viernes, 27 de febrero de 2015

Oración

Señor, tú que estás ahí en la nada,
absurdo y tonto como la policía
municipal, en el limbo de las cosas
inventadas, en la mente de los que
ahorran en psiquiatras, en el reverso de
la carpeta de los políticos, en la homilía
de millones de párrocos (que todos son
curas, sean de una u otra religión, y
tienen su ascua y su sardina), en la
bandera de los fascistas que necesitan
una justificación, en el escondite de los
cobardes que no tienen huevos a colgarse
de una viga, en la blasfemia (cuya
práctica reduce el estrés), en la respuesta
del ignorante licenciado por la
universidad pontificia de no-sé-dónde,
en el orgullo de ser seres creados a
conciencia (que no somos partículas
salidas de la nada, así al tuntún, no
vayamos a pensar), en las comidas
bendecidas de tantos infelices, en las
horas absurdas de tantos hombres y
mujeres inanes, en todas partes, que para
algo eres ubicuo, yo te condeno a vivir
eternamente entre nosotros, sin ser ni
causa ni fin ni esencia ni hostias, solo
para que sirvas de herramienta a todos
esos seres desgraciados que se supone
que deberías haber creado.

                                        De Intimátum

sábado, 21 de febrero de 2015

Los conversos

En Los nietos del Cid, Andrés Trapiello describe a Ramiro de Maeztu como un tipo violento que pasó de tener ideas anarcosindicalistas radicales en su juventud a ser defensor del fascismo de corte más agresivo en su edad provecta. De todo esto infiere Trapiello que “Maeztu era un hombre violento con veinte años y siguió siéndolo con sesenta”, es decir, que cambió de ideología sin dejar de ser él mismo. Valle-Inclán, que compartió con él generación, dio un giro parecido, aunque en sentido inverso, pasando de ser carlista durante gran parte de su vida a adquirir, ya cincuentón, una supuesta conciencia social que le llevaría a coquetear con las ideas marxistas. Y todo eso sin cambiar de vida ni afeitarse las barbas ni buscar otro sastre, que en ningún momento Valle-Inclán dejó de ser lo que siempre había sido, esto es, un tipo raro y extravagante, un esteta.

Y es que a lo mejor los conversos, aunque cambian de bando y ellos mismos terminan convencidos de que su conversión solo es comparable a la de Saulo de Tarso, no dejan de ser lo que fueron por solo embadurnar su cara de paletadas de maquillaje ideológico. A mí siempre me han parecido tipos de los que te puedes fiar poco, y pienso ahora en gente de nuestros días, como Federico Jiménez Losantos, Gabriel Albiac, Fernando Sánchez Dragó o Jorge Vestrynge, cada uno dando el giro en un sentido u otro, que eso viene a ser lo mismo, aunque es cierto que los que con la edad se radicalizan hacia la izquierda, como Valle-Inclán o Vestrynge, aparecen con menos frecuencia que el cometa Halley.

De cualquier forma, a mí unos y otros me inspiran recelo. El converso es ese tipo que, tras la particular epifanía en la que encuentra el camino de la verdad, se vuelve un intransigente que suele mirar con desprecio o, si hay suerte, con compasión a todos los infelices que no comparten sus ideas. Muchos son tan cargantes como esos exfumadores que se pasan la vida sermoneando a los que se niegan a abandonar el vicio. No es raro que los conversos se dirijan con tono sarcástico y burlón a los que piensan como pensaban ellos cuando eran jóvenes. Ni que intenten humillarlos en público si tienen ocasión. A veces se diría que quieren vengarse de sí mismos, de su yo del pasado, que ahora les parece un idiota inmaduro que les dejó en su expediente una mancha indeleble que deben arrastrar como un estigma vergonzoso. Quizá la mala baba que algunos se gastan solo sea la forma de canalizar el rencor que sienten hacia sí mismos.

Es una pena que no se den cuenta de que su cambio radical de ideología no impide que sigan siendo lo que siempre han sido: tipos que se desviven por imponer su pensamiento a los demás, sin importar demasiado si ese pensamiento es de un signo u otro. Si hubieran aprendido algo de sus errores pasados, deberían haber comprendido que tras el desengaño que uno siente cuando se separa de una ideología, la salida más airosa no es la traición ni el transfuguismo, sino el escepticismo y la renuncia. Pero hace falta algo de humildad para reconocer que si te equivocaste una vez, podría volver a sucederte.