Durante muchos años compartí piso en Madrid.
Fueron unos años de mucho trajín, especialmente en mi época de estudiante. Por
una u otra razón siempre andaba cambiando de piso o de compañeros, algunos de
ellos tan disparatados como entrañables.
Sin mitificar ni mixtificar el pasado, fueron
tiempos muy divertidos. Pero no siempre y a todas horas. Después del cachondeo
y las risas había que convivir y respetar el descanso o el trabajo de los otros,
y había que pagar las facturas y el alquiler, y, especialmente, había que
limpiar. Y cuando alguno no cumplía con sus obligaciones, la cosa dejaba de
tener gracia.
Por eso en nuestro pequeño y a veces absurdo
micromundo tuvo que entrar la ley y el orden en forma de correctivos y multas. Las
más habituales eran las de limpieza. A veces tan laxas que hubo que cambiar la
legislación en sucesivas reformas. Siempre para endurecerla, que había quien
prefería pagar la multa a limpiar.
Con esos pequeños ajustes conseguíamos que
las multas fueran efectivas y sirvieran para que cumpliéramos religiosamente
con la limpieza semanal, que nunca hubo afán recaudatorio en nuestras
penalizaciones. Eso por regla general. Algún compañero caradura tuve que se las
ingenió para burlar las sanciones y no cumplir con su tarea. Por ejemplo,
sustituyendo la limpieza semanal por una simulación en la que lo más normal era
que la mierda terminara debajo de los sofás y de las alfombras.
Por culpa de uno de estos caraduras en una
ocasión tuvimos que convocar el Consejo de Estado del piso, que ya se sabe que
una puta jode a un pueblo entero. En aquel cónclave acordamos soluciones
drásticas y castigos ejemplares para los reincidentes o para aquellos que
hicieran al resto alguna putada de las gordas. A ver, no era lo mismo que
alguien no limpiara y que en los bajos del sofá hubiera un universo paralelo
con seres monstruosos e inquietantes que ir a llamar por teléfono y descubrir
que nos lo habían cortado, y más si era porque el compañero que tenía que ir a
pagar la factura se había gastado el dinero del teléfono en una fiesta loca de
fin de semana. Putadas como esas merecían un castigo de dimensión inquisitorial.
El eslogan de la campaña que por entonces
tenía la DGT en la televisión nos sirvió de inspiración: “Las imprudencias se
pagan. Cada vez más”. Desde ese día quien hacía una “imprudencia” en perjuicio
de la comunidad se arriesgaba a que se reuniera un consejo de guerra para
juzgarle y condenarle de forma sumarísima. Otro día contaré las imaginativas
condenas que tuvieron que padecer los que osaron sobrepasar las líneas rojas
que acordamos entre todos.
Yo era de los que no solía saltarme las normas,
con la excepción de algún que otro retraso sin mucha importancia en la limpieza
semanal. Ya entonces era un tipo responsable, aunque no muy exigente. Tampoco creáis
que andaba pasando el algodón como el mayordomo del anuncio y persiguiendo a
mis compañeros de piso como si fueran mis siervos. Ni quería vivir en un
palacio impoluto ni en una asquerosa pocilga. Resumiendo, que era poco
exigente, pero de los que se mosqueaban si alguien no cumplía los mínimos.
Que te toque en suerte el rol de responsable
en una comunidad es una putada, pero los que somos así normalmente no podemos
evitarlo. Hasta que un día te hartas y lo mandas todo a hacer puñetas. Porque
los que somos responsables no somos gilipollas y da mucho por culo ver cómo hay
otros que no cumplen con las normas y viven tan ricamente, felices y
despreocupados. Es entonces cuando te das cuenta de que eres un pringado y
piensas, joder, por qué tengo que estar yo preocupándome por todo y comiéndome
la cabeza. A la mierda todo, a la mierda y que le den. Me cago en el día en el
que se repartieron los papeles y me tocó el de policía, que no tengo yo por qué
estar diciéndole a nadie lo que tiene que hacer.
Esto sucedió varias veces, pero recuerdo
especialmente una. Uno por uno, todos los compañeros de piso, fuimos dejando de
hacer nuestra parte de la limpieza semanal. Pues si este no limpia, yo paso.
Pues que os den, yo tampoco limpio. Pues muy bien, a tomar por el puto culo.
Los suelos estaban tapizados de mierda y
pelusillas. Una pátina de polvo cubría todos los objetos, con la excepción de
los ceniceros, que apenas se veían debajo de las montañas de colillas. Sobre
las baldosas del cuarto de baño una sustancia viscosa hacía que las zapatillas
se pegaran en el suelo a cada paso. El inodoro, de un color indeterminado, desprendía
un olor nauseabundo. Los churretones del espejo apenas te mostraban el trocito
justo de cara para poder afeitarte. En las habitaciones, la ropa, los libros y los desechos de cualquier tipo estaban desperdigados por todas partes. Y tanta mierda se llegó a acumular en el suelo de la cocina que me planteé seriamente ararlo y sembrar unas patatas. Los cacharros colmaban el fregadero y solo recibían un chorro de agua de urgencia cuando había que usarlos y
no quedaban otros por ensuciar. Las bolsas de basura, rodeadas de escuadrones
de afortunadas moscas que al fin habían encontrado la tierra prometida, se
amontonaban en un rincón sin que nadie quisiera ser el rajado que echara a
perder nuestro prometedor e imparable complejo de Diógenes.
Aguantamos lo que pudimos en aquella
insalubre situación. Y aunque durante unos días ver cómo se acumulaba la mierda
nos hizo cierta gracia llegó un momento en el que no pudimos más. Así fue como,
antes de que tuviéramos que llamar a alguna ONG para pedir que nos vacunaran contra
la malaria y el tifus, volvimos a reunir el consejo de Estado.
Como nadie quería limpiar aquel estropicio
porque todo el mundo culpaba a los demás de lo que había sucedido, decidimos
jugarnos a las cartas la limpieza. Hicimos un campeonato de mus y
afortunadamente hubo justicia y perdió el que había empezado con todo aquello.
Pero no importa la solución coyuntural de aquel desastre, sino que después
volvimos a retomar el orden y las multas, y comprendimos que estaba bien ser
responsables en la parte que nos tocaba de nuestra pequeña sociedad, y que
teníamos que esforzarnos para que aquello no volviera a suceder.
Se me viene a la cabeza todo esto porque veo
cómo nuestra sociedad se va a la mierda y, a pesar del éxito de las
manifestaciones de ayer, me doy cuenta de que muy poca gente se esfuerza para
evitarlo.
Hasta hace poco participaba en todas las huelgas que se convocaban, pero ya me he cansado. Para mucha gente la de ayer ha sido su segunda huelga en los últimos años. En el sector de la educación de Castilla-La Mancha la de ayer era una huelga más que se sumaba a todas las que llevamos. Y reconozcámoslo, el seguimiento de las huelgas en mi comunidad autónoma es muy bajo, incluso en educación, un sector de los más castigados por los recortes. Nada tiene que ver lo que pasa en Toledo, que es donde vivo, con lo que pasa en Madrid o Barcelona, que son esos lugares donde pasan cosas que luego echan por la tele. Esa ha sido la razón de mi renuncia. Cada vez que hacía huelga y veía el poco seguimiento que tenía y que mis sacrificios eran inútiles por la inconsecuencia de mis compañeros, me frustraba, me cabreaba y me juraba a mí mismo que era la última vez. Y esta vez ha sido en serio. Que les den a todos. Si esto es lo que quieren, estupendo. Estoy harto de ser el responsable, sobre todo cuando hay muchos otros que tienen mucho más que perder que yo. Y si a ellos no les importa nada vivir en esta sociedad de mierda, a mí, sinceramente, tampoco.
A lo mejor solo es cuestión de dejar que la
mierda se siga acumulando hasta que llegue un momento en que no podamos
respirar. Entonces tendremos que hacer algo. Todos juntos. O al menos la gran
mayoría.
Sé que esto suena a excusa por no haber hecho
la huelga de ayer. Nada más lejos de mi propósito. No me siento obligado a
justificarme ante los demás. He pensado en no escribir sobre esto en mi blog y
he llegado a la conclusión de que no hacerlo sería como si me avergonzara de mi
decisión. Y si otras veces he contado aquí mi participación en huelgas, creo
que es justo hacerlo también en este caso.
La única pretensión de este post es explicar
el hastío que me produce ver que somos siempre los mismos tontos los que vamos
a las barricadas mientras los otros echan por tierra todos nuestros esfuerzos. Sé
que ahora parece que soy yo el que está en el bando de los esquiroles, y es verdad,
y de alguna forma me jode –no creáis que ayer me sentí a gusto trabajando-, pero
en el otro bando, el de los idealistas, hace tiempo que me siento ridículo. ¿Que
me estoy haciendo mayor? Eso sí es posible. No lo niego.
He publicado estos pensamientos a toro pasado
porque no quería convencer a nadie de mi postura. Puede que no sea la mejor.
Solo sé que es la mejor para mi estado de ánimo actual. Tampoco quería que Alicia,
mi mujer, que no está nada de acuerdo con mi decisión de no hacer huelga, o mis
amigos progres e idealistas, que son los más, me echaran la bronca por
desmotivar a los huelguistas, que tienen todo mi respeto y mi admiración.