Recuerdo
que fue en clase de Religión cuando comprendí lo peligrosas que podían ser las
palabras. Tenía yo entonces once o doce años y un profesor de doctrina
cristiana totalmente obtuso que nos obligaba a aprendernos el libro sin cambiar
ni una coma y sin entender casi nada. Catolicismo en estado puro. Por eso no me
atreví a pedirle una explicación cuando nos tropezamos con las virtudes
teologales y en mi cabeza se produjo un cortocircuito. Las virtudes teologales
venían a ser la alternativa a los pecados capitales y creo recordar que se
formulaban así: contra soberbia, humildad;
contra lujuria, castidad, etcétera.
No sé si yo entonces entendería palabras como lujuria o castidad y no
creo que aquel profesor pacato y simple se atreviera a explicarlas, pero no suponían
ningún problema porque en aquella clase estábamos acostumbrados a memorizar
oraciones y oraciones, de las dos, sin preguntarnos qué demonios podían significar.
El cortocircuito lingüístico apareció en mi cabeza cuando llegamos a aquella
virtud teologal que decía: contra pereza,
diligencia. Podía aceptar el uso de palabras raras en un contexto del que ya en aquella edad temprana empezaba a
recelar, pero aquello era totalmente absurdo. Yo sabía lo que era una
diligencia porque había visto muchas películas del Oeste y no podía evitar, cada
vez que recitábamos las virtudes teologales y llegábamos a la diligencia, ver en mi cabeza un coche de
caballos atravesando el desierto mientras sus pasajeros rezaban para que no les
asaltaran los bandidos ni les arrancaran el cuero cabelludo los sioux.
No
sé cuándo aprendí que la palabra diligencia
también significaba prontitud y prisa en la ejecución de alguna tarea. No fue
con aquel profesor. Eso seguro. Me acordé de esta historia mucho tiempo después,
cuando empecé a estudiar semiología y comprendí lo arbitrarios que son los
signos lingüísticos y lo frágil que es la relación entre el significante y el
significado, y entre estos y aquello a lo que se refieren. Incluso las palabras
cuyos significados se pueden dibujar y representar mediante iconos crean en cada
una de nuestras cabezas una imagen distinta aunque aproximada. Quiero decir que
si dos personas leyeran en un libro que había
una mesa vieja de madera en un rincón de la habitación y ambas dibujaran
aquella mesa en aquella habitación seguro que los dibujos no serían exactamente
iguales. Y si eso sucede con palabras tan sencillas como mesa, vieja, rincón y habitación, podemos hacernos una idea de la magnitud del problema
cuando nos enfrentamos a palabras abstractas como soberbia, humildad, lujuria o castidad. Las palabras abstractas no se pueden dibujar. Si quiero representar el amor y dibujo a una pareja de enamorados que se besan, no estoy dibujando el
amor, sino una de sus manifestaciones. Las palabras abstractas lamentablemente
solo se pueden explicar con otras palabras que en muchas ocasiones también son
abstractas. No creo que todos entendamos lo mismo al leer que el amor es un “sentimiento
intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y
busca el encuentro y unión con otro ser”. Porque no las tendrían todas consigo los
que hicieron el diccionario cuando, después de esa definición, escribieron esta
otra: “Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que,
procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía
para convivir, comunicarnos y crear”. Y estas son solo las dos primeras definiciones
de las catorce que aparecen en el DRAE.
Últimamente
he estado pensando en esto porque observo que mis alumnos, cuando no entienden
una palabra, en lugar de consultar su significado en el diccionario, se
inventan otro que normalmente es un absoluto dislate. Supongo que están acostumbrados
a los cortocircuitos mentales y a las ideas absurdas e incomprensibles y por
eso no se extrañan. A veces imagino sus cabezas llenas de diligencias que
atraviesan el desierto, de bandidos que las asaltan, de sioux que arrancan
cabelleras y de soldados del Séptimo de Caballería que intentan poner orden en
ese caos. Luego pienso en todas esas personas que ya ni siquiera estudian, que
tienen un vocabulario paupérrimo y que nunca se han molestado en buscar el
significado de una palabra en el diccionario. Siento entonces algo inefable,
entre una pena enorme y cierto miedo ontológico. Porque no sé qué puede
entender toda esa gente si incluso las personas con mayor caudal léxico y más
formación vemos mundos totalmente diferentes por culpa de una herramienta de comunicación
tan imperfecta e inconsistente como el lenguaje. Ya no estoy seguro de que
todos entendamos lo mismo cuando escuchamos términos como sociedad, ciudadano, democracia, futuro, solidaridad, educación, política, corrupción, economía, mercado, terrorismo, guerra, fascismo, nación, liberalismo, genocidio, religión o libertad, y no solo por la polisemia o por las connotaciones de las
que inevitablemente se van cargando las palabras, sino porque sus significados denotativos son borrosos y discutibles.
Termino
este texto con cierta sensación de impotencia y con el presentimiento de que
muchos no lo entenderán. Ni yo mismo puedo estar seguro de haber dicho lo que
hubiera querido decir.
2 comentarios:
Te entiendo perfectamente (o eso creo). Se supone que el lenguaje debería expresar nuestra realidad con más sencillez. Pero como tú has dicho, la mayor parte de las palabras son abstractas, llevando consigo la posibilidad de otras tantas ideas...
Es complicado, y muy muy curioso. Hay que tener cuidado, porque podemos perdernos buscándoles el sentido.
Un buen artículo para un bonito día.
Saludos. ^^
Lo de "o eso creo" me hace pensar que puedes haber entendido algo ;-)
Un saludo.
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