lunes, 16 de junio de 2014

Crónica de la coronación de su majestad Felipe VI

(Curioso e insólito ejercicio literario de analepsis y prolepsis, simultáneas.)

Voto a Dios que me espanta esta grandeza…
Miguel de Cervantes

Pues sepan vuestras mercedes que estuve en el reino de España los días pasados, y fue justo en esos días que tuvo lugar la proclamación y coronación del nuevo rey, el que llaman ya Felipe VI en todos los rincones del orbe. Hallábame de paso en tierras españolas y tuve la fortuna de vivir de cerca unos acontecimientos de los que quiero dejar constancia por escrito pues podría ser que alguien halle en ellos algo que le agrade.

Para los que no tengan conocimiento de los últimos sucesos acaecidos en España, diré que el rey Juan Carlos I, rey otrora muy querido por sus súbditos y al que deseo que Dios dé salud durante muchos años, abdicó en su hijo Felipe, heredero legítimo desde su nacimiento, porque, aun siendo el tercero en la cuenta de los vástagos reales, fue el primer varón, que así está dispuesto y ordenado en el sagrado libro de la Constitución Española, ese que todos los herejes se empeñan en injuriar y ultrajar como si fuera libro de los de condenar a la hoguera. Estos mismos malnacidos son los que dicen que fueron los escándalos de corrupción y latrocinio de algunos de los parientes del rey los que dieron al traste con el próspero y glorioso reinado del nieto de Alfonso XIII, y eso cuando no lo achacan a las cacerías de elefantes, pasatiempo tan vistoso para un monarca como antipático para el pueblo inculto y soez. Y no podré yo rebatir las injurias por carecer de pruebas que no están a mi alcance, mas a cualquier cristiano bienquisto se le alcanza que fueron los achaques de la edad y el buen juicio del monarca los que le llevaron a abdicar en favor de su hijo, que, Dios mediante, será el rey que la corona española necesita para enfrentarse a las adversidades de los procelosos tiempos presentes, como otrora hiciera su progenitor en la incertidumbre de aquel periodo convulso que hoy los cronistas han dado en llamar transición.

Los actos del día de la proclamación dieron comienzo en el Palacio de la Zarzuela, donde aconteció el encuentro entre el rey cesante y el heredero, y al que acudieron, además de la futura reina, los consejeros áulicos, los chambelanes, los senescales, los secretarios, los palafreneros, los edecanes, los bufones, los seguratas y demás servidumbre de palacio. En el acto, el rey Juan Carlos I hizo entrega a su hijo del fajín de Capitán General de los ejércitos de España. Y fue un momento solemne y damos gracias a Dios de que todo saliera según el protocolo ensayado durante varios días, que el rey anciano no tropezó, como es su costumbre, ni mandó callar a nadie.

Y así fue como, investido de tal dignidad y engalanado con el uniforme del Ejército de Tierra, el heredero salió de palacio en dirección a las Cortes y en compañía de la futura reina consorte y de sus hijas, de todo el cortejo real y de dos millares de guardias y alabarderos a los que las horas extras les iban a venir pintiparadas para las inminentes vacaciones estivales. A la hora prevista y siguiendo rigurosamente el protocolo, el príncipe arribó al Congreso y ascendió por la escalinata que custodian dos leones de bronce con sendas bolas bajo sus zarpas.

Tras el recibimiento en el Salón de Pasos Perdidos, el futuro rey, con gesto serio y porte gallardo, entró en el hemiciclo con una admirable mezcla de prosopopeya y sencillez, que bien pudiera ser la seña de identidad de un monarca que ya apunta estilo propio, aunque los más optimistas lo prevén insulso y aburrido, y se dirigió hacia el espacio reservado para el acto de la proclamación en el Salón de Sesiones.

No estaba su padre entre los presentes, que el anciano monarca había decidido no asistir a la ceremonia, bien por no restarle protagonismo al nuevo rey, bien porque hubiera quedado con alguna de sus amantes aprovechando que el palacio se quedaba vacío, que en este punto los tertulianos no acertaron a ponerse de acuerdo. Mas sí asistieron la egregia reina madre y la infanta Elena, que nada más ver a su hermano empezó a bailar el waka waka. La otra infanta ni estaba ni se la esperaba, que en gran medida era ella responsable de aquella precipitada abdicación. Y no por los escándalos y corruptelas de la que la acusaban los villanos en los mentideros de Internet, sino porque era su cónyuge, el duque Empalmado, el que había hecho envejecer al monarca de manera prematura e ineluctable por los innumerables disgustos que le había dado.

Ante la corona y el cetro, y frente a los diputados, senadores y demás dignidades del reino de España, el nuevo rey prestó juramento de desempañar con denuedo y responsabilidad sus funciones, y de guardar y hacer guardar la Santa Constitución Española, y de respetar los derechos de los súbditos de los diferentes territorios del reino. Luego pronunció una breve alocución el presidente del Congreso para inmediatamente devolverle la palabra al nuevo monarca, que sorprendió a la concurrencia diciendo algunas frases en las lenguas vernáculas del reino, y emocionó a los asistentes y a los televidentes con un discurso cuyo contenido me ahorraré por que no se me acuse de prolijidad.

La ceremonia concluyó con un recorrido en olor de multitudes por las calles de la capital del reino. La carroza real, custodiada por los dos mil albarderos y antidisturbios armados hasta los dientes, se dirigió al paseo del Prado para llegar a la Cibeles y marchar por la calle Alcalá camino del Palacio Real. Los pocos huecos que dejaban los dos mil alabarderos y antidisturbios fueron ocupados por súbditos forofos y entusiastas que agitaban innumerables banderas. Algún tertuliano televisivo dijo, no sin mala baba, que de tantas oriflamas rojigualdas tenía la culpa el mundial de fútbol, y que los españoles habían decidido salir a ondearlas el día de la proclamación por mor del descalabro de la selección, que estaba visto que esta vez no íbamos a llegar ni a cuartos.

Y aunque el que esto escribe no pudo asistir en primera persona a los acontecimientos que aquí refiere, sí es cierto que pude gozar de su retransmisión a través de la pantalla de mi teléfono móvil mientras esperaba un avión para regresar a Alemania, pues, aunque soy natural de un pueblo de la Mancha, llevo ya unos años viviendo en tierras teutonas, donde tuve que marchar en busca de mejor fortuna, que lo que mi patria me ofrecía, por ser hombre versado en el conocimiento de la ciencia y los ingenios técnicos, era pasar hambre o servir jarras de sangría a los anglosajones ebrios que invaden durante la canícula las playas del levante español. Por evitar circunloquios innecesarios concluiré diciendo que es mi profesión la de ingeniero.

Y esto fue en el día diecinueve de junio del año del Señor de MMXIV, a la sazón Día del Corpus Christi, en la villa y corte de Madrid. Dios bendiga a los Borbones. Amén.

Vale.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen trbajo paisano, falto algo sobre que otros pedian la abdicacion total del reino por que quedara constancia legada. Candi

Félix Chacón dijo...

Supongo que el narrador y protagonista solo cuenta lo que le interesa, como la mayoría de la prensa de este país.

Félix Chacón dijo...

Bueno, se podría decir que al menos en un 95% clavé la crónica de la coronación, y la escribí el lunes. Nada inesperado (bostezo).

Félix Chacón dijo...

La verdad es que yo no adiviné el futuro. Me leí las noticias en las que contaban cómo se llevaría a cabo la proclamación y supuse que se desarrollaría sin incidentes, totalmente previsible y aburrida, como así fue. Pero para imaginarse eso no había que ser Rapel. No creeré en la adivinación hasta que alguien no me diga los números de la Primitiva de la semana que viene o el resultado de todos los partidos de liga de una semana. Sinceramente, un poco de vergüenza ajena me da que la gente crea en esas cosas.