Cuando hace años, joven e ingenuo, me
preguntaba por qué las compañías discográficas normalmente apostaban con todo
su arsenal publicitario por grupos bisoños para adolescentes con dos dedos de
frente, leí que los estudios de mercado habían llegado a la conclusión de que
musicalmente solo éramos influenciables hasta los 23 o 24 años. Es decir, que
después de esa edad podías sentirte atraído por grupos y artistas nuevos
siempre que estos tuvieran algo que ver con los que te gustaban antes.
Semejante descubrimiento no solo me sirvió
para comprender el comportamiento de las casas discográficas, sino el de mucha
gente que a partir de cierta edad congela su mundo y se vuelve impermeable a
las novedades: los que se niegan a utilizar las nuevas tecnologías, los que no
quieren saber qué es un smartphone o los que no se han acercado nunca a ver qué
es eso de Facebook o Twitter y lo rechazan sin haberlo probado… A mí me
recuerdan a los abuelos que en mi juventud se negaban a usar el mando a distancia
de la tele y nunca querían aprender cómo funcionaba el “vidrio”. Pero no hablo
solo de viejos. Conozco treintañeros con estos mismos síntomas. Y no me refiero
solo al desfase tecnológico, que tampoco soy yo un fanático de las nuevas
tecnologías, sino a estar en el mundo, a formar
parte de. Porque ahora, nos guste o no, el mundo es en gran medida virtual,
y la gente que no participa de esa otra realidad vive un poco fuera de él,
extramuros. Puede que más tranquilos, pero también más aislados y marginados,
algo así como los que en otros tiempos eran analfabetos y no se enteraban de lo
que publicaban los periódicos. Estar en el mundo requiere un esfuerzo. Incluso
a los que intentamos no perderle el paso a veces nos cuesta seguir su ritmo. Hace
unos días leía que recientes estudios habían revelado que para los jóvenes las
redes sociales son una parte de su vida, tan real como salir de botellón con
los amigos, mientras que para los mayores que las utilizan no dejan de ser una
herramienta más, más o menos útil, más o menos entretenida, pero simplemente
una herramienta.
Estos días le daba vueltas a todo esto al
darme cuenta de que muchas de esas personas que se consideran progresistas,
esos que querrían echar a patadas al rey para que volviera la república, que piden
cada día que se cambie la constitución y se resetee el estado democrático, que
reclaman que de una puta vez el estado sea absolutamente laico, que creen que
la gente debería dejar de creer en supersticiones y desterrar de su cabeza
todos los dislates de las doctrinas religiosas, todos esos, digo, tal vez no
sean tan progresistas como piensan y aparentan. Puede que solo se dediquen a
mantener las ideas que incubaron durante sus años de juventud. Porque son
muchos de esos progres los que ponen el grito en el cielo por algo tan estúpido
y baladí como que la RAE haya cambiado tres o cuatro normas ortográficas. Ahí
los tienes diciendo todo ufanos que ellos se pasan por el culo lo que diga la
puñetera RAE, que van a seguir poniéndole tilde al solo, y al este, al ese y al aquel, y a guion, aunque
no tenga ningún sentido porque es un diptongo, y no van a consentir que nadie
en su presencia llame ye a la y griega, etcétera, etcétera. ¿Y todo
eso por qué? ¿Porque son unos rebeldes que se enfrentan a la dictadura
lingüística de la RAE? ¿Es que acaso pone multas al que incumple sus normas? ¿O
es que es una de las pocas transgresiones que uno se puede permitir sin que le
castiguen?
Supongo que no se dan cuenta de que lo que
ellos exhiben como rebeldía no es más que conservadurismo puro y duro, porque
las reglas ortográficas que defienden también las puso la RAE, la de hace años.
Las normas ortográficas son convencionales y da lo mismo que sean unas u otras
mientras haya algunas, que no hay usuario de una lengua más inconsciente que el
que no respeta ninguna. Lo curioso del caso es que las nuevas normas tienden a
la simplificación y son más fáciles que las anteriores. ¿No resulta ilógico
rebelarse cuando te ofrecen normas más simples? Si tan rebeldes se imaginan los
que desobedecen las últimas indicaciones de la RAE, ¿por qué no cuestionan, por
ejemplo, la pervivencia de la puñetera e inservible hache? Rebeldes y
progresistas son los alumnos de primero de la ESO, que, como vienen frescos, todavía
no tienen la cabeza taponada por costumbres y prejuicios y darían cualquier
cosa por poder eliminar la hache, poner bes en todas las uves, usar la jota
como Juan Ramón Jiménez, y poder escribir casa
y queso con ka, y cerdo y cinta con
zeta. Y yo, que siempre he respetado las normas ortográficas y que a lo mejor
sí soy un progre de verdad, no dudaría en darles la razón si no supiera de
antemano que la mayoría de vosotros os negarías aceptarlo.