Algunos
nos quieren hacer creer que la izquierda y la derecha han dejado de tener
sentido en la política del siglo XXI. A saber por qué ese empeño de unos y
otros. La izquierda y la derecha siguen ahí. Puede que con otros nombres, disfrazados
con otros ropajes y posiblemente despojados de la autenticidad que tuvieron en
tiempos más heroicos, pero ahí están. A la izquierda se la reconoce desde
lejos.
La
izquierda se desorganiza en asambleas. Se supone que las asambleas sirven para
escuchar la voz de la ciudadanía. Sin embargo, en la práctica, se parecen más a
peleas de pandilleros, guerras civiles de pacotilla por una cuota de poder o
por cinco miserables minutos de protagonismo. Las guerras civiles de los
militantes de izquierdas, que piensan todos más o menos igual, aunque con
ciertos matices que ellos creen insoslayables, acaban atomizando la izquierda
en galaxias de partidos minúsculos que se arrogan los valores verdaderos e
inmarcesibles de la izquierda al tiempo que se niegan a reconocer su condición
de grupúsculos inoperantes y narcisistas. Si alguno de estos partidos de pronto
despunta, el resto de partidos de su misma órbita lo machaca sin piedad. En la
izquierda no se perdona el éxito de los partidos afines, y cualquier concesión
al entendimiento general de los que alcanzan una cuota de poder se interpreta
como una traición imperdonable. Es probable que muchos de los políticos que
alcanzan el poder dentro de estas formaciones no sean realmente de izquierdas.
La verdadera gente de izquierdas es autocrítica y nunca pasa de las discusiones
bizantinas e inútiles de las asambleas. Y los que llegan a alcanzar cierto
poder terminan en la picota por cualquier gesto que pueda malinterpretarse. El
mínimo que se exige a un político de izquierdas para que sea incuestionable es
la santidad. También puede que los verdaderos políticos de izquierdas nunca
lleguen a lo más alto porque acaban abatidos sin piedad en el fragor de las
batallas de sus guerras intestinas o ejecutados en alguno de los ajustes
de cuentas cainitas de las bases de sus propios partidos. Y si llega alguno,
debe de estar tan sumamente asqueado y exhausto después de tanta refriega
fratricida que no sería raro que se sintiera sin fuerzas para enfrentarse a sus
verdaderos adversarios. Por eso no debería extrañarnos que muchos políticos de
izquierdas lleguen a su madurez convertidos en unos auténticos cínicos, ni que
desconfíen de esas bases ineficaces y onanistas que en lugar de hacer
aportaciones prácticas se dedican a despellejarlos en cuanto tienen ocasión.
En
los próximos comicios, supongo que volveré a votar a alguno de los innumerables
partidos que fraccionan y debilitan a la izquierda, pero eso no significa que
no pueda pensar de vez en cuando que quizá nos mereceríamos, especialmente nosotros,
los de izquierdas, la peor de las dictaduras fascistas.