De
esas veces, ya sabéis, que se te junta todo. Porque tienes la casa patas
arriba, la compra sin hacer y dos bombillas que cambiar. Y tienes además que
llamar al técnico para que te arregle la bomba de calor, que murió hace un par
de días. La visita al banco la llevas retrasando un par de semanas y deberías
ir cuanto antes si no quieres que se te pase la fecha. Un colega tuyo espera
que le llames porque le prometiste que le ibas a ayudar a no sé qué una de
estas tardes. Pero tienes un montón de curro atrasado, que parece que cría y se
multiplica: temas que preparar, libros que leer, exámenes que corregir… Para
colmo, tu madre te llama y te dice que tienes que pasarte a verla porque le
tienes que cambiar unos enchufes y colocar no sé qué mueble. Cuelgas el teléfono
y el gato te dice miau. Te recuerda que hace al menos diez días que deberías haberlo
llevado a que lo vacunaran.
Me
suele pasar entonces una cosa curiosa: me bloqueo, me descoloco, me siento
desconcertado y no sé por dónde empezar. Y me dejo caer en el sofá, dando
gracias al cielo por no tener hijos. Enciendo la televisión y me pongo a zapear
haciendo un tour absurdo por la ruta
de la TDT, tan rápido que no llego a enterarme bien de lo que dan en ninguna
cadena, hasta que encuentro la mayor basura, la que menos exija pensar, a ser
posible algún deporte, y me dejo llevar por la imparable y sinuosa corriente
del tiempo.
Supongo
que ahora estoy en una de esas veces, aunque no por el curro atrasado ni por
las tareas domésticas ni por los compromisos ineludibles. Me pasa con toda esta
mierda que me rodea, un país inundado de
mierda hasta los bordes en el que hay tanto que hacer, tantos frentes abiertos, tantas
ignominias que combatir que desde hace más de un año me siento bloqueado,
descolocado, desconcertado, sin saber por dónde empezar.
Mis
momentos de bloqueo por asuntos domésticos pueden durar uno o dos días, pero
siempre terminan de manera abrupta, intempestiva, cuando comprendo que me voy a
meter en un lío, que las tareas me siguen esperando y que va a ser peor si no
hago nada. Es entonces cuando arrojo el mando de la televisión donde no pueda
encontrarlo, me incorporo decidido, con energías renovadas, y de forma ordenada
y planificada resuelvo todos y cada uno de los problemas que me habían tumbado.
Por
esto es por lo que pienso que en cualquier momento saldré de mi letargo y haré
algo.