viernes, 20 de julio de 2012

Hormigas

Como todos los niños pequeños, yo tenía mis perversiones, que eso de que los niños son buenos y cándidos es mentira. A la mierda Rousseau. Tampoco es que fuera de los niños más temibles. Por ejemplo, yo nunca me pegaba con otros chicos ni torturaba a los animales más allá de darle algún que otro susto a mi gato. Mis instintos sádicos se dirigían a los insectos, principalmente a las hormigas. No llegué a soñar que me salían de la palma de la mano como le pasó a Dalí, pero eran bichos que, para su desgracia, llamaban mi atención. Lo que más me gustaba era reventar sus colonias y observar su comportamiento con interés de entomólogo amateur.

No sé, quizá me fastidiaba el orden, o la laboriosidad extrema, o la disciplina, o la diligencia contumaz. Yo qué sé. Puede que mi aversión por las hormigas explique ciertas simpatías que siempre he sentido por la cigarra en el cuento que coprotagonizan. La cuestión es que mis ataques a sus hormigueros eran habituales cuando me aburría y descubría una colonia de hormigas afanándose en su tarea de aprovisionamiento, con sus filas perfectamente formadas para transportar y almacenar granos, semillas, pajitas o migas de pan. Era tan fácil como pegar un pisotón en mitad de una hilera o dejar caer sobre ella una piedra de dimensiones considerables. Indefectiblemente siempre pasaba lo mismo: las hormigas que sobrevivían a la catástrofe dejaban caer sus mercancías, echaban a correr a tontas y a locas y daban vueltas durante un rato hasta que comprendían que el peligro había pasado. En unos minutos, pocos, empezaban a recuperar sus mercancías abandonadas y volvían a organizar las filas en dirección a las despensas de su hormiguero olvidándose de las que habían perdido la vida.

Me sorprendía, ingenuo como era entonces, que reanudaran sus tareas habituales en tan poco tiempo y sin que les importaran las bajas. Eso me hacía pensar que eran bichos totalmente indolentes. Los seres humanos, sin embargo -me parecía a mí-, teníamos sentimientos y padecíamos más en situaciones similares.

Años después, cuando ya no reventaba hormigueros, empecé a pensar que no había tanta diferencia entre los seres humanos y las hormigas. Después de una catástrofe natural es posible que tardemos más tiempo que las hormigas en reordenar las filas para continuar con nuestra vida de siempre, pero sería estúpido pensar que nuestra noción del tiempo coincide con la de los insectos. Es posible que un minuto de una hormiga sea como un mes para nosotros.

No hace falta decir que después de aquellos experimentos entomológicos mi mente se llenaba de pensamientos metafísicos, ontológicos, cosmológicos y religiosos con los que empecé a plantearme cuestiones muy profundas sobre el azar, el destino, la existencia de microcosmos o la idea de Dios. Pero dejo para otro día los pensamientos transcendentes y sigo con la evolución de mis abominables experimentos.

Me sentía un pequeño dios –o diablo- que hacía y deshacía a su capricho en un mundo indolente e insignificante. Hasta ese momento, ya fuera por la fuerza de la suela de mi zapatilla, por los meteoritos que les arrojaba o incluso por algunas riadas que a veces provoqué, mis ataques habían sido lo más parecido a catástrofes naturales.

Me faltaba que mis víctimas pensaran que aquellos ataques eran una agresión, que había un responsable y que tenían que contraatacar antes de que acabara con todas ellas.

Así entraron en el tablero los saltamontes.

Hacer creer a las hormigas que un saltamontes era el responsable de la debacle fue muy sencillo. Solo tenía que hacerlo aparecer en el lugar de los hechos en el momento oportuno, esto es, justo después de dar el zapatazo. Para ponérselo más fácil a las hormigas, en el casting elegía a un saltamontes pequeño. Y para que no pudiera escapar gracias a la agilidad que les caracteriza solía dejarlo ligeramente lisiado. Bastaba con privarlo de alguna de sus patas traseras.

En cuanto localizaban al intruso, las hormigas eran inclementes con él. Le atacaban rápidamente y sin piedad. Parecía que actuaban como una masa enloquecida, pero creo que había cierto orden en su ofensiva. En pocos segundos desmembraban al bicho y transportaban sus patas al hormiguero como si fueran preciados granos de trigo. Finalmente se llevaban como podían el tronco del saltamontes –todavía vivo- y, si era lo suficientemente pequeño para pasar por sus galerías, seguía el mismo camino que sus patas. Ignoro si las hormigas se comen estos bichos, pero doy fe de que lo metían con decisión y vehemencia dentro de su despensa como si se tratara de un manjar exquisito.


Me estoy acordando de todo esto porque no puedo evitar vernos como hormigas en las manifestaciones que se están sucediendo en contra del Gobierno –de los Gobiernos- desde el famoso 15M, y que ahora, con los terribles hachazos que está sufriendo el estado de bienestar, probablemente se repetirán con mayor asiduidad. No puedo evitar vernos como a esas hormigas que después de un zapatazo rompen filas y corretean de forma desorganizada durante unos minutos para luego retomar el trabajo y volver diligentes a la rutina diaria. Tampoco puedo evitar pensar que Rajoy, Montoro, De Guingos, la Cospedal o la Esperanza Aguirre son solo saltamontes, señuelos, hombres de paja, aunque ellos ni siquiera lo sepan. Porque los que en realidad están causando los destrozos –les hemos puesto el nombre genérico de mercados porque son inaccesibles y están tan lejos de nosotros que no somos capaces de identificarlos- probablemente nos observan con indiferencia, acaso con curiosidad entomológica.

Estos pensamientos me deprimen un poco, incluso me invitan de alguna manera a la desmovilización. Pero luego me acuerdo de las hormigas desmembrando a los saltamontes y me las imagino satisfechas al ver cómo finalmente se llenan sus despensas, ilusionadas por haber derrotado al enemigo, felices pensando que han acabado con el mal que acechaba su colonia. Y eso, aunque sea a modo de premio de consolación, anima.

4 comentarios:

Antonio Díez dijo...

una vez más de acuerdo plenamente con esta reflexión... recuerdo las imágenes de gente tomando sol en thailandia con los cadáveres del tsunami aquel todavía sin recoger en la playa o, sin ir tan lejos, los mendigos junto a los que miles de personas pasan en una gran ciudad.... los seres invisibles... y luego está claro: vemos a los pastores del rebaño, a los guardeses de la finca, pero no a los amos... en los acampos nazis recibían el nombre de kapos... un saludo!

I.R.H dijo...

Hacía bastante tiempo que no me pasaba a leer alguna entra de tu blog. Y como las veces anteriores, he sonreído al terminar de leer... porque aunque genere un tanto de incertidumbre la comparación con las hormigas, pues es cierta.

Ojalá que al igual que las hormigas consiguieron la tranquilidad, nosotros consigamos el bienestar.

¡¡Saludos!! Sigue así :D

¡ ¡Un placer y sigue así!! :D

Félix Chacón dijo...

Un placer que de vez en cuando te acuerdes de mi blog y te des una vuelta por él, I.R.H.

Orion dijo...

De pequeño, también mis instintos sádicos se dirigían hacia los insectos.

Frente a la casa de mis padres había un gran solar abandonado, donde crecía la vegetación sin orden ni concierto. Allí me reunía con los amigos para jugar al fútbol e intercambiar revistas porno de la época, como el Lib (hoy en día, los chavales juegan al Fifa y se lo montan con Internet).

Debido a ese solar, las hormigas invadían mi terraza. Yo disfrutaba hurgando entre las grietas y resquicios de las paredes hasta hacerlas salir. Imaginaba que yo era Gulliver y las hormigas, los habitantes de Liliput. Me tumbaba en el suelo y los liliputienses campaban a sus anchas por mi cuerpo, hasta que, enfurecido, me levantaba y los aplastaba.

De un día para otro, casi sin darme cuenta, me hice mayor, empecé a trabajar, contraté una hipoteca, me casé... Sigo siendo Gulliver, pero en el país de los gigantes. Ahora la hormiga soy yo.

Dicen que la hormiga es el insecto más parecido al ser humano, sin embargo, no creo que consigamos desmembrar al saltamontes. Las hormigas, a diferencia de nosotros, son más altruistas y racionales, procurando, en todo momento, el beneficio de la colonia.