miércoles, 28 de diciembre de 2011

Un buen momento

El otro día paseaba por Toledo y me encontré un billete de 200 euros. Falso, claro, de papel cuché. No era ninguna broma de cámara oculta ni yo me tiré a por él creyendo que era de verdad. Cuando me agaché a recogerlo, fue por curiosidad. Quería saber quién había echado mano de un recurso publicitario tan trillado. Quizá lo único original era haber elegido los billetes de 200 euros, tan raros como que te sobre esa cantidad a final de mes.

Me sorprendí al encontrar en el anverso del billete la siguiente leyenda: “Jesús dijo: Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”. No esperaba que fuera una secta cristiana la responsable de la paradójica campaña publicitaria: criticaban el dinero, pero intentaban que sus prédicas llegaran a todo el mundo con unos panfletos que habían podido costear porque a ellos no les faltaba.

En el reverso del billete se podía leer:
¿En qué confías?
Las riquezas ……………… no son seguras (crisis económica)
Los hombres …………….. fallan (ideologías, religiones)
La naturaleza …………….. no la podemos controlar (desastres naturales)
Las familias ……………….. se rompen (divorcios, violencia de género)
¿Qué podemos hacer?
Este billete …………………….. no te puede ayudar (es falso)
Como hombres ………………. te podemos defraudar (perdónanos)
Puedes tirarlo ………………… ¡Tú decides!
También puedes … seguir leyendo … un mensaje de mucho valor
Jesucristo dijo:
Haceos tesoros en el Cielo …………… no se destruyen…………
Creéis en Dios ………….. Creed también en mí………………….
Yo soy el camino……… y la verdad……………… y la vida………
Venid a mí …… todos los que estáis cansados………………….
DIOS TE AMA Y ÉL TE LLAMA       VEN A JESÚS
El mensaje terminaba con unas palabras del evangelio de Juan y un teléfono con prefijo de Cádiz.

Unos metros más adelante, un tipo vino decidido hacia mí y me dio un papel, también cuché, pero de tamaño cuartilla. En una de las caras se podía leer una especie de cómic titulado “La película de mi vida”. Tenía ocho viñetas:
1.Aparece dibujado un bebé en los brazos de su madre. Se lee: “Demasiado pequeño para pensar en Dios”.
2.Un chaval con su monopatín: “Demasiado distraído para pensar en Dios”.
3.Una pareja de jóvenes bailando: “Demasiado divertido para pensar en Dios”.
4.Una pareja casándose: “Demasiado feliz para pensar en Dios”.
5.Un hombre cortando metal con una radial: “Demasiado trabajo para pensar en Dios”.
6.Un hombre con su mujer y sus hijos preparando las maletas para irse de vacaciones: “Demasiado ocupado para pensar en Dios”.
7.Un viejo en una cama de hospital: “Demasiado viejo para pensar en Dios”.
8.Una tumba en un cementerio. Esta vez con letras rojas: “Demasiado tarde para pensar en Dios”.
¿Qué moraleja podemos extraer de tan edificante historia? Supongo que únicamente esta: no está bien divertirse en la niñez, ni salir de marcha en la juventud, ni casarte, ni trabajar, ni formar una familia, ni mucho menos ser viejo porque, total, al final te vas a morir y nada de todo eso te va a servir para ir al Cielo.

Me preocupó que hubiera gente tan imbécil que pudiera pensar que merecía la pena gastar su tiempo y su dinero en repartir aquellos papelajos. Y lo peor: que pudiera haber oligofrénicos en el mundo que se dejaran convencer con argumentos tan burdos y dañinos.

En la otra cara del papel se podía leer una pequeña historia sin ninguna gracia que terminaba con una invitación a pensar en la existencia del amor de Dios [sic], la paz de Dios, la salvación, el pecado y la eternidad. Luego había unas palabras entrecomilladas del evangelio de Juan y una invitación a leer la Biblia y a que me pusiera en contacto con ellos para que me regalaran “una porción de la Biblia”. Justo al final de esta cara del papel venía el nombre de la secta, presumiblemente evangelista, que estaba detrás de todo este despliegue publicitario. Se trataba de una secta de Madrid. Venían tres teléfonos y todos eran de Madrid. Me sorprendió que no coincidiera ningún teléfono con el que venía en el billete de 200. ¿Era posible que no tuvieran nada que ver con la secta gaditana? ¿Se trataba de una secta con distintas sedes que había decidido venir a Toledo y atacar por todos los flancos? ¿Era casualidad? ¿Todas las sectas de España competían por conquistar Toledo y arrebatárselo al arzobispo de la diócesis toledana?

Vivimos malos tiempos, pero no para todo el mundo. Las oportunidades existen para los que saben verlas. Sin duda es un buen momento para los que venden estufas de exterior a los dueños de los bares, para el mercado de coches de segunda mano, para los propietarios de hospitales y colegios privados, para los empresarios que buscan mano de obra barata, y, cómo no, para los usufructuarios del territorio de las supersticiones y las religiones, ese terreno indeterminado en el que no sería nada fácil separarlas con una linde. Es el momento de los tarotistas, los quirománticos, los sanadores y los videntes. Y, sin ninguna duda, de las sectas, especialmente de las fundamentalistas, de la religión que sea.

Hay muchas personas desnortadas, con brújulas torcidas, que se creerán las indicaciones del primero al que se encuentren. La gente está dispuesta a creerse cualquier cosa, como que se puede crear empleo solo con sentido común o que nos van a sacar de la crisis los mismos que nos metieron en ella. El mundo está lleno de inocentes.

martes, 13 de diciembre de 2011

Escenas memorables: Érase una vez en América

En las más de tres horas y media de la mítica Érase una vez en América de Sergio Leone hay muchas escenas impagables, pero ninguna me impresionó tanto como esa en la que el joven Patsy le lleva un pastel de nata a Peggy, una adolescente con vocación de prostituta, para conseguir sus favores sexuales.

Es una escena que no aporta nada a la trama principal de la película, pero el propio director -que tanto tuvo que pelearse con los productores para defender la desmesurada duración del metraje- tuvo que ser consciente de su importancia, de su profunda significación. Son cuatro minutos soberbios que Leone sabía que no podían quedarse fuera del montaje final. Porque el director italiano que inmortalizó el spaghetti western no solo quiso hacer una película de gángsters con todos sus ingredientes, sino meter dentro todo lo que para él significaba la América del siglo XX. La necesidad y la precariedad, moral y económica, de las primeras décadas del siglo sin duda le parecían un tema fundamental.

La escena está protagonizada por Patsy (Brian Bloom), uno de los muchachos que hacen de comparsa de Noodles, el protagonista (Scott Tiler en el papel de adolescente y Robert de Niro en el de adulto). La secuencia empieza cuando Patsy va a comprar un pastel de nata de cinco centavos, que, como bien le explica a su amigo pastelero, es el precio estipulado para follar con Peggy, que por uno de dos no pasa de la paja.

Con el pastel bien envuelto se acerca hasta el piso de la muchacha y llama a la puerta. Sale a abrir la madre de la chica y le dice que espere, que Peggy se está bañando. Patsy, que alcanza a verla medio desnuda metida en un barreño, se queda esperando en las escaleras.

Sergio Leone debió de medir muy bien el tiempo de esta escena. Patsy se queda solo y no dice ni una palabra. El espectador tiene que entender todo el proceso mental del protagonista observando sus gestos y sus acciones. Me atrevería a comparar esta escena con aquella otra mítica de Chaplin en la que se comía una bota.

Patsy, que no sabe qué hacer mientras espera, observa que hay algo de nata en los bordes del papel del envoltorio. Casi como si se estuviera esforzando por dejar el regalo más presentable, recoge con los dedos esos restos de nata y se los lleva a la boca. Después de meditarlo unos instantes se decide a abrir el paquete y coge la guinda, pero se arrepiente y la vuelve a poner en su sitio. Se conforma entonces con rebañar la nata que se ha quedado adherida al envoltorio. Cuando termina de hacerlo, está decidido a dejarlo ahí y hacer como si no hubiera pasado nada. No puede. Finalmente se come la guinda. A renglón seguido hace un amago de querer envolver de nuevo el pastel, pero termina comprendiendo que ha quedado totalmente deslucido sin la guinda. Ha llegado a un punto de no retorno y ya no tiene sentido seguir engañándose. Es entonces cuando se abalanza literalmente sobre el pastel y empieza a devorarlo con ansiedad.

Cuando todavía tiene los dedos manchados de pastel y la boca ribeteada de blanco, se abre la puerta y sale Peggy cargada con un cesto de ropa. Patsy se apresura a esconder el papel del envoltorio. A lo que no le da tiempo es a preparar una buena justificación para explicar por qué la estaba esperando. Ella le pregunta qué quiere y él le dice que no quiere nada, que había ido a decirle algo de parte de los chicos, algo que no es capaz de decir qué es y que decide que ya le dirá en otro momento. Después de una explicación tan cantinflera, Peggy, que es puro genio, no le da más importancia y se aleja de allí meneando la cabeza, como dejándolo por imposible.

Para mí esta escena, aparte de tener una calidad cinematográfica incuestionable, me sugiere dos lecturas posibles, complementarias. Una muy literal: a veces el placer de comer puede superar al deseo sexual, sobre todo si acucia la necesidad. La otra, mucho más profunda: en ocasiones actuamos como movidos por resortes que no controlamos, por ideas que nos meten en la cabeza, por convenciones que aceptamos sin cuestionar, por instinto, por deseos irracionales. Y eso nos impide diferenciar lo principal de lo accesorio, lo necesario de lo prescindible.

Llegan tiempos duros en los que habrá que saber elegir qué es lo que queremos, por qué merece la pena hipotecarse, por qué merece la pena trabajar como un mulo. Y veo a mucha gente confusa, gente que no sabe diferenciar lo necesario de lo contingente, gente que se ofende si le dices que parte de sus problemas los tienen por haber intentado vivir por encima de sus posibilidades, que considera que haber comprado un piso de 300.000 euros, dos coches de 18.000, una Kawasaki 500 y una Playstation 3 era algo razonable que entraba dentro de las aspiraciones de un currante. Y, por supuesto, unas vacaciones caras en el extranjero. Y un montón de copas cada fin de semana en garitos caros, de los que tienen pestillo en el servicio para poder consumir a gusto el imprescindible gramo de farlopa.

Pero ahora todo se ha acabado. Para algunos, los que ya no tienen ni los cinco centavos que vale el pastel, definitivamente. Otros tendrán que elegir cómo sacarle partido a esos cinco centavos, a la calderilla que suena en el fondo del bolsillo.

A lo mejor no es tan difícil elegir. A lo mejor para acertar en la elección solo necesitamos, como Patsy, un poco de tiempo. El problema es que el mundo va demasiado deprisa y así es imposible  pensar.