lunes, 13 de febrero de 2012

Cuando me paro a contemplar mi estado

Hace pocos días cumplí cuarenta años. No me gustó nada. Y eso que llevaba un par de años diciendo que estaba más en la cuarentena que en la treintena para irme haciendo a la idea. Ahora he visto que una cosa es decirlo y otra bien distinta saber que los tienes. Los años pesan y no solo en la báscula.

Cuarenta años es una cifra redonda que te invita a pensar, a hacer balance. Supongo que cada vez que inicias una década la ocasión se presta.

Sorprendentemente me arrepiento de pocas cosas de las que he hecho en mi vida, prácticamente de ninguna. Supongo que esto, dicho así, suena un poco soberbio y sé que los hombres de vida errática que finalmente se arrepienten de sus pecados y piden perdón gozan de las simpatías del público, pero ya no tengo edad para intentar pasar por lo que no soy.

Desde mis dieciocho años hice lo que quise. Puede que incluso desde los dieciséis. Tomé mis propias decisiones y asumí en todo momento las consecuencias. No es una cuestión de autocomplacencia. A veces me equivoqué y otras acerté. Pero hice míos tanto los errores como los aciertos porque siempre medité mucho cada uno de mis pasos.

Como nunca improvisé demasiado, puede que algunas veces, con tanta prudencia, restara emoción a mi vida. Fue el precio que tuve que pagar por andar durante muchos años en la cuerda floja. Me pasé tanto tiempo haciendo funambulismo sin red que aún me asombra no haberme desgraciado en ninguna aparatosa caída. Supongo que fue en parte gracias a esa prudencia de la que hablaba antes.

Por esa ética contumaz que padecemos todos los que no tenemos creencias religiosas casi toda mi vida me he sentido obligado a ser íntegro, algo que más o menos creo haber conseguido. Por eso no me arrepiento de nada. Como no sea de cosas muy puntuales e intrascendentes. Quizá no debí decir eso en aquella ocasión. Tal vez debería haber dejado ese trabajo un poco antes. No tuvo sentido esperar tanto aquello. Perdí el tiempo con esa gente que no merecía la pena. Etcétera. Nada grave. Tomé mis propias decisiones y no tengo nada que reprocharme.

Por suerte o por desgracia, cuando era joven me despegué lo suficiente de mi familia para no tener que hacerlos partícipes ni de mis éxitos ni de mis fracasos. Luché por lo que quise y si algo no salió, quizá fue porque desistí antes de tiempo, o porque no me lo merecía, o porque la suerte no me acompañó. No tengo nada que reprocharle a la suerte: ni siempre estuvo de mi parte ni siempre estuvo en mi contra. En todo momento intenté tener claro adónde iba y me esforcé todo lo que pude.

Y sin embargo ahora, cuando se supone que todo debería ser más fácil, es cuando más dudas tengo.

Cuando era pequeño nadie me habló nunca de política, pero en aquellos años de la Transición había algo en el ambiente que invitaba al optimismo. Uno podía pensar que con esfuerzo y un poco de suerte cualquier cosa era posible. Lo pasé mal en muchos momentos de mi vida, pero mi trayectoria personal, en líneas generales y dejando aparte las crisis coyunturales,  siempre fue de menos a más. Y eso siempre anima.

Ahora todo está cambiando demasiado rápido. La aguja de la brújula de mi vida, que en otros tiempos tan bien me funcionó, gira de forma alocada. Probablemente ya no encuentra norte al que dirigirse. Nos lo han quitado todo a cambio de una conexión a Internet y un smartphone. Es deprimente ver a tantos individuos con un teléfono que les supera en inteligencia.

Resulta paradójico que toda esa información que tenemos a nuestro alcance no sirva para nada positivo. Porque toda esa información que fluye por caudalosas corrientes invisibles termina anegándonos. Y ya no sé si este empacho de megabytes nos hace más libres o nos obliga a soportar un peso tan oneroso que finalmente nos frena, nos atonta, nos aturulla.

Por eso, después de toda una vida mirando hacia delante, ahora temo equivocarme al dar mi próximo paso. Porque tengo el presentimiento de que la próxima vez que haga balance (¿con cincuenta?, ¿con sesenta?) tendré que arrepentirme por no haber sabido hacia dónde avanzar en estos momentos. O por haberme quedado quieto y no haber ido a ninguna parte.


“¡Me conservo entero!”, se decía el cascote.

                               Rafael Sánchez Ferlosio

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vas sobrao, Pareeee, la próxima con el negroni, te lo digo yo. Lo peor que has hecho es ser fan de Sabina. Juas, juas.

K.

Félix Chacón dijo...

He hecho cosas peores, pare. Créeme. Lo que pasa es que hoy me las perdono ;-)