sábado, 21 de diciembre de 2013

Patio de colegio

Si no trabajara con adolescentes, tal vez no recordaría la intensidad que tenía todo aquello. En los años de la adolescencia todo se magnifica. Las experiencias están nuevas, a estrenar, y cada mirada, cada comentario, cada desaire, cada insulto, cada beso, cada roce puede dar lugar al momento más maravilloso de una vida o al drama más terrible. En el mundo de los adolescentes todo está sobredimensionado por el deslumbramiento de la novedad. Yo no sé las innumerables aventuras y desventuras que pueden vivir mis alumnos de doce o trece años durante un curso. Los años de la primera adolescencia, de la pubertad, deben de ser los más intensos. Esa es al menos la percepción que yo tengo.

Observar y analizar los comportamientos de estos niños que se hacen mayores es como ver la vida a través de una lupa. Un primer amor vivido como la pasión más grande jamás soñada. O cualquier mal gesto interpretado como la mayor traición de la historia. Desde la atalaya de la edad y con las grandes dosis de cinismo que nos han hecho falta para llegar hasta aquí, esta magnificación de la vida nos puede parecer algo entre conmovedor y ridículo. Perdonable, al fin y al cabo, porque los que tenemos memoria recordamos que también estuvimos allí y no hicimos algo muy distinto de lo que hacen ellos.

Las que sí me parecen ridículas son esas personas adultas que se creen muy maduras y se comportan como los adolescentes más niñatos. Los comportamientos de los adultos que forman el personal de cualquier empresa no distan mucho de los que tienen los adolescentes en un patio de colegio. Los claustros de profesores no son una excepción. Son muchos los profesores o profesoras que  remedan los comportamientos de esos mismos adolescentes a los que miran con condescendencia. En los claustros de profesores están los profesores que no se hablan, los que hacen grupitos, los que esperan el momento de la venganza, los líderes que dejan a este y a aquel fuera de la convocatoria, los marginados… Y hay conjuras, chismes, rivalidades ridículas, puñaladas traperas, historias de amor inconfesables, rolletes que acabaron mal, traiciones por despecho, venganzas y enfados tan nimios y patéticos como el que protagonizan esas dos adolescentes que terminan en dirección después de pelearse porque una le ha dicho a la otra “ya no te junto” por vaya usted a saber qué tontería.

Lo que no saben los alumnos cuando nos ponemos serios delante de ellos y adoptamos la pose de personas rectas y cuerdas y maduras es que casi todo es fachada, fingimiento, disimulo. Que son las patas de gallo, la barriga o la pérdida de tersura de la piel lo que nos hace parecer más serios.

Si los jóvenes pudieran escuchar las conversaciones que sus padres tienen con sus amigos, si leyeran los chismes y estupideces que cuentan en el Whatsapp, tal vez se darían cuenta de que en muchos aspectos los adultos siguen siendo tan patéticos como los adolescentes. O si los pudieran observar en una noche de escapada, haciendo el imbécil en una cena de empresa o pasándose de la raya en una despedida de soltero o de soltera. Porque ser padre, o profesor, o vendedor de seguros, o periodista, o alcalde, no deja de ser representar un rol, ponerse una careta.

Lo que no saben los jóvenes es que los adultos fingimos una madurez que no siempre tenemos. Lo que no saben muchos adultos es que son tan ridículos como los adolescentes. En lo festivo no deja de ser gratificante, pero no puedo evitar sentir bochorno cuando veo que ciertas personas adultas que se imaginan muy serias y respetables siguen jugando a las confabulaciones, al “ya no te junto”, al “esta te la guardo” y a crear grupitos selectos con aquellos que mejor les bailan el agua.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Cuentos con moraleja: el chiste del cubano

Cómo me reía hace unos años contándoles este chiste a mis amiguetes procastristas:

Dos hombres que no se conocían coincidieron en los asientos contiguos de un avión y en mitad del vuelo se pusieron a charlar. En un momento dado, uno le preguntó al otro:
–¿Y usted de dónde es?
–De Cuba –respondió.
–Ah, de Cuba. ¿Y qué tal les va ahora por allí?
–No nos podemos quejar.
–Ah, pues me alegro de que os vaya mejor que antes.
–No, no me ha entendido. Lo que le digo es que en Cuba no nos podemos quejar.


Esta semana volví a toparme con el chiste en internet y el protagonista ya no era cubano, sino español. Y no me hizo tanta gracia.

Con las leyes que tenemos, ahora mismo están pidiendo cuatro años de cárcel para cinco profesores que en septiembre de 2011 se manifestaron de forma espontánea en Guadalajara. Y han sido muchos los ciudadanos que han recibido multas de 600 u 800 euros por participar en concentraciones improvisadas, una cantidad muy alta para un trabajador en apuros o un parado, que suelen ser los que acuden a este tipo de convocatorias.

La “ley mordaza” quiere imponer sanciones de hasta 30.000 euros por perturbación grave en oficios religiosos para poder multar a los que abuchean a la Cospedal cada vez que va al Corpus; o por concentrarse ante el Congreso aunque esté vacío; o por escalar un edificio público como acción protesta, que deben de ser muy peligrosos esos individuos de Greenpeace. Y las hay mayores, de hasta 600.000 euros por convocar una manifestación o por acudir a ella el día de reflexión previo a las elecciones; o incluso por celebrar un espectáculo público o una actividad recreativa que ha sido prohibida por las autoridades. Y esta es la versión light de la ley, que el proyecto inicial era más salvaje.

Vuelven los chistes de españoles, y en esos chistes siempre somos los más graciosos, pero también los más tontos.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Cuando se despertó

Cuando se despertó, la misma mierda seguía allí. Lo supo nada más encender la televisión. Se puso a ver el telediario y se asustó al comprender que toda su vida había sido un sueño, que la realidad era bien distinta y que había estado esperando pacientemente a que se despertara. Para empezar, mandaban los de siempre. Si no eran los mismos, eran sus hijos o sus nietos o sus clones, sus sosias, sus avatares. La misma mierda represora y fascistoide que había soñado que era algo de otros tiempos. Los policías no iban de gris, pero multaban y golpeaban a todos los que intentaban expresar su rechazo a las medidas de un gobierno corrupto, mafioso, endogámico e ineficaz. No tenía nada para desayunar y salió a la calle. Se sorprendió al ver a los muchachos jugando con trompos. Les preguntó si otra vez estaban de moda los trompos y no le comprendieron. Le dijeron que ellos jugaban a la peonza. Él les explicó que era lo mismo. Ellos se encogieron de hombros y el hombre continuó su camino. En un escaparate se quedó mirando a un maniquí de mujer y casi da un respingo al ver que se volvían a llevar las hombreras. Entró a un bar y pidió un café con leche y unas porras. En el lado derecho de la barra había dos hombres discutiendo sobre los últimos fichajes del Real Madrid. Eso le tranquilizó. En toda la mañana era lo único que se correspondía con el sueño que había tenido, una constante, algo que permanecía intacto. De pronto llegaron dos hombres y una mujer y se pusieron a su derecha. Se sorprendió al oírles contar maravillas sobre el papa. No quiso seguir escuchando aquella conversación, así que cogió su desayuno y se fue a una mesa. En la mesa vecina un jubilado le contaba a otro que su nieto, que era ingeniero, había tenido que emigrar a Alemania. Para tomarse su desayuno tranquilamente, el hombre intentó evadirse con la ayuda de la televisión. Lo primero que vio en la pantalla fue un anuncio en el que un niño se ponía histéricamente feliz al abrir un regalo y descubrir que era un palo, un miserable palo. El hombre se recordó a sí mismo, en su niñez, en un tiempo que creía remoto, jugando con palos a falta de mejores juguetes. En su memoria se mezclaron los recuerdos entrañables con cierto regusto amargo de precariedad y miseria. El siguiente anuncio fue aun peor. Era un anuncio navideño y en él aparecían una Monserrat Caballé que parecía recién fugada de un psiquiátrico y un Raphael seco como una mojama que más que vestido parecía amortajado. El hombre no pudo evitar pensar en Raphael con diez, con veinte, con treinta, con cien años menos cantando el ropopompom. Cuando acabó la tanda de anuncios, regresó la actualidad: manifestaciones de estudiantes, desahucios, paro… Y eso que el programa era un magazín matinal para entretener a las marujas. No le quedó más remedio que darse prisa en dar cuenta del desayuno. Después se dirigió al baño. Necesitaba lavarse la cara porque no estaba seguro de haber despertado del todo. Podría ser que todo aquello no fuera nada más que una pesadilla. Por un instante, justo antes de mirarse en el espejo, tuvo la ilusión de descubrir en su reflejo al joven que era treinta y cinco o cuarenta años antes. De haber sido así no le hubiera importado. Hubiera aceptado el trato: aquel mundo de mierda a cambio de su juventud. Pero no. En el espejo solo apareció un hombre maduro, un poco hinchado, con enormes bolsas debajo de los ojos, una papada que ni la barba conseguía disimular y una alopecia galopante. No, no había vuelto atrás en el tiempo, como no fuera en el Delorean de Michael J. Fox. Si era así, no recordaba dónde lo había aparcado. Aunque daba igual. Ahora que todos los ingenieros se habían ido de España, a ver quién cojones iba a ser capaz de arreglar un puñetero condensador de fluzo.

jueves, 7 de noviembre de 2013

La fórmula de la felicidad

El principio del orden es apartar la mierda

Dejar ese trabajo que amarga tu existencia
Tachar del calendario los días que no quieres
Eliminar del mapa los sitios que aborreces
Borrar de tus archivos a los amigos que dejaron de serlo
Pasar a los que te jodieron de la agenda del móvil a la lista negra
Despreciar las creencias y las ideologías que tanto apestan
Descartar esos planes que no elegiste tú

El principio del orden es apartar la mierda

Después de la limpieza valora lo que tienes
y da un paso adelante




viernes, 1 de noviembre de 2013

Cuentos con moraleja: Las patatas del cementerio

Este es uno de esos cuentos que hace solo tres o cuatro años nos hubiera parecido totalmente desfasado, de esos tiempos pretéritos que uno pensaba que jamás volverían. Se lo escuché a mi padre muchas veces cuando era pequeño y ahora me parece oportuno recuperarlo. Supongo que es un chiste de la posguerra, aunque no sé si estará inspirado en algún relato anterior. Nunca lo he visto escrito. Lo recreo a mi antojo y basándome en el modelo que conserva mi memoria:

En los años del hambre, un pobre enterrador decidió sembrar unas patatas en la tierra libre que aún quedaba dentro de las tapias del cementerio. Cuando llegó el tiempo de sacar patatas, unos ladrones aprovecharon la oscuridad de la noche y el apartamiento del cementerio para entrar dentro impunemente y robárselas al pobre sepulturero.
    El hombre se llevó un gran disgusto, pero al año siguiente volvió intentarlo. Eran tiempos de mucha miseria y la nueva plantación clandestina del enterrador no pasó inadvertida a los amigos de lo ajeno. Por eso no fue raro que otra vez saltaran a escondidas las tapias del recinto y volvieran a esquilmarle la cosecha.
   Un año más tarde se dio otra oportunidad, aunque esta vez decidió tomar medidas. Cuando se acercaba la fecha de la recolección, el enterrador decidió quedarse por las noches en el cementerio para pillar in fraganti a los ladrones. Una de las noches escuchó ruidos y vio que varias sombras saltaban las tapias y se dirigían al patatal. Eran muchos y tuvo miedo de enfrentarse a ellos. Así que ideó una treta. Cogió una sábana blanca, se la echó por encima y se ocultó detrás de una de las lápidas. Cuando los ladrones empezaron a cavar, el enterrador salió de su escondite, comenzó a agitar la sábana y dijo con voz cavernosa y trémula:
    –Soooooy un ááááánima del oooootro muuuuuundo.
   –Eso seguro –dijo uno de los ladrones, que ni se inmutaron ni dejaron de cavar–, porque si fueras de este, estarías robando patatas como nosotros.


Me da a mí que el único disfraz de Halloween que ahora mismo puede asustar a los españoles es el disfraz del hambre. Y el que lo lleva puesto ya no le tiene miedo a nada.

viernes, 25 de octubre de 2013

En el que Cándido se encuentra con Pangloss, su antiguo profesor de Economía, y lo que sucedió entonces

(parodiando a Voltaire)

Cándido, todavía con la tapa en la mano, se sorprendió al ver cómo aquel desharrapado se arrojaba dentro del cubo de basura justo detrás de la bolsa de desperdicios que acababa de tirar. Conmovido por aquella muestra de desesperación, se rascó el bolsillo y extrajo de él la poca calderilla que tintineaba en su fondo. Bien sabía Cándido que en aquella bolsa que él acaba de tirar y en la que el vagabundo cifraba todas sus esperanzas lo más apetitoso que iba a encontrar eran unas mondas de naranja y las virutas de dos lápices a los que había sacado punta.
−Tenga usted, buen hombre –le dijo al ofrecerle el óbolo.
El hombre extendió la mano, calculó el montante de la limosna y dejó escapar un par de lagrimones. Luego, con exageradas muestras de agradecimiento, quiso corresponder con unas palabras a la generosidad de Cándido, pero se interrumpió en mitad del ditirambo y escrutó el rostro de su interlocutor con el gesto del que ve a un aparecido:
−¡Cándido! –gritó de pronto−  ¿Acaso no me reconoces?
El muchacho lo miró atentamente intentando imaginarse a aquel hombre en unas condiciones más higiénicas y menos lamentables. Sin aquellos pelos largos, enmarañados e hirsutos, sin toda aquella mugre que cubría su cuerpo como una segunda piel, sin aquella cara tiznada que solo dejaba entrever una nariz roja y nervuda y una boca desdentada de la que salía un fétido aliento solo semejante al hedor de las profundidades del averno.
−No sé por qué, pero algo me decía que hoy iba a ser un día maravilloso –añadió el harapiento esbozando una amplia y mellada sonrisa.
Fueron aquellas palabras de optimismo, y no la voz carraspeante y cazallera con que las pronunció, las que le dieron la pista definitiva a Cándido.
−¡Demonios! ¡Es usted el profesor Pangloss! Qué alegría verle, aunque sea en este estado y en esta apurada situación.
−Recuerda, Cándido, que la vida puede ser maravillosa, pero nunca es fácil.
Sin duda era él. Aunque aquel walkingdead distaba mucho del atildado profesor que le había dado clase durante varios años en la facultad de Ciencias Económicas, aquellas muestras de entusiasmo ante la más cruda adversidad solo podían ser del profesor Pangloss.
−¡Por la gloria de Adam Smith! Qué suerte he tenido al encontrarte –continuó este congratulándose de su fortuna.
−No quisiera ser entrometido, profesor, pero después de haberle ofendido con esa miserable limosna, permítame que le pregunte, si no es indiscreción, cómo ha llegado a esta situación tan desesperada.
Ah, es largo de contar y no quisiera entretenerte.
−Tranquilo, profesor, estoy en paro y voy sin prisas. Me dirigía a la escuela de idiomas a pasar un poco el rato. La verdad es que los cuatro idiomas que estudio simultáneamente me tienen un poco turulato y ya no sé bien distinguir unos de otros.
−¿Estás en el paro? ¿Cómo puede ser eso? Siempre fuiste uno de mis alumnos más brillantes.
−Sigo esperando mi oportunidad. Hay poco trabajo y gente con mejores currículos que el mío. Después de la carrera y del doctorado quise hacer otra carrera, pero mis recursos económicos eran exiguos y solo pude acabar cuatro másters. Pero no hablemos de mí. Sin duda su vida ha experimentado cambios más bruscos que la mía, que no deja de ser siempre una sucesión de clases que no llevan a ninguna parte.
−Oh, Cándido, Cándido, por dónde empezar. Mi rueda de la fortuna no deja de girar hacia abajo y solo saber que en cualquier momento tocará fondo y empezará a subir me da esperanzas para seguir luchando. Todo comenzó cuando privatizaron todas las universidades y me echaron de allí. ¿Lo recuerdas?
−Recuerdo la privatización de la universidad, pero no comprendo que le echaran de allí. Usted siempre creyó en ese proyecto.
−Ah, eironeia. También creo en la vida y mira cómo me lo paga. Por ir resumiendo: privatizaron la universidad, hicieron recortes y me quedé en la calle.
−Pero usted era uno de los mejores profesores de la universidad.
−Ah, no siempre hay justicia en esta vida. Ya sabes, también hay envidias, rivalidades, vendettas que un día se consuman...
−¿Y no lo contrató ninguna otra universidad? Usted decía que la empresa privada siempre seleccionaría a los mejores empleados para desempeñar los cargos.
El profesor Pangloss pareció no escuchar esa última observación y continuó su relato:
−La verdad es que no me importó que no me reclutaran en ninguna de las universidades emergentes que nacieron fruto del derrumbe de la pública. Lo vi como una oportunidad. Toda la vida me había dedicado a enseñar a otros a convertirse en hombres de negocios prósperos y nunca había utilizado todo ese conocimiento en mi propio provecho. Por eso decidí arriesgarme y empecé a invertir en Bolsa. Pero los continuos vaivenes de los valores bursátiles jugaron en mi contra y en un par de operaciones desafortunadas perdí la mitad de mi modesto capital. Fue entonces cuando decidí invertir en un negocio más real y puse en marcha una pequeña cadena de comida rápida: Come y Calla. ¿La recuerdas?
−Recuerdo haber comido en un Come y Calla en alguna ocasión. Ya hace tiempo los cerraron, ¿no?
−Las cuentas no salían. Trabajábamos a precios menos competitivos que las grandes cadenas, y eso que apenas pagaba a los trabajadores y me valía de jóvenes desesperados que incluso hubieran pagado por trabajar unos días. Recorté también en la calidad de los productos, pero no fue suficiente. Había que crecer para poder estar al nivel de las grandes multinacionales a las que quería enfrentarme. Fue entonces cuando perdí a mi mujer.
−No comprendo.
−Mi mujer venía de una familia adinerada y su padre murió. En el momento que yo veía peligrar mi pequeño imperio hostelero, ella heredó una fortuna. Vi el cielo abierto y, sin preguntarle, cogí todo aquel dinero y multipliqué por dos nuestros locales, amplié nuestra flota de reparto, creé una fábrica para elaborar gran parte de nuestros productos y mejoré nuestro departamento de marketing y publicidad.
−Recuerdo los anuncios de Come y Calla. Estaban por todas partes en internet. ¿Y qué pasó luego?
−Lo que tenía que pasar. Mejoramos nuestros productos y pudimos bajar moderadamente los precios para ser más competitivos. Y cuando creíamos haber encontrado la fórmula del éxito, las grandes compañías empezaron campañas muy agresivas para superar todas y cada una de nuestras promociones. Si hubiera tenido dinero para aguantar unos meses, no me habrían derrotado. Las otras compañías estaban perdiendo dinero y no hubieran podido mantener durante mucho tiempo su campaña de acoso y derribo. A la desesperada busqué un socio capitalista que pudiera respaldarme en aquellos momentos cruciales y no hubo suerte. Lo perdí todo: las empresas, mis dos casas, el chalet en la playa, los tres coches y, finalmente, la libertad. Mis acreedores me llevaron a juicio y estuve dos años en la cárcel. Cuando salí me encontré solo. Mi mujer se había divorciado de mí y mis dos hijos renegaban de su padre.
−¿Qué ha sido de ellos?
−Mi mujer trabaja de cajera en un supermercado o algo así. No sé bien en qué trabaja, pero sí que es una empleada y que le pagan un sueldo de mierda. Todavía me sigue considerando el responsable de su situación actual y se niega a perdonarme.
−¿Y sus hijos?
−Mejor no hablemos de ellos. Para mí están muertos.
−¿Muertos?
−Peor que eso. No te lo vas a creer si te digo en qué teorías económicas del pasado siguen creyendo.
−¿En las de Keynes?
−¡En las de Marx! ¡En las de Karl Marx, que ya podía haber sido en las de Groucho! No creas que se lo confieso a todo el mundo. Tengo dos hijos marxistas. Y eso es lo que más me avergüenza, y no zambullirme en el fondo de estos inmundos cubos de basura en busca de una cáscara de plátano. Además se han unido a grupos antisistema y antiglobalización, ¿te lo puedes creer? Les eduqué en las mejores universidades para que ahora deshonren mi apellido.
−¿Pero usted sigue creyendo que el neoliberalismo económico es el mejor sistema económico posible?
−¡Por supuesto! ¡Por la memoria inmarcesible de Margaret Thatcher, no puedes dudarlo ni un instante! Tú fuiste uno de mis mejores alumnos y bien sabes que un profesor universitario está obligado a defender su tesis doctoral hasta la muerte. Ahora están un poco olvidadas mis teorías, pero en cualquier momento habrá una revisión histórica y quizá me harte de dar conferencias en las mejores universidades del mundo. Además, ¡me cago en Marx!, deberías saber que con el capitalismo el hombre ha alcanzado unas cotas de bienestar más altas que con cualquier otro sistema económico. Lo importante son las estadísticas, los porcentajes positivos y no los que se quedan fuera de ellos. También sé que es el único sistema que puede premiar a una persona solo por el hecho de ser inteligente. Y eso es lo que me mantiene con vida, eso y la libertad.
−¿Qué libertad?
−La libertad de rebuscar en el cubo de basura que quiera. Si hubieras estado en la cárcel como yo, entenderías bien lo que quiero decir.
−¿Y no hay comedores sociales o bancos de alimentos que le puedan ayudar?
−No, afortunadamente el Gobierno acabó con esa lacra hace poco. La caridad del Estado solo crea parásitos y las sociedades protectoras son la placenta de seres blandos y vulnerables. Y si Darwin no estaba equivocado, hay que evitar todo aquello que pueda debilitar a nuestra especie. Aquí solo han de sobrevivir los más fuertes. Es el precio de la libertad, y no me parece caro.
Cándido sacó la cartera y cogió el único billete que guardaba en ella. Era un billete de 50 euros.
−Acepte esto profesor.
−Ah, no es posible. Es demasiado.
−Tómelo como un préstamo a fondo perdido. Me hubiera gustado darle más, pero soy un pobre estudiante y es lo único que tengo.
El profesor Pangloss terminó cogiendo el billete, aunque añadió:
−Solo lo aceptaré a condición de que tenga que devolvértelo con intereses.
−¿A un 10% le parece bien?
−De acuerdo –dijo, y volvió a lucir los pocos dientes que albergaban sus encías−. Ya presentí esta mañana al ver el sol radiante sobre las copas de los árboles del parque donde pernocto que hoy sería un gran día. Puede que este billete sea el pasaporte hacia mi felicidad.
−No creo que sea para tanto. Con eso, controlándose y con suerte, puede que le alcance para comer dos o tres días.
−¿Es que acaso crees que me lo gastaré en comer? Este billete lo invertiré en algo que me pueda resultar rentable. Compraré algo a buen precio y lo revenderé por una cantidad más elevada. Con lo que saque volveré a repetir la operación, y así hasta que salga de la calle y vuelva a ser un hombre de negocios respetable. Si todo va como preveo, en poco tiempo veré cómo la rueda de la fortuna empieza a girar a mi favor, hacia lo más alto.
Cándido pensó que era mejor no contradecirle porque el optimismo siempre ayuda a los desesperados. Y consideró que era el momento de despedirse antes de que alguno de los dos estropeara aquel maravilloso encuentro. Aguantando las náuseas, Cándido le dio un abrazo, le ayudó a salir del cubo de basura y se alejó de allí. Antes de torcer la esquina, volvió la cabeza. El profesor Pangloss había desgarrado el plástico de la bolsa de su basura y devoraba con fruición las mondas de naranja que previamente aderezaba con unas cuantas virutas de lapicero. Al mismo tiempo sonreía y miraba el billete con los ojos como platos, como alucinado. Cándido creyó escuchar a lo lejos que, entre mordisco y mordisco, repetía algo así como “mi tesoro, mi tesoro, mi tesooooro…”

jueves, 17 de octubre de 2013

La mujer absoluta

A veces me preguntas
si me fijo en las otras
Yo respondo que sí
No soy de otro planeta
y es normal que lo haga
pero añado enseguida
que a ti es a quien yo quiero
Y de verdad no miento

Es normal que la mente
viva su vida aparte
ella que es la que puede
Por eso a veces busca
a Marta, a Lidia
a Julia, a Sherezade
a Paula o a Vanesa
a Julieta o a Rita
y se acuesta con ellas
por orden o en orgía
gratis y sin riesgos
en privado, en secreto
sin hacer daño a nadie

Pero no soy hipócrita
cuando digo que eres
para mí la mujer
genérica, absoluta
y que hacerte el amor
es igual que follarme
a todas las mujeres
que caben en mi mente
a la mujer mayúscula
que siempre he perseguido
a tu género entero
sobre la piel del mundo
resumido en tu cuerpo
y por mí sublimado

                                       De Decoración de interiores (Ed. Amargord, 2010)

sábado, 12 de octubre de 2013

Cuentos con moraleja: El mal criado

Esta es una historia medieval persa, aunque os la cuento en una versión propia y actualizada:

Un hombre de negocios invitó a cenar a unos amigos a su casa. Era un hombre rico, respetado y tenía fama de ser muy generoso. Dos años antes había vivido momentos críticos e incluso había estado a punto de perder toda su fortuna, pero había resistido y, tras unas inversiones acertadas, se había recuperado y había vuelto a causar la admiración de todos los que le conocían.
  Cuando los invitados llegaron a su casa y llamaron al timbre, pensaron que algún imprevisto había sucedido porque nadie salía a abrirles. Finalmente, tras volver a intentarlo un par de veces más, escucharon un grito: “¡Siempre tengo que abrir la puerta yo! ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer! ¡Joder!” Acto seguido la puerta se abrió y apareció un criado que les dejó entrar sin disimular el gesto de fastidio del que han ido a importunar sin previo aviso. Les indicó de mala manera hacia dónde tenían que dirigirse y se perdió por uno de los largos corredores de la mansión.
  Siguiendo las parcas indicaciones del criado, llegaron a un salón donde encontraron una mesa dispuesta para la cena, aunque les llamó la atención la forma caótica y negligente con la que las copas, los platos y los cubiertos habían sido colocados. Hubiera parecido más la mesa improvisada de un chiringuito playero si no fuera porque se advertía la calidad y el valor de cada una de las piezas de la vajilla.
  Unos minutos más tarde llegó el anfitrión. Lucía una sonrisa cordial y empezó a saludarlos a todos con grandes muestras de afecto. De pronto apareció el criado y, sin importarle que su amo estuviera conversando con una señora, le interrumpió para preguntarle a gritos si quería que empezara ya a servir la cena. El dueño de la casa lo miró con una sonrisa indulgente y le dijo:
  -Cuando quieras.
  El criado desapareció y el anfitrión invitó a los presentes a tomar asiento.
  Al rato volvió el criado con una enorme sopera que dejó en mitad de la mesa.
  -¿No nos vas a servir tú? –le preguntó amablemente y sin perder la compostura el hombre de negocios.
  El criado le lanzó una mirada asesina, volvió a coger la sopera y rezongando fue vaciando cazos de sopa con tampoco miramiento que salpicó a todos los invitados. Cuando terminó, miró con una sonrisa impertinente a su amo y le preguntó:
  -¿Contento?
  Luego se fue a toda prisa en dirección a la cocina y todos se quedaron en silencio sin saber qué decir. Fue el anfitrión el que acabó con aquel momento de tensión probando la sopa e invitándoles a todos a que le acompañaran. Les explicó que había contratado a una nueva cocinera que era excepcional y se deshizo en elogios de sus habilidades culinarias.
  El resto de la comida no fue mucho mejor. El dueño de la casa, tras comprobar que no tenían nada para beber, tuvo que levantarse a buscar el vino y escanciarlo él mismo en las copas. El criado derramó la salsa de un plato de ternera sobre el escote de una de las invitadas, pisó a otro invitado, se tropezó varias veces con las sillas de los comensales, rompió dos platos, tiró una bandeja llena de vasos sucios y terminó mandando a la mierda a su amo cuando este, educadamente, le recordó que sería una buena idea contar unos terrones de azúcar para poder tomarse el café que acababa de traer y que se había negado a servir.
  Después de esto, uno de los invitados no pudo contenerse y le preguntó cómo podía tolerar que su criado se comportara de aquella manera.
  -Pues hoy lo pilláis de buen humor –respondió-. Lo normal es que ni ponga la mesa.
  -¿Y por qué no lo despides? –le preguntó otro.
  -Porque es lo mejor que me ha pasado. Este criado me ha ayudado a ser mejor persona. Me ha enseñado a tener paciencia. Y gracias a esa paciencia he aprendido a soportar las adversidades de la vida.


Supongo que por la misma razón me gusta tener gatos. Los gatos son animales que consideramos domésticos solo porque podemos tenerlos viviendo bajo nuestro mismo techo. A partir de ahí todo se rige por las leyes de la anarquía y por el capricho, casi siempre desconcertante, de los felinos. Nada que ver con los dóciles y obedientes canes, que cagan a sus horas y se sientan cuando se lo ordenas. Estoy totalmente convencido de que gracias a los gatos soy mucho mejor profesor en mis clases de la ESO. Incluso me atrevería a recomendarlos como entrenamiento para aquellos que quieran ser buenos padres.

                                Este post está dedicado a Joselo y a Amy, mis gatos

domingo, 15 de septiembre de 2013

Psycho

La primera vez creí que todo acabaría largándome de allí, cambiándome de casa y alejándome de aquel lugar maldito. No fue fácil tomar la decisión. Antes de llegar a ese punto hubo muchas noches insomnes y muchas dudas, y estuve muchos meses buscando otra salida que no fuera huir de allí. Pensé incluso en ir a la policía, aunque terminé descartándolo porque suponía lo que me iban a decir. No ignoraba que el tipo que me acosaba y me aterrorizaba aún no había hecho nada ilegal. Sabía bien lo que hacía y hasta dónde podía llegar para que no pudiera echarle encima a los agentes del orden.

Recuerdo, como si se tratara de la escena de una escalofriante película de terror, el momento en el que desperté en mi nueva casa y comprendí que todo había sido en vano. Era domingo y había terminado de hacer la mudanza el día anterior. Ni un día de tregua me había concedido. Le escuché claramente al otro lado de la pared, en el piso contiguo. No tuve ninguna duda de que se trataba de él. Me tiré varias horas sin salir de la cama, llorando de impotencia. Me sentía totalmente inerme y vulnerable frente a aquel obseso que me perseguía.

Pero no me rendí. Madrid es una ciudad grande y pensé que debía de haber algún sitio donde poder esconderme. Por eso cambié de piso cuatro o cinco veces más. Las mudanzas, los pisos y las calles se confunden en mi memoria. En una ocasión creí haberle dado esquinazo. Fue la vez en la que más sufrí. Llegué a hacerme ilusiones. Durante varias semanas no apareció y eso hizo mucho más duro el desengaño aquel sábado de primavera en el que supe que había vuelto al escuchar sus pasos, esta vez en el piso de arriba, y el ruido de los muebles que arrastraba.

Aun sabiendo que no serviría de nada, terminé yendo en un par de ocasiones a hablar con la policía. Se mostraron comprensivos y dijeron que me entendían, pero me explicaron que no podían hacer nada hasta que aquel tipo cometiera algún error y cruzara la delgada línea que separaba sus insidiosos actos del crimen.

Desesperado, sin saber qué hacer, cambié de ciudad. Me fui lejos de allí, a escondidas, casi a hurtadillas, dando un largo rodeo para que nadie pudiera saber adónde iba y mirando constantemente por el retrovisor para estar seguro de que nadie me seguía.

No me sirvió de nada. No sé cómo pero tengo la sospecha de que esta vez ni siquiera me siguió. Cuando llegué, ya me estaba esperando.

Ahora vivo en un estado entre la angustia y la resignación mientras resto los días que inexorablemente me conducen a un nuevo fin de semana. Porque allí está él, mi torturador, cada sábado, cada domingo, a primera hora de la mañana, taladrando paredes y dando martillazos, sin descanso, con inquebrantable obsesión de psicópata que nunca se rinde.

A veces me meto debajo de las sábanas y me tapo la cabeza con la almohada esperando que cesen los golpes y el ruido inmisericorde del taladro, deseando con todas mis fuerzas que desaparezca ese tipo, que se volatilice para siempre como si no hubiera sido nada más que un mal sueño. Pero sé que me engaño a mí mismo, que estoy despierto, que no hay escapatoria y que esto no es una salida.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Tiempos de becas flacas

Para mi primer año de carrera, curso 1991-1992, recibí una beca razonable. Sobre todo porque iba acompañada de un extra de 200.000 pesetas en concepto de “ayuda compensatoria” o algo así. Era un complemento que recibían las familias con rentas muy bajas. En el curso siguiente, me volvieron a conceder la beca, pero, de forma totalmente inopinada, me denegaron la ayuda compensatoria. Lo mismo le sucedió a mi hermana mayor. Nuestra situación económica no había cambiado y tampoco las condiciones en la solicitud de becas, así que no nos quedó más remedio que reclamar. Sabíamos además que a otros estudiantes con declaraciones de la renta más abultadas que la nuestra se la habían mantenido.

Unos meses más tarde mi hermana y yo recibimos sendas contestaciones que decían lo mismo: nos denegaban la ayuda compensatoria por el “artículo WX2345” o algo así. Me invento el nombre porque no conservo el documento, pero recuerdo que era un código que nos dejó como estábamos. Mi hermana se pasó por las oficinas que a tal efecto tenían para atender a los estudiantes y nadie de los que trabajaban allí supo explicarle que significaba aquella respuesta ni mucho menos qué artículo era aquel. O al menos eso fue lo que le dijeron. Por eso unos días más tarde tuve que ir yo, y lo hice dispuesto a enfrentarme a quien hiciera falta para saber qué hostia estaba pasando con nuestras becas.

El primer funcionario que me atendió repitió la misma cantinela que le habían endosado a mi hermana, pero yo no me rendí y dije que no me iría de allí hasta que alguien me explicara qué significaba aquella críptica respuesta que ni ellos mismos entendían. Después de una larga espera, se dignó a atenderme, probablemente para que me fuera de una puta vez, la responsable de todo aquello. No recuerdo su cargo, pero sí la sensación de que me atendía la que más mandaba en aquellas oficinas. Así me lo pareció por el despacho al que me invitó a entrar y por los ademanes de suficiencia que exhibía. Seguro que la memoria me traiciona, pero la recuerdo como una pija repintada y repeinada, alta, de unos cuarenta y pico años, que me miraba con desdén y prepotencia desde detrás de un enorme escritorio y con las posaderas cómodamente asentadas en una silla ergonómica.

Al principio de nuestra entrevista intentó despacharme con evasivas y vaguedades, quizá esperando que su cara adusta y su despacho de funcionaria de alto rango me amedrentaran. Pero yo tenía que encontrar una salida a aquella absurda situación kafkiana y le exigí que me explicara qué significaba lo del “artículo WX2345” o como demonios se llamara. No me iba a ir de allí, le dije con actitud pasiva-agresiva, hasta que me dieran una respuesta convincente. La cabreé. Y estuvo bien porque fue entonces cuando me dijo la verdad. No sé en el resto de España, pero en Madrid, me confesó, le habían quitado la ayuda compensatoria a todos los hijos de trabajadores autónomos. A todos. Según me explicó, tenían que recortar por alguna parte y habían llegado a la conclusión de que los autónomos eran unos sinvergüenzas que mentían en sus declaraciones de la renta.

Me indigné, claro, y le dije que aquella decisión era un disparate, una injusticia y, sin lugar a dudas, algo ilegal, y que mi padre no tenía la culpa de ser agricultor. Ella me espetó, tras observar detenidamente los papeles que había entregado y mirarme como se mira a una mierda de palomo que te ha manchado el traje, que era imposible que una familia de cinco miembros viviera con la miseria que declaraba mi padre y que, por lo tanto, mentía. Lo primero era cierto, pero lamentablemente lo que había en la declaración de la renta era la pura verdad. Ahí no aparecía, como es obvio, lo que mi hermana y yo, en b y en a, ganábamos por ahí. Pero no había nada ilegal. Nosotros ganábamos tan poco que no estábamos obligados a hacer la declaración de la renta.

Como yo sabía que mi padre no mentía, me llevaron los demonios. Creo que perdí un poco la compostura y que le solté, con toda la impertinencia de la que fui capaz, que ella no sabía lo que nosotros teníamos que hacer para sobrevivir, si dábamos clases particulares, si pedíamos por las calles, si teníamos que prostituirnos. La muy puta me dijo entonces que en ese caso le estaba dando la razón y que en nuestra declaración se ocultaban ingresos. Yo no estaba seguro de si era cierto porque entonces no sabía mucho de temas de Hacienda, pero lo que sí sabía era que aquella era la declaración de mi padre, que era la única que había en mi casa, y que cumplía todos los requisitos para la ayuda compensatoria. Y es más, si hubiéramos sumado todos nuestros ingresos, también los habríamos cumplido.

Cuando comprendió que no me iba a ir sin más, me lanzó un órdago. Si me atrevía, me propuso con tono amenazante, mandaría a mi casa una inspección de Hacienda para comprobar si era verdad que disponíamos de tan pocos ingresos. Si encontraban el mínimo error, dijo, nos quitarían el derecho a recibir cualquier tipo de beca durante el resto de nuestras vidas.

Acepté el órdago y salí de allí victorioso, aunque un poco preocupado. Mi padre no escondía millones debajo de ninguna baldosa, pero siempre podía haber cualquier error absurdo, cualquier omisión insignificante que les diera la razón. La suerte estaba echada.

Lo que pasó después no me lo esperaba. No fueron. La hija de puta no mandó a mi casa ninguna inspección y tuve que volver meses más tarde para preguntar qué pasaba. El funcionario de turno me dijo que no había ninguna actuación pendiente con nuestras becas y que si queríamos un último recurso teníamos que ir a un juicio contencioso-administrativo.

No me atreví ni quise meterme en líos de abogados. Y nunca recuperé la ayuda compensatoria, ni siquiera cuando un año más tarde murió mi padre.

Lo que hice fue trabajar más e intentar salir adelante como pude, con y sin contrato, en a y en b, en la hostelería, en la construcción, en el campo, dando clases particulares… De milagro no tuve que pedir por las calles u ofrecer mi culo al mundo de la sodomía de pago

Ignoro qué podrán hacer hoy los estudiantes que estén en una situación parecida y se queden sin beca, o que no puedan hacer frente a unas tasas que se han multiplicado por dos, o que no encuentren ni trabajos de mierda con los que sobrevivir, y si los encuentran, que estén tan mal pagados que no les permitan llegar a fin de mes ni a dieta perpetua de macarrones con tomate. Pero lo que tienen que saber es que los políticos no les van a ayudar, o les van ayudar lo justo para engañar al electorado, lo justo para no gastar mucho dinero. En mis años universitarios se supone que las becas eran mejores y la mía ni siquiera alcanzaba para pagar el alquiler de la habitación que compartía.

Ahora gobierna el PP, pero no creo que el PSOE lo hiciera mucho mejor. Yo estudié en los últimos años del felipismo, que también tuvieron lo suyo, y las medidas que tomaron entonces, aunque no tan drásticas como las actuales, tenían un tufo muy parecido. Durante el curso 1993-1994 tuvimos que hacer varias huelgas y numerosas manifestaciones por la subida de las tasas universitarias. No era una subida tan terrible como la de hoy, pero nos soliviantó mucho que el gobierno socialista dijera que era una decisión que pretendía evitar la masificación en la universidad, así, tal cual. Puede que entonces empezaran a ver como una amenaza que tantos hijos de obreros, agricultores y pequeños empresarios abarrotáramos las aulas universitarias.

En aquellos años aprendí que el PSOE estaba muy lejos de ser un partido socialista y que probablemente no podría serlo ningún partido que llegara al poder. El dinero siempre es de derechas. Y más, si cabe, cuando escasea.

martes, 13 de agosto de 2013

The Dude

Uno de los antihéroes más carismáticos que nos dejó la gran pantalla en los 90 fue, sin duda, el protagonista de “El gran Lebowski” (encarnado de forma brillante por el actor Jeff Bridges), the Dude, que en español fue traducido, con su dosis de acierto y desacierto, como el Nota. Con su dosis de acierto porque el apelativo Nota gustó y se ha mantenido en el imaginario colectivo de los españoles. Y con su dosis de desacierto porque si algo no es Jeff Lebowski es un nota. Para mí la palabra nota se aplica más bien a una persona que desentona, que llama la atención de forma desagradable o brusca, alguien como, por ejemplo, su amigo Walter (el genial actor John Goodman), un veterano de Vietnam que es capaz de sacar una pistola para dirimir una discusión en la bolera o que revienta un coche con una palanca para dar una lección a un adolescente medio alelado.

The Dude en inglés no significa nota ni mucho menos. Dude quiere decir tipo, individuo, es decir, un cualquiera. Y se puede utilizar como sinónimo del vocativo informal guy, que sirve para dirigirte a todo el mundo, como nuestros tío y tía. Por eso no creo que los hermanos Coen estuvieran pensando en un nota cuando crearon el personaje. Más bien se trataba de crear el antihéroe total, un don nadie, un perdedor que pasaría totalmente inadvertido en Los Ángeles si no saliera a la calle en bata algunas veces.

Jeff Lebowski es un fracasado que vive al día, que no tiene futuro y que carece de un pasado glorioso. Los Coen nos cuentan poco de él porque probablemente no hay nada que contar. El mismo Dude nos da algunas pistas sobre su pasado, historias que uno no sabe si creerse o no, como que en una ocasión firmó un panfleto de protesta o que trabajó como roadie en una gira de Metallica. También comenta que estuvo en la universidad, aunque reconoce que sus recuerdos son borrosos porque se pasó todo el tiempo fumando porros, montando broncas y jugando a los bolos.

Supongo que el personaje nos cae simpático por su sencillez, su humildad, su falta de profundidad o de dobleces, su carencia absoluta de ambiciones. Es un tipo tranquilo, que se declara pacifista, que no tiene ningún empleo, que juega a los bolos, fuma porros y de vez en cuando se toma algún ácido. Viste como vive, sin pretensiones, huyendo de la formalidad y solo preocupándose por estar cómodo. En la soleada Los Ángeles se puede permitir el lujo de pasar la mayor parte del tiempo con ropa de playa: camisetas de algogón, una variada colección de bermudas y, por supuesto, chanclas. The Dude, en mitad de la ciudad de las ambiciones desatadas, es un tipo que vive como si hubiera comprendido que nada en este mundo merece tanto la pena como para esforzarse por conseguirlo. Porque otra cosa que nos cuentan de él es que es un tipo extremadamente vago, probablemente el más vago de Los Ángeles y, por tanto, uno de los más vagos del mundo.

Pero si nos conquista desde el principio no es solo por su pachorra a la hora de encarar la vida, sino porque, aunque sea un pringado y un loser, no está dispuesto a dejarse pisotear por los poderosos. Pase que por culpa de los ricos y sus líos absurdos le metan la cabeza en el váter y le rompan una baldosa con la bola de jugar a los bolos, pero lo que no puede tolerar es que un matón de mierda chino se mee en su alfombra, una alfombra que le daba armonía a su salón.

Lo que nos gusta de the Dude es que no tiene miedo de enfrentarse a los ricos y que tampoco tiene ningún problema en aprovecharse de ellos si se le presenta la ocasión y la empresa no requiere un esfuerzo desmesurado. Por eso no desprecia una copa si se topa con un lujoso mueble bar en una de las mansiones de esos tipos que tanto le resbalan, ni tiene reparos en hacerles algún trabajo sencillo si la recompensa que le prometen asciende a unos cuantos miles de dólares. Y tampoco le hace ascos a tirarse a una niña pija (Julianne Moore nada menos) si se presenta en su casa y se le ofrece en bandeja. Porque se puede ser humilde, vago e inútil, pero nunca imbécil.

Y es por todo eso por lo que the Dude nos cae tan de puta madre y, después de ver la película, a todos nos gustaría que fuera nuestro colega para irnos con él a echar unos bolos.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Felipe VI no, Felipe 9


A mí lo de ser monárquico me parece totalmente desfasado, pero en esta involución social y cultural que estamos viviendo no deja de resultarme algo anecdótico y sin la menor importancia. Yo no juzgo a la gente por sus filiaciones y lo mismo me da si alguien es monárquico, treki, belieber o fan de la Pantoja. Allá cada cual con sus traumas.

Lo que, sin embargo, me parece preocupante es que haya gente que mantenga criterios discriminatorios cuando vivimos en una sociedad en la que se lucha por la igualdad de todos sus individuos independientemente de su raza, sexo, credo o gustos sexuales. Por eso no miraría con buenos ojos a quien me dijera que es seguidor de Juan Manuel de Prada o de Salvador Sostres. La libertad de expresión les permite exhibir sus posturas retrógradas y machistas en los medios de comunicación y a mí poder expresar abiertamente el asco que me producen.

Lo peor es que a veces sucede que gente que en principio no es sospechosa de nada participa de un pensamiento retrógrado sin darse cuenta, aceptándolo como algo normal porque piensa que es así y no puede ser de otra manera. Así pasa con el tema de la sucesión de la Corona española. Nadie cuestiona que el heredero sea Felipe de Borbón, futuro Felipe VI, tercer hijo de los reyes y solo primero en la línea sucesoria por culpa de una suerte de ley sálica descafeinada que antepone los derechos de los varones y discrimina a las hijas.

A ver, lectoras liberales y liberadas de “Cincuenta sombras de Grey”, ¿es que acaso vais a consentir en el siglo XXI este atropello a la mujer?

La primogenitura es un criterio tan absurdo como que existan monarquías, pero al menos no discrimina a nadie por razón de sexo. Si este fuera el criterio válido, Felipe estaría a años luz de ser el heredero. Así quedaría en la línea sucesoria:
  1. Elena de Borbón y Grecia (1963), infanta de España y duquesa de Lugo, primogénita de los reyes.
  2. Felipe Juan Froilán de Marichalar y Borbón (1998), grande de España, hijo primogénito de la infanta Elena y de Jaime de Marichalar.
  3. Victoria Federica de Marichalar y Borbón (2000), grande de España, hija de la infanta Elena y de Jaime de Marichalar.
  4. Cristina de Borbón y Grecia (1965), infanta de España y duquesa de Palma de Mallorca, hija de los reyes.
  5. Juan Valentín Urdangarin y Borbón (1999), grande de España, hijo primogénito de la infanta Cristina y de Iñaki Urdangarin.
  6. Pablo Nicolás Sebastián Urdangarin y Borbón (2000), grande de España, hijo de la infanta Cristina y de Iñaki Urdangarin.
  7. Miguel Urdangarin y Borbón (2002), grande de España, hijo de la infanta Cristina y de Iñaki Urdangarin.
  8. Irene Urdangarin y Borbón (2005), grande de España, hija de la infanta Cristina y de Iñaki Urdangarin.
  9. Felipe de Borbón y Grecia (1968), príncipe de Asturias, hijo de los reyes.
  10. Leonor de Borbón Ortiz (2005), infanta de España, hija primogénita del príncipe Felipe y de Letizia Ortiz.
  11. Sofía de Borbón Ortiz (2007), infanta de España, hija del príncipe Felipe y de Letizia Ortiz.

El 9, no el VI. El 9 es el número que le corresponde, y sin números romanos. Alguien puede pensar que es un dislate que reine la infanta Elena. Ah, se siente. Haber elegido república en lugar de monarquía. De cualquier forma, no creo que haga mucha falta un elevado coeficiente intelectual para cazar elefantes, tener amantes, ir a esquiar, pedir indultos para pederastas o gritar “¿Por qué no te callas?” en las cumbres internacionales.

Y si la pobre no se ve capaz, ahí tenemos a Froilán, un joven inquieto y con carácter, que ya sabéis que soy froilanista y que daría cualquier cosa por verlo reinar. Y si no le dejan, espero que coja un pincho moruno, oxidado y lleno de grasa, y se lo clave en el culo a su tío Felipe 9 (o Felipe VI “El Usurpador”, como prefiráis) para que al menos no pueda sentarse a gusto el día que le toque okupar el trono.

lunes, 22 de julio de 2013

Cuentos con moraleja: La chica que no hablaba

Un clásico de los chistes de bares:

Un hombre llega a un bar, se pide una copa y advierte que en el otro extremo de la barra hay una chica muy atractiva. Sola. Le sorprende que una mujer tan despampanante no haya venido acompañada y piensa que está de suerte. Se acerca a ella y le dice:
       -Hola, ¿vienes mucho por aquí?
       La chica inclina un poco la cabeza y el hombre cree entender que sí o que de vez en cuando.
       -¿Quieres tomar algo?
       Ella no dice nada, pero con un leve gesto le da a entender que sí.
       -¿Qué quieres tomar?
       Ella se encoge de hombros.
       -Yo estoy tomando un gin tonic. ¿Te pido uno?
    Ella asiente y el hombre empieza a tener una seria sospecha. Pide al camarero dos copas y, tras pensarlo unos minutos, se decide a hacerle una pregunta. Al fin y al cabo, si la respuesta es afirmativa, no le va a importar porque la tía está buenísima.
       -Perdona, no te lo tomes a mal, pero ¿eres muda?
       Ella niega con la cabeza y él se siente desconcertado.
       -¿Te estoy molestando? –pregunta ya un poco enfadado.
       Ella vuelve a mover la cabeza a un lado y a otro para decir que no.
       -¿Y por qué no dices nada? –suelta ahora sí visiblemente cabreado-. Eh, ¡¿por qué no dices nada?!
       Es entonces cuando la chica abre la boca por fin y con voz grave, cavernosa y cazallera de camionero le responde:
       -¿Pa qué? ¿Pa cagarla?



Probablemente eso es lo mismo que piensa Mariano Rajoy cuando le dicen que tiene la obligación de ir al Congreso a dar cuenta de los presuntos chanchullos del PP y las implicaciones de su partido con la trama Gürtel y el caso Bárcenas. Porque eso que hacen en las ruedas de prensa la Cospedal o Carlos Floriano es muy fácil. Pero Rajoy sabe que en el Congreso no le va a valer con repetir que todo es mentira como si fuera un muñeco al que se le ha roto el mecanismo. En el Congreso sabe que la caga seguro y, aunque es consciente de que su situación actual –con la amenaza de una moción de censura cual espada de Damocles- es mala, no cree que vaya a ser mucho mejor si abre la boca.