jueves, 15 de noviembre de 2012

Piso compartido


Durante muchos años compartí piso en Madrid. Fueron unos años de mucho trajín, especialmente en mi época de estudiante. Por una u otra razón siempre andaba cambiando de piso o de compañeros, algunos de ellos tan disparatados como entrañables.

Sin mitificar ni mixtificar el pasado, fueron tiempos muy divertidos. Pero no siempre y a todas horas. Después del cachondeo y las risas había que convivir y respetar el descanso o el trabajo de los otros, y había que pagar las facturas y el alquiler, y, especialmente, había que limpiar. Y cuando alguno no cumplía con sus obligaciones, la cosa dejaba de tener gracia.

Por eso en nuestro pequeño y a veces absurdo micromundo tuvo que entrar la ley y el orden en forma de correctivos y multas. Las más habituales eran las de limpieza. A veces tan laxas que hubo que cambiar la legislación en sucesivas reformas. Siempre para endurecerla, que había quien prefería pagar la multa a limpiar.

Con esos pequeños ajustes conseguíamos que las multas fueran efectivas y sirvieran para que cumpliéramos religiosamente con la limpieza semanal, que nunca hubo afán recaudatorio en nuestras penalizaciones. Eso por regla general. Algún compañero caradura tuve que se las ingenió para burlar las sanciones y no cumplir con su tarea. Por ejemplo, sustituyendo la limpieza semanal por una simulación en la que lo más normal era que la mierda terminara debajo de los sofás y de las alfombras.

Por culpa de uno de estos caraduras en una ocasión tuvimos que convocar el Consejo de Estado del piso, que ya se sabe que una puta jode a un pueblo entero. En aquel cónclave acordamos soluciones drásticas y castigos ejemplares para los reincidentes o para aquellos que hicieran al resto alguna putada de las gordas. A ver, no era lo mismo que alguien no limpiara y que en los bajos del sofá hubiera un universo paralelo con seres monstruosos e inquietantes que ir a llamar por teléfono y descubrir que nos lo habían cortado, y más si era porque el compañero que tenía que ir a pagar la factura se había gastado el dinero del teléfono en una fiesta loca de fin de semana. Putadas como esas merecían un castigo de dimensión inquisitorial.

El eslogan de la campaña que por entonces tenía la DGT en la televisión nos sirvió de inspiración: “Las imprudencias se pagan. Cada vez más”. Desde ese día quien hacía una “imprudencia” en perjuicio de la comunidad se arriesgaba a que se reuniera un consejo de guerra para juzgarle y condenarle de forma sumarísima. Otro día contaré las imaginativas condenas que tuvieron que padecer los que osaron sobrepasar las líneas rojas que acordamos entre todos.

Yo era de los que no solía saltarme las normas, con la excepción de algún que otro retraso sin mucha importancia en la limpieza semanal. Ya entonces era un tipo responsable, aunque no muy exigente. Tampoco creáis que andaba pasando el algodón como el mayordomo del anuncio y persiguiendo a mis compañeros de piso como si fueran mis siervos. Ni quería vivir en un palacio impoluto ni en una asquerosa pocilga. Resumiendo, que era poco exigente, pero de los que se mosqueaban si alguien no cumplía los mínimos.

Que te toque en suerte el rol de responsable en una comunidad es una putada, pero los que somos así normalmente no podemos evitarlo. Hasta que un día te hartas y lo mandas todo a hacer puñetas. Porque los que somos responsables no somos gilipollas y da mucho por culo ver cómo hay otros que no cumplen con las normas y viven tan ricamente, felices y despreocupados. Es entonces cuando te das cuenta de que eres un pringado y piensas, joder, por qué tengo que estar yo preocupándome por todo y comiéndome la cabeza. A la mierda todo, a la mierda y que le den. Me cago en el día en el que se repartieron los papeles y me tocó el de policía, que no tengo yo por qué estar diciéndole a nadie lo que tiene que hacer.

Esto sucedió varias veces, pero recuerdo especialmente una. Uno por uno, todos los compañeros de piso, fuimos dejando de hacer nuestra parte de la limpieza semanal. Pues si este no limpia, yo paso. Pues que os den, yo tampoco limpio. Pues muy bien, a tomar por el puto culo.

Los suelos estaban tapizados de mierda y pelusillas. Una pátina de polvo cubría todos los objetos, con la excepción de los ceniceros, que apenas se veían debajo de las montañas de colillas. Sobre las baldosas del cuarto de baño una sustancia viscosa hacía que las zapatillas se pegaran en el suelo a cada paso. El inodoro, de un color indeterminado, desprendía un olor nauseabundo. Los churretones del espejo apenas te mostraban el trocito justo de cara para poder afeitarte. En las habitaciones, la ropa, los libros y los desechos de cualquier tipo estaban desperdigados por todas partes. Y tanta mierda se llegó a acumular en el suelo de la cocina que me planteé seriamente ararlo y sembrar unas patatas. Los cacharros colmaban el fregadero y solo recibían un chorro de agua de urgencia cuando había que usarlos y no quedaban otros por ensuciar. Las bolsas de basura, rodeadas de escuadrones de afortunadas moscas que al fin habían encontrado la tierra prometida, se amontonaban en un rincón sin que nadie quisiera ser el rajado que echara a perder nuestro prometedor e imparable complejo de Diógenes.

Aguantamos lo que pudimos en aquella insalubre situación. Y aunque durante unos días ver cómo se acumulaba la mierda nos hizo cierta gracia llegó un momento en el que no pudimos más. Así fue como, antes de que tuviéramos que llamar a alguna ONG para pedir que nos vacunaran contra la malaria y el tifus, volvimos a reunir el consejo de Estado.

Como nadie quería limpiar aquel estropicio porque todo el mundo culpaba a los demás de lo que había sucedido, decidimos jugarnos a las cartas la limpieza. Hicimos un campeonato de mus y afortunadamente hubo justicia y perdió el que había empezado con todo aquello. Pero no importa la solución coyuntural de aquel desastre, sino que después volvimos a retomar el orden y las multas, y comprendimos que estaba bien ser responsables en la parte que nos tocaba de nuestra pequeña sociedad, y que teníamos que esforzarnos para que aquello no volviera a suceder.

Se me viene a la cabeza todo esto porque veo cómo nuestra sociedad se va a la mierda y, a pesar del éxito de las manifestaciones de ayer, me doy cuenta de que muy poca gente se esfuerza para evitarlo.


Hasta hace poco participaba en todas las huelgas que se convocaban, pero ya me he cansado. Para mucha gente la de ayer ha sido su segunda huelga en los últimos años. En el sector de la educación de Castilla-La Mancha la de ayer era una huelga más que se sumaba a todas las que llevamos. Y reconozcámoslo, el seguimiento de las huelgas en mi comunidad autónoma es muy bajo, incluso en educación, un sector de los más castigados por los recortes. Nada tiene que ver lo que pasa en Toledo, que es donde vivo, con lo que pasa en Madrid o Barcelona, que son esos lugares donde pasan cosas que luego echan por la tele. Esa ha sido la razón de mi renuncia. Cada vez que hacía huelga y veía el poco seguimiento que tenía y que mis sacrificios eran inútiles por la inconsecuencia de mis compañeros, me frustraba, me cabreaba y me juraba a mí mismo que era la última vez. Y esta vez ha sido en serio. Que les den a todos. Si esto es lo que quieren, estupendo. Estoy harto de ser el responsable, sobre todo cuando hay muchos otros que tienen mucho más que perder que yo. Y si a ellos no les importa nada vivir en esta sociedad de mierda, a mí, sinceramente, tampoco.

A lo mejor solo es cuestión de dejar que la mierda se siga acumulando hasta que llegue un momento en que no podamos respirar. Entonces tendremos que hacer algo. Todos juntos. O al menos la gran mayoría.

Sé que esto suena a excusa por no haber hecho la huelga de ayer. Nada más lejos de mi propósito. No me siento obligado a justificarme ante los demás. He pensado en no escribir sobre esto en mi blog y he llegado a la conclusión de que no hacerlo sería como si me avergonzara de mi decisión. Y si otras veces he contado aquí mi participación en huelgas, creo que es justo hacerlo también en este caso.

La única pretensión de este post es explicar el hastío que me produce ver que somos siempre los mismos tontos los que vamos a las barricadas mientras los otros echan por tierra todos nuestros esfuerzos. Sé que ahora parece que soy yo el que está en el bando de los esquiroles, y es verdad, y de alguna forma me jode –no creáis que ayer me sentí a gusto trabajando-, pero en el otro bando, el de los idealistas, hace tiempo que me siento ridículo. ¿Que me estoy haciendo mayor? Eso sí es posible. No lo niego.

He publicado estos pensamientos a toro pasado porque no quería convencer a nadie de mi postura. Puede que no sea la mejor. Solo sé que es la mejor para mi estado de ánimo actual. Tampoco quería que Alicia, mi mujer, que no está nada de acuerdo con mi decisión de no hacer huelga, o mis amigos progres e idealistas, que son los más, me echaran la bronca por desmotivar a los huelguistas, que tienen todo mi respeto y mi admiración.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Leaving La Mancha: Mi padre y la muerte


Pronto será el vigésimo aniversario de la muerte de mi padre. Ha sido tiempo suficiente para que en mi cabeza haya dejado de ser una persona y se haya convertido poco a poco en personaje. Le odié y le quise a partes iguales, y a veces le tuve miedo, pero hoy sé que algunas de las cosas buenas que me quedan me las dejó él. Sobre todo dos: su sentido del humor y el desprecio que sentía por la muerte. Ambas cosas están relacionadas. No sé dónde leí una vez que el humorismo nace de reírnos de la muerte. También, añadiría yo, de reírse de uno mismo. Eso también me lo enseñó él.

Mi padre fumaba cada día cuatro o cinco paquetes de Celtas Cortos sin boquilla. Descarto la posibilidad de que intentara batir un récord porque no tengo constancia de que nunca se lo comunicara a los de los Guiness. Así que no me parece disparatado suponer que se estuvo suicidando lentamente. Su padre, mi abuelo, había muerto con 53 años por culpa del tabaco y sabía bien cuáles eran las consecuencias. A veces empezaba a toser y no podía parar. Eran unas toses convulsas, cavernosas, llenas de flema, de baba y de muerte, y cuando conseguía apaciguarlas, decía sonriendo: “Y yo la suerte que tengo, que sé de lo que me voy a morir”.

Puede que fumar –o no renunciar a hacerlo- fuera la única forma que le quedaba para expresar su rebeldía después de una vida triste que nunca le había dado nada. Ya entonces había muchas voces que clamaban en contra del tabaco y a mi padre nunca le gustó que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Si no se hubiera muerto hace veinte años, lo hubiera hecho el día que prohibieron fumar en los bares, que era donde pasaba la mayor parte del tiempo. Alguna vez algún muchacho me dijo que mi padre era un borracho porque se pasaba el día en el bar. Supongo que es algo que se lo habría escuchado a sus padres. Ya sabéis, la mierda de los pueblos. Mi padre era prácticamente abstemio y en el bar solo bebía café con leche.

A mí padre le gustaba mucho hablar de la muerte. Cuando estaba de buenas era muy divertido. Contaba chistes, algunos de fantasmas y cementerios, y a veces hablaba, entre burlas y veras, de su propia muerte. Lo recuerdo explicándonos cómo le gustaría que fuera su entierro. Él hubiera querido que arrojaran su cadáver a los perros o a los lobos para que lo devoraran. Éramos pequeños y disfrutaba impresionándonos. Aquello además le daba pie para decirnos que él no pensaba que su cadáver tuviera ninguna importancia porque ya no sería él. Y un montón de carne sin vida para lo único que podía servir es para alimentar a otros animales y que el ciclo de la vida continuara su curso. Ahora sé que la idea se la robó a Diógenes, el filósofo cínico. Ya os conté alguna vez que le apasionaban los cínicos y, sobre todo, los estoicos: Epicteto, Marco Aurelio y Boecio fueron siempre sus lecturas de cabecera. Son lecturas muy recomendables para no tener miedo a la muerte.

También le hubiera gustado que lo enterráramos en alguna de sus tierras, en el campo, sobre la tierra, sin paredes de cemento ni cajas de roble. Para que se lo comieran a gusto los gusanos. Yo, que era pequeño y había visto eso en las películas, le decía que si él quería, lo haríamos. Entonces me explicaba que estaba prohibido, que solo se permitía enterrar cadáveres en los cementerios. Lo decía con disgusto porque, como me pasa a mí, no terminaba de entender muchas de las estúpidas normas que imponen las leyes de los hombres.

Así que, como las dos formas de deshacernos de su cadáver eran irrealizables, o al menos ilegales, terminaba aceptando que iría, como todos, a la carretera de Villacañas, que es donde está el cementerio de mi pueblo, y añadía que si queríamos hacer un entierro a su gusto solo teníamos que hacer una cosa: evitar que fuera católico, nada de misas ni de curas ni de rezos. Y si teníamos dinero, podíamos contratar a la banda de música para que acompañara al cortejo. Pero no quería ni réquiems ni marchas fúnebres. Prefería pasodobles y de los más alegres. Esto último lo decía por hacer la broma, que bien sabía él que la condición que ponía difícilmente se iba a dar: tener dinero.

Murió como había vivido: solo y rodeado de gente. Fue a Toledo a unas revisiones médicas y sufrió una especie de colapso que lo derribó en mitad de la calle. Creo que pasaba mucha gente, incluso una médica que pudo atenderle en el momento, aunque no sirvió de nada. Ingresó cadáver en el hospital, que estaba a tiro de piedra. Tenía cincuenta y dos años.

La forense que le hizo la autopsia nos dijo que había muerto por culpa del tabaco. Todos sus órganos estaban tan envejecidos como si fueran de un hombre de setenta u ochenta años. Yo creo que él sabía que se moría. No sabía que iba a ser aquella mañana de primavera en la que cayó fulminado en mitad de una calle de Toledo, pero sí de forma inminente. Eso explicaría que vendiera una tierra pocas semanas antes de su muerte en contra de nuestro consejo y sin ninguna razón aparente.

Los últimos años de la vida de mi padre habían sido un infierno. Los problemas mentales se le habían agravado y su vida se había convertido en un calvario. Nunca encontraron la medicación adecuada para estabilizarlo y dejarlo como era. Cuando murió, pensé que su entierro venía a hacer oficial la muerte que había sufrido un año antes, cuando lo ingresamos en el psiquiátrico y nos devolvieron a un hombre que parecía mi padre y, sin embargo, no lo era. Se notaba sobre todo porque el hombre que salió de allí no tenía ningún sentido del humor.

Cuando murió mi padre, yo tenía veintiún años y no me costó mucho esfuerzo convencer a mi madre y a mis hermanas para que hiciéramos el entierro como él hubiera querido, con banda de música y todo, porque por primera vez, y gracias a su previsión, había algo de dinero en mi casa.

Fue un entierro muy sonado, no sé si más por la banda de música que tocaba pasodobles o por no haber pasado por la iglesia. Muchos nos pusieron a parir por haberle hecho un entierro laico. Creo que no se recordaba otro igual. Ya sabéis, la mierda de los pueblos.

Puede ser que por todo esto a mí también me guste bromear con la posibilidad de una muerte prematura. Lo hago de vez en cuando y mi mujer se cabrea mucho. A mí, sin embargo, me alivia no tener muchas expectativas y paradójicamente me invita a disfrutar de la vida.

Me gustaría morir como murió mi padre. No con su misma edad, sino en sus mismas circunstancias. Creo que murió cuando su vida había dejado de tener sentido. Coincidió la decrepitud de su organismo con la pérdida de su cabeza y la falta de metas en su trayectoria vital. Lo mejor que le podía pasar era morirse y tuvo suerte.

Hoy algunos de mis paisanos, como cada año, nos estarán criticando porque la lápida de mi padre será de las pocas que no estará limpia. Tampoco verán bien que no haya ninguna flor sobre ella. Ya sabéis, la mierda de los pueblos. No se dan cuenta de que ahí no está mi padre y de que ni siquiera es esa la tumba que él quería.