martes, 25 de junio de 2013

Qué mal pensado está el cuerpo

El cuerpo es un lastre. No digo que para todo el mundo, pero sí para los que no damos pie con bola en ningún deporte y no tenemos ni un ápice de voluntad para hacer dietas u otros sacrificios saludables.

Tengo la misma relación con mi cuerpo que la que tenía Koji Kabuto con Mazinger Z. Como Koji, voy subido en la cabeza de la máquina y desde ahí intento manejarla con la pericia de la que soy capaz, que no es mucha. Las similitudes entre mi cuerpo y Mazinger están más cogidas por los pelos, como no sea por la torpeza de mis movimientos robóticos y ortopédicos.

No es que yo rechace el cuerpo ni mucho menos, que nada tengo que ver con los ascetas, los místicos, los hare krishna y toda esa gente. Los placeres del cuerpo, por ejemplo, me resultan muy apetecibles, y no me importa confesar mis frecuentes recaídas en los pecados de la gula y la lujuria. Lo que me fastidia es el esfuerzo y el tiempo que conlleva su mantenimiento. Como me puede gustar ir en coche y, sin embargo, disgustar profundamente tener que limpiarlo o ir a pasar la ITV.

Mi cuerpo además me castiga si no le hago caso. Ahora estoy con un problema de motricidad en los brazos, una especie de adormecimiento que tiene que ver con los nervios. Es la falta de ejercicio y las muchas horas que le dedico al ordenador y a aficiones tan sedentarias como la lectura. De siempre he tenido problemas de espalda, que es donde está el origen de esta nueva dolencia. Mi médica me quería mandar al especialista, pero le he pedido unos días porque creo que sé lo que necesito. De hecho, ya estoy mejorando. Solo he tenido que ponerme a hacer ejercicio cada día. Un suplicio. Hacer deporte en solitario me aburre soberanamente. Y no, no me hace sentir nada bien. Envida cochina es lo que me provoca toda esa gente que dice que se siente mejor después de hacer deporte. A mí me da flato y agujetas y, si me descuido, esguinces.

Ojalá hubiera valido para hacer deportes en equipo o en grupo, que es la forma más entretenida de mantenerse en forma. Pero desde mi más tierna infancia me han rechazado una y otra vez hasta quitarme las ganas de volver a intentarlo. Todavía me acuerdo de los momentos previos a los partidos de fútbol en los que participaba cuando era pequeño. Los líderes de cada equipo se peleaban por mi culpa, que no por mí. Nadie quería tenerme en sus filas y todo el mundo le hacía ofertas a los contrincantes para convencerlos de que me fuera con ellos. Algunas veces llegaron a ofrecer hasta dos o tres jugadores más si yo iba en el lote. Y una vez hubo unos que ofrecieron al otro equipo jugar sin portero si yo no iba con ellos. Y eso, aunque tengas un sentido del humor a prueba de bombas, traumatiza lo suyo.

De mayor he vuelto a hacer algunos intentos de jugar en grupo. Los resultados no han sido tan humillantes, pero sí igual de decepcionantes. En los últimos tiempos lo he intentado con el pádel y he llegado a jugar de forma intermitente con mucha gente. A todos les digo que me llamen si necesitan una pareja. Quitando a mi primo Javi –que se merecería estar en los altares por ser la única persona que siempre se acuerda de mí en estos lances– nunca me ha llamado nadie. Y lo comprendo. Soy consciente de que en los deportes los hay malos, los hay peores y luego voy yo.

También es verdad que hacer deporte requiere cierta regularidad y a mí siempre se me ocurren infinidad de cosas interesantes antes que irme a correr, a nadar o a montar en bici. Y si hace frío porque hace frío, y si hace calor porque hace calor. Como en estos momentos, que probablemente estoy escribiendo esto para no salir a correr o para al menos retrasarlo en la medida de lo posible.

Tendré que salir si no quiero terminar totalmente agarrotado. El cuerpo es un tirano cruel y no perdona. Pero no quería hacerlo antes de darme el gustazo de ponerlo a parir.

Y es que el cuerpo, como es harto evidente, está muy mal pensado. Otro día os hablaré de las resacas, los michelines, las legañas, la cera de las orejas, el tufo a sobaco, los pedos, las diarreas y todo ese montón de detalles escatológicos que siempre me han hecho dudar de que el ser humano sea el ser más perfecto de eso que algunos han dado en llamar la creación.

lunes, 17 de junio de 2013

Cuentos con moraleja: La epidemia en alta mar

Hoy toca un chiste que le escuché muchas veces a mi padre cuando era pequeño:

En un barco que realizaba una larga travesía por el océano se declaró una epidemia de peste. Estaban muy lejos de cualquier costa y lo intentaron todo para frenar el contagio. Aislaron a todos los enfermos, alejaron a la tripulación y a los pasajeros de las zonas afectadas, y mandaron arrojar por la borda los cadáveres. Pero todo fue en vano. Las camas que dejaban libres los muertos que engullía el mar pronto eran ocupadas por nuevos enfermos.
            Llegó un momento en que la situación se volvió tan crítica que empezaron a perder toda esperanza. Solo era cuestión de tiempo que todos acabaran muertos. Estaban muy lejos de su destino y la epidemia se propagaba a toda velocidad.
            Una noche accedieron a la bodega del barco y empezaron a beber con desesperación. Se montó una juerga increíble a la que se unieron incluso los miembros de la tripulación. Se cogieron una borrachera de órdago, casi como si prefirieran morir de un coma etílico que postrados en una cama padeciendo los tormentos de la peste.
            Ya bien entrada la noche, dos de los pasajeros que regresaban a sus camarotes intentando acompasar el bamboleo de la borrachera con el del barco descubrieron a otro pasajero caído en mitad de la cubierta y totalmente exánime. Cuando se disponían a ayudarlo, tuvieron un presentimiento. No sabían si aquel hombre estaba así por culpa del alcohol o de la peste. Así que llamaron al médico.
            El médico, totalmente curda y visiblemente molesto porque habían ido a avisarle, se acercó al hombre y certificó su muerte.
            –La peste –dijo–. Arrojadlo al mar.
            Los hombres, aunque con cierto reparo, tuvieron que obedecer al hombre. Levantaron el bulto y se acercaron a la barandilla. Justo cuando se disponían a dejarlo caer a las frías aguas del océano, el hombre reaccionó. Totalmente alarmado se esforzó por vencer los síntomas de la borrachera y se dirigió a ellos articulando las palabras a duras penas:
            –Eeeeh, ¿pero qué hacéis?, ¿estáis locos?, ¿pero no veis que estoy vivo?
            Los dos hombres, con ojos estrábicos y sonrisa sardónica, le miraron como si fuera un imbécil que no sabe lo que dice y justo antes de arrojarlo al agua le dijeron:
            –¿Pero tú te piensas que vas a saber más que el médico?


La misma reacción que esos dos buenos hombres es la que tiene en este país la prensa de derechas. Da igual que vean que el número de parados bate todos los récords, que los comedores sociales están a reventar, que millones de personas no pueden hacer frente a sus hipotecas o que los jóvenes tienen que huir al extranjero para encontrar trabajo. Sale el ministro Cristóbal Montoro –que tiene un doctorado en Ciencias Económicas pero que a lo mejor está borracho o gagá– dice unas palabras más o menos huecas y ya tienen el titular que buscaban: Montoro garantiza que España «está saliendo de la crisis».

Ni que decir tiene que somos nosotros los que caemos por la borda en la oscuridad de la noche y de cabeza hacia las frías aguas del océano.