viernes, 28 de marzo de 2014

El suicidio de mi tesis doctoral

Hace unos quince años anduve elaborando un proyecto para mi tesis doctoral. Y supongo que las semanas que estuve dándole vueltas en mi cabeza y las dos tardes que pasé redactándolo lo tuve que hacer emocionado y dispuesto, condiciones muy necesarias para aventurarse en algo así. Se lo presenté a Fanny Rubio y estuvo de acuerdo en ser la directora de mi tesis. Recuerdo que se entusiasmó con el tema que propuse –aunque ahora que lo pienso puede que no fuera para tanto; era entusiasta por naturaleza–, aunque luego, antes de darme el sí, se puso seria y me preguntó si sabía dónde me estaba metiendo, si comprendía que una tesis requería mucho esfuerzo y dedicación, si estaba dispuesto a darme en cuerpo y alma a aquel proyecto. Le dije que por supuesto y a continuación, inconsciente y feliz, me fui corriendo a apuntarme a los cursos de doctorado.

No sabría decir a cuántas clases asistí. Tres o cuatro probablemente. Solo recuerdo dos. Dos y un trágico epílogo. Una de las clases que recuerdo fue con Marina Mayoral. Creo que la asignatura que nos iba a impartir era sobre el cuento en el siglo XX o algo así. En la primera clase nos dijo que en aquella asignatura nos dedicaríamos a analizar las técnicas narratológicas y los recursos expresivos propios del cuento actual, algo que no me hubiera parecido mal si no hubiera añadido que el objeto de nuestros análisis serían los cuentos que ella misma había escrito. Exclusivamente. Y esto lo dijo, sin ningún pudor, poniéndonos delante un libro de relatos que lucía en la parte superior el nombre de la autora, que no era otra que ella misma. No tardó en ponerse a leer un fragmento para comentarnos a continuación lo genial que había estado la autora, ella misma, a la hora de utilizar tal o cual recurso o de elegir con gran acierto esta o aquella estructura narrativa, etcétera. No podía dar crédito. No sabía si aquello era arrogancia o desesperación. Puede que simplemente estuviera frustrada por no tener muchos lectores y buscara a la desesperada una forma de animar las ventas.

La otra clase que recuerdo fue la última a la que asistí. Fanny Rubio, la misma que iba a dirigir mi tesis, se encargaba de darnos un curso sobre historia del periodismo español, una asignatura que me parecía muy interesante porque era un tema que apenas había tratado en la carrera. Además me gustaban mucho las clases de Fanny Rubio y era una reconocida experta en aquella materia. El problema que tenía Fanny Rubio es que a veces era un poco anárquica, errática y digresiva. No era algo que me molestara. Siempre me han gustado los paréntesis y las notas a pie de página, y los pensamientos que te llevan de un sitio a otro hasta que pierdes la ruta y no sabes ni adónde te diriges. Con Fanny Rubio era normal estar hablando de Fernando de Rojas y terminar comentando un estribillo de Joaquín Sabina. En aquella ocasión la exposición, que supongo que versaba sobre los inicios del periodismo español, desembocó por arte de birlibirloque en Antonio Gala, que por entonces había publicado varias novelas y estaba muy de moda. No sé por qué Fanny quiso saber qué pensábamos de sus novelas. Yo, que me había interesado por el fenómeno, acababa de leer La pasión turca. En aquellos tiempos todavía me esforzaba por terminar los libros que me disgustaban y este se me hizo especialmente tortuoso. Tan malo me parecía que lo rebauticé con el nombre de La tortura china. No tenía nada contra Gala. Me gustaba, por ejemplo, leer sus artículos, pero como novelista pensaba que no valía un pimiento, sobre todo porque todos sus personajes hablaban de una forma sofisticada y artificiosa, que no era ni más ni menos que la forma sofisticada y artificiosa con la que hablaba él. No sé por qué no metí mucha baza en aquel debate, que yo soy bocazas por naturaleza y me cuesta mucho morderme la lengua. El caso es que me aguanté, les dejé hablar y mis compañeros, que no serían más de siete u ocho, llegaron a la sorprendente conclusión de que era un novelista estupendo. Fue entonces cuando sucedió la tragedia. Escuchamos ruidos, carreras, no sé si algún grito y salimos del despacho en el que nos daban la clase a ver qué pasaba. Pronto lo supimos: un muchacho se acababa de tirar desde una de las plantas más altas del edificio.

Me asomé por una ventana y vi su cuerpo exánime estrellado sobre el techo voladizo del acceso principal. Estábamos en el edificio B de Filosofía y Letras de la Complutense, al que, cariñosamente, llamábamos la caja de cerillas, un edificio alto del que era difícil sobrevivir a poco que uno se esforzara en elegir la altura adecuada. Ver a un suicida me hizo pensar en mi propio suicidio. Lo primero que se me ocurrió fue un brochazo de humor negro. Pensé: “Chaval, no sé por qué has decidido acabar con tu vida. Al fin y al cabo tú no has tenido que escuchar lo que acaban de decir estos sobre Antonio Gala.” Entonces me puse a pensar en la engreída de la Marina Mayoral, en lo mal que lo había pasado leyendo La tortura china y en los compañeros cretinos que me habían tocado en suerte en los cursos de doctorado. Lo que vino después no supe o no quise evitarlo. Ni yo mismo lo sé. Dejé que mi tesis doctoral se arrojara por aquella ventana y no hice nada para impedirlo. La vi caer junto al cadáver de aquel pobre muchacho y me fui de allí sin despedirme de nadie.

Durante mucho tiempo me conté a mí mismo esta historia para convencerme de que una serie de circunstancias y signos agoreros inequívocos me habían disuadido de mi empeño de ser doctor. Ahora comprendo que no hice el doctorado ni nunca empecé mi tesis porque realmente no quería hacerlo. Estuve unos años más engañándome a mí mismo, diciéndome que en cualquier momento retomaría el proyecto. Luego pensé que aquel tema que había pensado para mi tesis ya no me entusiasmaba como antes. Finalmente me dije que solo haría el doctorado cuando encontrara un tema genial que me apasionara lo suficiente para hacer ese sacrificio. Ahora sé que ese tema no existe, que no hay nada que me atraiga de esa manera, que los que se especializan en algo me recuerdan a aquel trágico asno de Nietzsche, que arrastraba un peso que no podía llevar ni arrojar. Me gustan demasiadas cosas y sería incapaz de centrar mi atención solo en una. Y estoy convencido de que si alguna vez encontrara el tiempo suficiente para hacer un doctorado, terminaría malgastándolo escribiendo alguna novela o lo dedicaría a leer por fin, desde el primero al último, todos los Episodios nacionales de Galdós.

Supongo que a esto es a lo que se llama madurar.

sábado, 8 de marzo de 2014

Quedada

Esto de las movilizaciones ha llegado a normalizarse tanto que ya se queda para las manifestaciones como para unas fiestas patronales. El otro día intentaba buscar una fecha para quedar en Madrid con unos amigos que hace tiempo que no veo y salió la fecha del 22 de marzo. Nos venía genial y además coincidía con las Marchas de la Dignidad. De vicio. Son muchas las manifestaciones y huelgas que he compartido con estos amigos y la vida nos brindaba una oportunidad más para volver a disfrutar de ese derecho democrático que nos permite expresarnos libremente en las horas que nos digan y por las calles que dispongan los organizadores de festejos del Ayuntamiento. Si hace bueno, seguro que lo pasaremos fenomenal. Siempre me ha encantado pasear por Madrid y así, en estas manifestaciones multitudinarias, da gusto. Con las calles cortadas, como en los desfiles y en las procesiones, y sin que nadie se extrañe de que vayas cantando y gritando ripios en contra de los corruptos que nos gobiernan. Llevaremos silbatos para hacer más ruido y seguro que habrá tambores. Estas manifestaciones ya no son nada sin sus buenas charangas y batucadas. Al final del paseo, una vez saciado nuestro apetito reivindicativo, nos iremos de allí enseguida, que estas marchas son muy pacíficas pero al final siempre se lía. Porque hay alguien que quiere más o porque hay alguien que ya ha tenido suficiente, eso depende. Cuando es alguien que quiere más, suele ser algún cafre que, no contento con llevar un buen rato llamando hijos de puta a los policías, empieza a arrojarles piedras u otros improvisados proyectiles. Cuando es alguien que quiere menos, ese alguien suele ser de la policía, que también son personas, y tienen familia, y aficiones, y ganas como todo hijo de vecino de tener un sábado libre, y puede que a veces también terminen hartos de que les griten hijos de puta, que es mentira que lo sean. Cansadas están las putas de decir que ellas no los han parido. En fin, a lo que iba, que por lo que sea algunas veces los polis ya no pueden más y dan la orden a los agentes de paisano infiltrados en la manifa para que la líen y así tener una excusa para cargar, que si es la policía la que empieza a dar palos siempre hay algún tiquismiquis por ahí que pone alguna pega. Pero a esas alturas de la fiesta nosotros ya nos habremos ido y estaremos por ahí tapeando en alguna tabernita madrileña o zampándonos algún menú asequible. Por suerte, los que hemos quedado ese día mal que bien tenemos trabajo y podemos salir sin contar la calderilla un par de días al mes, y hasta permitirnos el lujo de hacer dieta de forma voluntaria si se nos antoja. En la sobremesa, echaremos un vistazo a la prensa digital para saber si ha habido palos o para echarnos unas risas con las cifras de asistentes que darán los diferentes medios. Seguro que con la de La Razón nos descojonaremos. Por la tarde, para redondear el día, a lo mejor vamos a ver alguna exposición, o a dar una vuelta por las tiendas del centro de Madrid para ver todas esas cosas que no podemos comprarnos. Va a ser un día genial, y no será raro que en la próxima convocatoria multitudinaria, ya sea marcha de la dignidad o marea del color que sea, volvamos a quedar. Yo que vosotros me apuntaba, que seguro que va a molar.