lunes, 30 de julio de 2012

Cuentos con moraleja: El cuento de los afiladores

Hoy toca un cuento de auténtica tradición oral. No digo que no exista ninguna versión escrita, sino que al menos yo no la conozco. Esta historia se la escuché a mi padre en repetidas ocasiones cuando era pequeño:

  En tiempos de la posguerra, dos pobres afiladores iban de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios. Para llevar a cabo su labor se valían de sendas bicicletas Orbea. La bicicleta era el vehículo ideal para aquellos esforzados y humildes trabajadores: no consumía combustible ni necesitaba pienso. Tampoco para poner en marcha la herramienta que les daba de comer, ya que la rueda de piedra con que afilaban cuchillos, navajas y tijeras también giraba gracias a un juego de poleas que se ponía en marcha con los pedales del vehículo.
  A media tarde llegaron a un pueblo y, antes de poner el pie en la primera calle, vieron a las afueras lo que parecía un pajar.
  -Ahí podríamos pasar la noche –dijo uno.
  El otro miró el edificio antes de hablar.
  -Parece que está cerrado.
  -Yo creo que nos podremos colar por esa ventana –dijo el primero que había hablado, y señaló una ventana grande y sin rejas que estaba a unos dos metros del suelo.
  Finalmente convinieron en verse allí a última hora de la tarde y se separaron después de haberse repartido, un poco a ojo, las calles del pueblo. A lo lejos escuchaba cada uno la escala desmayada que, a modo de reclamo, salía de la flauta de pan de su compañero.
  Cuando ya estaba a punto de ponerse el sol, regresaron al pajar. La ventana que habían visto al llegar se les antojó un poco más alta que unas horas antes. Comprobaron que la puerta estaba cerrada. Rodearon el edificio en busca de otro modo de entrar menos arriesgado. Y tras cerciorarse de que no había otra alternativa, decidieron que intentarían alcanzar la ventana utilizando una bicicleta a modo de podio. Encaramándose con desparpajo sobre la bici uno de ellos pudo trepar hasta el alféizar de la ventana, que era ancho por ser las paredes de adobe. Desde allí le fue fácil ayudar a su compañero a subir.
  El sol ya se había ocultado. La luz diurna aún les hubiera permitido andar por los caminos sin necesidad de echar mano de ningún farol. Sin embargo, no era suficiente para adivinar qué les esperaba al otro lado del muro. Ambos escrutaban entre las sombras intentando encontrar algún asidero que les ayudara a bajar la pared por el otro lado. No era fácil. Un palmo más allá de sus narices todo eran tinieblas y sombras imprecisas.
  -A ver si va a haber un perro –dijo el primero que había trepado hasta la ventana.
  -No digas tonterías. Ya estaría ladrando. Venga, hombre, salta y mira a ver dónde podemos acomodarnos.
  El otro no dijo ni sí ni no, pero tampoco se decidió a hacerle caso.
  -Si no saltas tú, salto yo y santas pascuas –dijo otra vez el mismo-. Esto es un pajar, ¿no? Seguro que no hay más que paja. ¿Te da miedo saltar o qué?
  -No, hombre, no. Estaba viendo si había alguna forma más fácil de bajar.
  -Si no te atreves, salto yo –apremió el compañero.
  A lo mejor debería haberle dicho que saltara él si tanta prisa tenía, pero no lo hizo por no parecer un cobarde, que era lo que él otro no dejaba de restregarle por la cara.
  Por eso terminó saltando el primero.
  Por eso fue él el que primero terminó descoyuntado y atravesado  por unos hierros que, segundos más tarde, entre las sombras, pudo reconocer como aperos de labranza. Probablemente lo que se le había clavado en la espalda eran arados. Lo que atravesaba su pierna derecha era más agudo y punzante. Debían de ser las púas de un rastrillo o de una horca de hierro.
  -¿Hay paja? –preguntó a voces su compañero desde lo alto de la ventana.
  El afilador que agonizaba entre los aperos de labranza tardó unos segundos en responder. A punto de morir, pero aún consciente, echó mano de todas sus fuerzas para que su voz sonara más clara, sincera y optimista que nunca, y dijo entre sus postreros estertores:
  -¡Mucha y blanda!


Eso mismo me parece que me dicen todos los que me hablan de las maravillas de tener hijos: los hijos han dado sentido a mi vida, los hijos dan la felicidad, los hijos son lo más hermoso, los hijos son lo más importante, etc. Son frases tan concluyentes como huecas, que se supone que los que no tenemos hijos no podemos entender, que es otra de esas frases recurrentes que dicen los que tienen hijos. Los argumentos racionales se les dan peor, como no sea ese tan egoísta de que se tienen hijos para no estar solo en la vejez.

Lo que yo veo es muy distinto: madres abnegadas que alumbran un bebé después de meses de molestias, cuitas y privaciones; madres y padres abnegados que renuncian totalmente a su vida durante dos o tres años para dar biberones, limpiar narices y culos, pasar noches en vela, vivir en un sinvivir a cada momento ante la posibilidad de que el fruto de sus entrañas meta los dedos en un enchufe, se deje caer por el hueco de la escalera o cruce la calle en el mismo momento que pasa un camión; luego me imagino la escuela y los nuevos temores que tienen que acechar a los padres, como el de que su hijo sea tonto, o que no sea sociable, o que tenga alguna dificultad en la que no habían reparado, y que no se pegue con los otros niños, y que haga caso al maestro, y más sacrificios de tiempo para llevarlo a actividades extraescolares, y al zoo, y al parque de atracciones, y al circo que acaba de llegar a la ciudad, y a la actuación –¡oh, no!- de los cantajuegos; para luego llegar al instituto y que la cosa no mejore, que eso, como profesor, lo tengo comprobado, porque la dependencia del niño o la niña sigue siendo parecida a la que tenía en el cole, pero ahora además se empieza a portar raro, y a todo dice que no, y protesta, y se enfurruña y no habla, o contesta de mala manera, y es que de las cosas del pavo no se libran ni los que tienen hijos de esos que sacan buenas notas y nunca se meten en líos, que no hay padre con hijos adolescentes que no padezca sus tribulaciones, porque son años muy importantes para la vida de su hijo, son años en los que se empiezan a decidir cosas, si estudia o no, si trabaja, en qué trabaja, si estudia, qué estudia, y luego hay que luchar contra la revolución hormonal y discutir todo el tiempo con cabezas llenas de pájaros; y después se hacen mayores, y tienes que ayudarles hasta que sean capaces de mantenerse por sí mismos, hasta que se vayan de casa, con veinte, con treinta, con cuarenta… Si no viene la crisis y te los devuelve otra vez, que uno cuando tiene un hijo lo tiene para siempre.

La frase típica de padres a la que no pongo ninguna objeción es esa en la que aseguran que los hijos llenan toda tu vida. Eso sí me lo creo.

Que nadie piense que me parece mal que la gente tenga hijos. Todo lo contrario. Es posible que mucha gente los necesite para realizarse plenamente. Y me alegro, que soy profesor y necesito que sigáis procreando para tener alumnos. Y los que tienen negocios, clientes. Y los empresarios, mano de obra barata.

Lo que no entiendo es que cada dos por tres alguien se extrañe de que yo no quiera tener hijos y me mire con recelo. Sobre todo porque tengo pareja y estabilidad laboral y un hogar que ofrecerle al posible vástago. Hay gente que te mira como si fueras un bicho raro, alguien de quien no te puedes fiar, un traidor a la especie o algo así. No sé por qué la decisión de no tener hijos levanta en algunas personas tantas suspicacias.

Yo no miro mal a los que tienen hijos. Es algo que tiene buena prensa desde que el mundo es mundo. Y si un montón de personas de las que te fías te animan a saltar, te aseguran que hay mucha paja y que está blandita, no vas a ser tú el que sospeches que es una trampa. Por otra parte, tampoco puedo descartar que algún día termine siendo yo el que dé el salto, que ya sabemos lo veleidosa e irracional que puede ser en ocasiones la condición humana.

3 comentarios:

Orion dijo...

Este cuento con moraleja me recuerda un chiste muy antiguo, de los de toda la vida:
Dos ladrones van a robar a un cementerio que está circundado por una tapia. El más atrevido y valiente comienza a escalar. Cuando llega arriba y asoma la cabeza al otro lado, el vigilante del camposanto le arrea en todos los morros con un bate de beisbol, rompiéndole los piños. El ladrón empieza a descender lentamente, tapándose la boca con la mano. Su compañero le pregunta ¿qué pasa?, y él responde nada tío, sube tú primero que a mí me da la risa.

No es sólo el hecho de no tener hijos lo que llama la atención de mucha gente; la soltería, por ejemplo, también es motivo de extrañeza. Si pasas de los treinta y no estás casado, te dicen pero bueno que se te va a pasar el arroz, a qué estás esperando para sentar la cabeza, no es bueno que el hombre esté solo… Luego ves la vida que llevan los que más insisten en que te cases y piensas: lo que quieres es que me convierta en un amargado como tú, cabrón.

Se podría decir, así en términos generales, que todo lo que se aleja de lo estándar está mal visto y genera suspicacias y comentarios infundados: seguro que no tiene hijos porque no puede, a lo mejor sigue soltero porque es maricón… Incluso hay quien piensa que se trata de un problema de inmadurez o complejo de Peter Pan. Manda güevos, con la de padres que hay por el mundo con desequilibrios emocionales…

Por supuesto que debe ser verdad que los hijos ocupan toda tu vida. El tener hijos es como un árbol al que le empiezan a salir ramas y el tronco queda en un segundo plano. Luego están los padres que pretenden que sus hijos destaquen en lo que ellos fracasaron, sin contar con su opinión, valiéndose del chantaje emocional para, al final, hacer de ellos unos amargados, su propio reflejo.

¡Saludos!

PD: Muy bueno lo de los empresarios y la mano de obra barata :)

Orion dijo...

En el comentario que te envié ayer para este post, olvidé incluir una cita muy bonita de Francisco Umbral,al que invocaste para la presentación de "Entelequia".

"Estoy oyendo crecer a mi hijo. Un hijo es la propia infancia recuperada, la pieza suelta del rompecabezas. Lo que no viví en mí lo vivo en él, lo que no recuerde de mí es él. Él es el trozo que me faltaba de mi vida. Yo soy el trozo que me faltaba de mi madre."

Hala, ahí queda eso.

Félix Chacón dijo...

Entre el Umbral que había venido a hablar de su hijo y el que había venido a hablar de su libro, me quedo con el segundo ;-)