Hoy
me apetece rescatar un clásico del humor por el que siempre he sentido especial
devoción:
En un psiquiátrico, un loco
se acercó a otro con aire misterioso y este, intrigado y expectante, se quedó
observándolo a ver por dónde salía. Había cambiado desde la última vez que se
habían encontrado en los pasillos del hospital. Nunca antes lo había visto con
un gorro de papel en la cabeza ni con la mano pegada al pecho.
–¿A que no sabes quién soy? –le preguntó el
loco del gorro de papel al otro.
–Pues no. Ni idea. Creo que nunca hemos
hablado ni nos han presentado.
–Yo soy Napoleón.
–¿Estás seguro?
–Claro que sí. Me lo ha dicho Dios.
–Eh, cuidado –objetó el otro–, no te inventes las cosas que yo no te he
dicho nada.
Esta
breve historia vendría a demostrar lo difícil que sería poner de acuerdo a dos
creyentes que han concebido la existencia de Dios desde perspectivas
diferentes, algo que no deja de suceder entre todas las religiones y la
multitud de sectas que conforman el inmenso collage
de la religiosidad. Y si eso os parece difícil, imaginaos el reto que supondría
intentar convencer a unos y a otros de la posibilidad de que todos ellos
estuvieran equivocados.
Por
eso, los que no creemos en ningún dios tenemos que resignarnos y conformarnos
con que los creyentes se tomen la religiosidad como algo íntimo y privado que
no nos implique ni salpique al resto. Los conflictos con los religiosos suelen
empezar cuando los creyentes intentan imponer sus ritos, costumbres y creencias
a los demás. A mí particularmente me da igual que haya gente que desfile en
procesión, que peregrine a la Meca o a Lourdes, que vaya a misa los domingos,
que descanse los sábados, que crea que las vacas son sagradas, que no coma
cerdo, que no aborte en ningún caso o que no haga dibujos de Mahoma. Lo que no
puedo tolerar es que intenten imponernos todo eso a los que no pensamos como
ellos. Porque llegados a ese punto, la cosa siempre acaba pasando a mayores. Hoy
sucede especialmente con los islamistas radicales que imponen sus leyes en los
territorios que controlan y con los alucinados –de acuerdo con que no son
todos– a los que les da por pensar que su Dios les ha ordenado que castiguen a
los herejes e infieles y se van a matar humoristas, dibujantes, escritores o
directores de cine. Los crímenes de Charlie Hebdo tienen antecedentes muy
recientes que están en la mente de todos, como el asesinato del cineasta Theo
van Gogh o la fatwua que condenaba a
muerte al escritor Salman Rushdie. Y sí, vale, entiendo que detrás de todo esto
de la yihad hay cuestiones políticas, económicas y sociales que hacen que el
problema no tenga solo una dimensión religiosa. De acuerdo. Pero usar la
religión como justificación de la barbarie y convertirla así en la munición con
la que se ejecuta a personas inocentes me parece tan reprobable e ilícito como
el uso de armas químicas o de armas de destrucción masiva.
Si
de momento no escuchas psicofonías dentro de tu cabeza ni piensas que Dios te
ha envidado ningún libro de instrucciones para convertir tu vida en la gymkana que te llevará al Paraíso, eso
que llevas ganado. Aunque no es bueno emocionarse, que la vida es larga y
ninguno estamos a salvo de la llamada de la divinidad. Bien lo saben los que
juegan la carta trucada del agnosticismo. Y es que la idea de Dios no nace de
la falta de inteligencia ni de la predisposición genética de ciertas personas
hacia lo trascendente, sino del miedo ontológico, de la angustia que nos
produce no saber qué cojones significa todo esto, de la cobardía para aceptar
que tenemos fecha de caducidad y que no seremos eternos. No solo miedo, algo de
vanidad debe de haber también en todo eso.
Por
cierto, si alguien piensa que he llamado locos a los creyentes, creo que se
equivoca al interpretar la historia. Sería como si os contara
la fábula de la zorra y las uvas y me acusarais de estar llamándoos zorras, o
si pensarais que os estoy llamando cerdos por referir el cuento de los tres
cerditos. De cualquier forma, si la creencia en Dios fuera algún tipo de
locura, los creyentes no tienen por qué preocuparse. Se trataría de una patología
muy extendida y perfectamente aceptada por la sociedad. Hasta tal punto que han
conseguido que los que no pensamos como ellos parezcamos los raros.