y desechando ciertas obras por conveniencias personales o por prejuicios más o menos despreciables. Cuántas obras estupendas se han quedado fuera de los libros de texto porque no sirven de ejemplo para ilustrar una corriente literaria que los catedráticos ensalzan sobre las demás. Cuántos escritores han sido injustamente olvidados por no ajustarse a los patrones de un movimiento literario. Cuántos libros y escritores tachados porque no cumplían los mínimos de pedantería exigibles para que un catedrático se sienta importante mencionándolos. Y eso por no hablar del elitismo y la afectación de un colectivo que muchas veces vive al margen del mundo real. Ya estoy deseando leer dentro de unos años la historia de la literatura española de la década de los noventa y de la primera de este nuevo siglo para enterarme por fin de los libros que debería haber leído y que seguro que ni me suenan. La leeré con el escepticismo del agnóstico y con la media sonrisa con que hojearía una revista de tendencias esnob y elitista.

Supongo que parte de la culpa del cabreo que me ha llevado a escribir este artículo la tiene la relectura que acabo de hacer de Niebla, el celebérrimo libro de don Miguel de Unamuno con el que varias generaciones de profesores sádicos y fundamentalistas han estado atormentando a sus alumnos. Llevaba años evitando este libro porque el recuerdo que tenía de él era muy malo. Solo por cierto prurito profesional decidí volver a darle otra oportunidad. Había olvidado casi toda su trama –excepto el manido juego metaliterario que inevitablemente aparece en todos los libros de texto– y por un momento pensé que quizá no fuera un libro tan horrible como recordaba. Habían pasado más de veinte años desde que lo leí por primera vez. Ya no era alumno, sino profesor. Contaba con unos conocimientos mucho más amplios de la generación del 98. En fin, que llegué a pensar que podía estar equivocado. Pero no. Porque lo fundamental permanecía inalterable: yo seguía siendo yo y el libro seguía siendo el mismo.

En esta segunda lectura, Niebla me ha parecido igual de cargante, aburrido, pedante, idiota y afectado que en la primera. Hasta el juego de las contradicciones típico de Unamuno me parece tonto y pueril, contradicciones de jardín de infancia que debieron de hacer las delicias de los transgresores de mesa camilla de hace cien años y que hoy provocan vergüenza ajena. El mismo Unamuno debía de ser consciente de la mierda que estaba escribiendo y por eso se tuvo que inventar el timo de la “nivola”, una excusa como otra cualquiera para hacer una novela mala parapetándose en cierto sentido del humor que no llega ni a la categoría de chiste malo, con personajes subnormales, diálogos de oligofrénicos y soliloquios con ínfulas de tesis doctoral que no pasan de pajas mentales. He sufrido en todas y cada una de las páginas del libro. Por las estupideces que leía y porque no dejaba de pensar en los millones de jóvenes que han sido obligados a padecer ese via crucis. Y ahora solo puedo imaginarme las aulas como pequeños campos de exterminio en los que durante décadas, año tras año, evaluación tras evaluación, hemos ido ejecutando, con el convencimiento indolente del verdugo, a millones de lectores. Y no sólo por los libros malos que hemos sacralizado, sino también por haber convertido grandes obras maestras de la literatura en tareas de clase, en deberes, en exámenes. La literatura debería ser justo lo contrario.

4 comentarios:

Amilcar Barça dijo...

¡¡Qué peso me has quitado de encima!! Con la serenidad y libertad que me dan la perspectiva de los años, veo que muy pocos libros realmente me interesaron. Y pongo en la balanza positiva el libro de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla y en el extremo opuesto La Colmena que fui incapaz de leer. Así he perdido el hábito de leer (sobre todo cuando ojeo algunos premios que no se que coño han encontrado en ellos, salvo todas esas servidumbres y coto cerrado que apuntas) salu2

Orion dijo...

Yo no he leído casi nada de los clásicos españoles, lo que me obligaron en el colegio y poco más. Aun así, a lo mejor he leído más que la mayoría de la gente.
Supongo que te habrán hecho esta pregunta muchas veces, aún así me arriesgare a formularla, en espera de una respuesta: Según tu criterio literario, ¿qué escritores, que no sean clásicos, es decir, del siglo XX y XXI, recomendarías?

Félix Chacón dijo...

Supongo que me estás preguntando por los libros que hago leer a mis alumnos para ilustrar los temas de la historia de la literatura, que es de lo que hablaba en este artículo. Como comprenderás, no te voy a hacer un listado de obras y autores supuestamente infalibles, pero puedo explicarte la complejidad que entraña elegir estas lecturas.

Para elegir lecturas que ilustren las clases de historia de la literatura en el Bachillerato, los temarios te constriñen mucho y tienes que apostar por ciertos libros que cumplen muchas de las características del movimiento al que pertenecen. Así que no se trata solo de gustos personales, sino también de que sirvan para ese propósito.

Por eso, si pretendo hablar de la literatura de posguerra, tengo que elegir, por ejemplo, La familia de Pascual Duarte de Cela antes que El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez. Por más que me guste este último, no es un buen ejemplo de los rasgos más representativos de la literatura de esa época. En la Generación del 98, si tuviera que mandar a Unamuno, preferiría San Manuel Bueno, mártir. Aunque si tengo opción, mi favorito es Pío Baroja. De la misma forma, si quiero hablarles del teatro de posguerra, me quedo antes con Buero Vallejo que con Alejandro Casona.

Para tener cierto éxito en la elección debes tener en cuenta también las opiniones que vas recabando de los alumnos a lo largo de los años. De Cela, por ejemplo, les sigue impresionando La familia de Pascual Duarte, pero La colmena, sin embargo, les aburre. Buero Vallejo también me da muy buenos resultados: Historia de una escalera les emociona mucho.

Otro punto importante: que no requieran mucho tiempo. Los libros no pueden ser ni muy complejos ni muy voluminosos. Esa es la razón por la que nunca les podré mandar, por ejemplo, La saga/fuga de J.B. de Torrente Ballester, probablemente mi novela española favorita de la segunda mitad del siglo XX.

Como ves, no es nada fácil. Y yo, como todos los profesores, a veces acierto y otras me equivoco. Este oficio también es un poco desconcertante. Libros que te dan muy buen resultado en unas clases son un completo fracaso en otras. En mi defensa diré que me esfuerzo por hacerlo lo mejor que puedo para que entiendan lo que tienen que estudiar. Otras propuestas de lectura menos vinculadas al temario se las ofrezco como lecturas voluntarias. Siempre hay algún alumno aventajado que intenta ir más allá del libro de texto.

Orion dijo...

Gracias por la respuesta.